El Mediterráneo era mucho más rico en peces que ahora. Los romanos supieron apreciarlo, que por algo lo consideraban el lago particular, el Mare Nostrum, y se hicieron muy aficionados al pescado. El más apreciado era el salmonete (y uno de los más caros, porque no puede criarse en vivero). Detrás del sanguíneo salmonete, el censo de las especies pescadas en la mar o procedentes de los bulliciosos viveros (construidos desde el 250 a. C.) es interminable: esturión, murena, rodaballo, lamprea, congrio, merluza, anguila, atún, dorada, caballa, escaro (llamado por algunos glotones cerebrum Iovis, sesos de Dios), y aparte de los peces de escama, los otros manjares de su vecindad, a saber: ostras, langosta, pulpo, sepia, calamar, vieira, almeja y hasta tortugas del mar Rojo. Los pulpos de las costas andaluzas gozaban de cierto renombre como afrodisíaco, una propiedad que, mucho me temo, deben de haber perdido desde entonces.
Otro producto español alabado por Plinio son las ostras de color rojo, seguramente mejillones.
Éstos eran bocados de rico, porque el pescado era una comida de lujo, que siempre fue cara. Catón se escandalizaba de que sus conciudadanos fueran capaces de pagar por un buen rodaballo más que por una buena vaca. Horacio lo censura igualmente: «Te has arruinado para pagar el rodaballo y no te queda más dinero del indispensable para adquirir la soga con la que te vas a ahorcar». Para remediar estos excesos, Diocleciano limitó el precio de la libra del pescado fino al doble de la de cerdo y al triple que la de cordero o vaca, pero no sabemos si el edicto surtió efecto.
Ya se comprende que los pobres comerían poco pescado. Si acaso esas especies espinosas y bastas que salen enredadas en las redes, y distintas morrallas en salmuera (maenae).