La pasión romana por las aves no desalojó al cerdo de su privilegiada posición. El cerdo se consumía de las más variadas maneras: asado, guisado, frito, curado y en forma de embutidos: longaniza (longano), salchichas y morcillas de muchas maneras (de nueces, de pimienta, de incienso, de cebolla…). Las morcillas ahumadas de Lucania gozaban de justa fama. Sobre todas estas variantes brillaba, como es natural, el jamón curado (perna), al cual atribuye Horacio decorosa prosapia: «los antiguos alaban el jabalí rancio». El severo Catón nos trasmite la receta precisa para su preparación: «Se corta la pata, se mete en sal durante cinco días, luego se saca y se cuelga por espacio de dos días donde se oree y otros dos en el humero de la chimenea. Finalmente se coloca en la despensa de la carne». La bondad del buen jamón reside, como es sabido, en la sublime comunión de grasa y fibra muscular que caracteriza al cerdo criado en la libertad, debajo de las encinas, y engordado por las bellotas, las castañas, las trufas y otros manjares naturales o artificiales. Lo más importante de este cerdo pastueño que la naturaleza y el hombre unidos elevan a obra de arte era, para los entendidos romanos, la porculatio, es decir, el engorde final. Al terminar de comer, los cerdos con pedigrí, se tumban a reposar sobre la pierna izquierda «motivo por el cual acumulan en ella la grasa y el jamón de la pata izquierda resulta mejor». La suprema excelencia hecha jamón resulta cuando al echarse el cerdo a la invitadora sombra de la encina o el castaño donde acaba de comer, molesta a una víbora medio dormida cuya presencia le pasó inadvertida (el cerdo, como todo ser sensible, es corto de vista y algo confiado). La víbora le pica y el cerdo, aunque de natural pacífico, tiene un mal pronto, la mata y se la come. Según el abuelo de mi buen amigo Víctor Márquez Reviriego, ningún jamón resulta tan bueno como el picado de víbora.
Los impacientes incapaces de aguardar a que el cerdo creciera podían consumirlo en forma de tostones (porci lactantes), cuyas recetas figuran, junto a las del gazapillo, el adobo y los guisos de liebre o conejo, entre las más practicadas de la Antigüedad.