¿Qué comían entonces los romanos pobres? Los ciudadanos que no podían aspirar a carne ni a pescado tenían que consolarse con hortalizas, de las que los mercados ofrecían decorosa variedad. La más popular era la col (Brassica oleracea), de la que existían muchas variedades, que se tomaban crudas o cocidas. El austero Catón se la recomendaba a todo el mundo y exaltaba sus virtudes medicinales, ya que «cruda, en ensalada, o frita cura todo mal». Detrás de la col se alineaban la coliflor, la acelga (aderezada con mostaza, para que supiera a algo), la lechuga, el cardo, el puerro, la zanahoria, los rábanos (de los que se consumían incluso las hojas), el nabo, la escarola, las alcachofas, los cardos, los pepinos y las calabazas. Tampoco le hacían ascos a las ortigas, ni a malvas (que tomaban en ensalada), ni a los retoños de parra; incluso el helenio, que hoy es planta de jardín, se tomaba hervido o macerado en oxicrate (agua, miel y vinagre).
Las legumbres que reinaban sobre los variados, potentes y especiados potajes romanos eran las habas, los guisantes, las judías y las lentejas.
Éstas no gozaban de gran prestigio, pues se las consideraba comida militar. (La vocación castrense perdura: todavía durante nuestra guerra civil de 1936 constituyó el rancho habitual de los dos bandos).
¿Y los garbanzos? Los preparaban de las más variadas maneras: en croquetas, en empanadas, con agua, leche y queso rallado, pero nunca en cocido, una delicia que ignoraron los romanos y que quizá, de haberse descubierto a tiempo, habría evitado la caída del imperio. Los garbanzos tostados al yeso (una especialidad que perdura hoy en nuestros pueblos de Jaén) constituían las palomitas de los espectáculos públicos. Plato de pobres de solemnidad, y de vacas, eran las algarrobas y los altramuces.