La cocina romana pobre pero honrada que conocimos en tiempos de la república se transformó profundamente durante el imperio. Aquellos campesinos romanos, comedores de gachas y potajes de legumbres, en cuanto fueron a más dieron en copiar las exquisiteces de los griegos, que tenían una cultura gastronómica ya formada. Roma, en su simplicidad original, era como un libro en blanco donde cada cocina del imperio podía inscribir sus recetas. De esta maravillosa conjunción, de este sublime sincretismo, salieron muy beneficiados algunos paladares escogidos, aunque también es cierto que hubo mucho hortera y mucho esnob.
En un principio, la influencia griega aportó a la cocina romana equilibrio y armonía, además de algunas salsas fundamentales (marinadas, vinagretas y las que se preparaban sobre una base de mosto cocido y concentrado caroenum o defrutum, reducido mediante cocción a un décimo del volumen original o poco más, que se espesaba con frutos secos molidos y con ciruelas pasas picadas). Este mosto cocido venía a cumplir el cometido de la copita de licor que añadimos hoy a muchos guisos. Pero esta armonía duró poco. A Roma afluían tantos productos exóticos y tal cantidad de especias, quizá más de cincuenta, que su cocina fue víctima de su propia riqueza de recursos e incurrió en lamentables excesos. La cocina romana se transformó en una cocina de nuevos ricos, pedante, ostentosa e incoherente, extravagante y descabellada, obsesionada por mezclar ingredientes dulces y ácidos. Para empezar, la mayoría de los platos se sazonaban con garum en sus distintas variedades. El abuso de la famosa salsa no hacía sino disfrazar los genuinos sabores de la carne y del pescado o de la verdura. Luego, animados por sus amos, los cocineros se metieron a aprendices de brujo y dieron en experimentar con todo lo que les venía a mano. El resultado fue que se hicieron un lío con tanta especia y materia prima y, abusando de la abundancia de condimentos, dieron en mezclar sabores inarmónicos en un mismo guiso, como estos colegas suyos modernos, igualmente zopencos y propensos a la creación de originales marranadas, que están persuadidos de que cocinan a la francesa cuando profanan un honrado solomillo cubriéndolo de una gacheta de crema y queso azul danés (lo he sufrido recientemente en el casino de Marchena, provincia de Sevilla, y aún respiro por la herida).
La cocina sofisticada (sinónimo de falsa) de la alta sociedad imperial produjo el primer recetario de Occidente, el libro De Re Coquinaria de Marcus Gavius Apicius (siglo I a. C.). A este Apicio, en el fondo un dilettante empeñado en inventar platos insólitos, se le atribuye el honor de haber acertado con la receta básica del foie gras, consistente en cebar a los gansos con higos para magnificarles el hígado, y llegado el momento, matarlos obligándolos a ingerir gran cantidad de vino melado (mulsum) que acabara de aromatizar la carne.
La gran cocina romana era robusta, viril, contundente, de potentes sabores, un poco como algunas cocinas exóticas del Oriente actual, una cocina poco apta para estómagos delicados y, sobre todo, en su expresión más extrema, una cocina extravagante y exhibicionista que sobrevaloraba partes nimias de grandes piezas, cuyo mérito residía, más que en su sabor, en su pequeñez o rareza: sesada de faisán, lenguas de flamenco y papagayo, hígados de caballa, talones de camello, pezones de cerda, testículos de cabrito. Cuando no se podían consumir por sí solas estas delicadezas, se hacían intervenir en recetas tan complicadas como el denominado escudo de Minerva: escaro servido en una salsa de sesos de pavo y faisán, lenguas de flamenco y la llamada leche de murena.
En los banquetes de Heliogábalo, es fama que se sacrificaba un enorme número de cerdas solamente para obtener las vulvas y las ubres. Tales extravagancias no son sólo achacables a los romanos, sino más bien a la intoxicación que produce el poder omnímodo. Luis XIV de Francia sólo comía las alas del capón, el pescuezo de la perdiz y el obispillo del urogallo y el pavo. ¡El obispillo, esa «dorada mitra del nalgario campo», como poéticamente la denominaba Cunqueiro! Los gastrónomos a la violeta, cuando tenían que presentar un plato antiguo que no admitía mucha variación en el procedimiento, procuraban al menos escenificarlo a la moderna, de la manera más extravagante. Así el cerdo asado, con sus orejas corruscantes, se presentaba entero y cosido y al trincharle la barriga dejaba escapar un paquete intestinal formado por un revoltijo de salchichas, morcillas y embutidos. Naturalmente las extravagantes recetas romanas requerían imaginativos artistas del fogón. Del primitivo cocinero, que era cualquier esclavo de la casa que tuviera buena mano para el guiso, se pasó, avanzado el imperio, al cualificado jefe de cocina (archimagirus), a cuyas órdenes militaba un escuadrón de pinches y marmitones y una cohorte de oficiales de más variados oficios, entre ellos el de progustator, el probador de comidas: le falta sal, está floja de vinagre, sabe a veneno, etc.
El emperador Adriano agrupó a los cocineros y sus adláteres en un collegium cocorum y la profesión se convirtió en una de las más respetables de la Roma imperial. Es curioso que, sin embargo, tuvieran mala fama, como suele acontecer a tantos artistas que son admirados y odiados a un tiempo. Fueron estos hombres los que se lanzaron a experimentar en toda clase de caprichos gastronómicos con los exóticos productos que el imperio enviaba a sus fogones. La oferta no era para menos: miel, vinagre, pimienta, mostaza, menta, coriandro, ortiga, salvia, los cominos de Carpetania y de Etiopía, azafrán de Cilicia, anís de Creta, hinojo, alcaravea, tomillo, orégano, laurel, romero, albahaca, pimienta de la India, trufa… «Los cocineros sirven un prado completo en su guisado —se queja Plauto—, como si quisieran halagar el paladar de un buey. Preparan sus platos con un montón de forraje, de hierbas aderezadas con otras hierbas (…) aromatizado con selfión y mostaza molida, repulsivo veneno que no se puede majar sin derramar lágrimas».
De cada uno de estos productos existían innumerables variedades: vinagres de vino, de manzana, de calabaza, de higos, de peras. Sin excluir las adulteraciones, como cuando hacían pasar bayas de enebro o de mirto por pimienta de la India. Algunos de estos aditivos se han extinguido ya, como el popular selfión cuyos tallos tiernos atraían tanto a los animales que acabaron con él. En cuanto a las trufas, los gastrónomos sabían distinguir si procedían de hayedo o de pinar o fresnedal. Nunca pudieron decidir a qué reino de la naturaleza pertenecían. Plinio las consideraba «una aglomeración de naturaleza terrosa», dado que Lartius Licinius, que administraba la justicia en Cartago de Hispania, al morder una trufa halló dentro un denario que le rompió los incisivos.
No todo fueron extravagancias en la cocina romana. Algunas combinaciones parecen bastante razonables, por ejemplo las salchichas acompañadas de polenta que es lo más parecido al puré de patata antes de la llegada de la patata. Otras, sin dejar de parecernos extrañas, resultan bastante estimulantes; por ejemplo, pescado servido con puré de membrillo o setas hervidas en miel. A falta de azúcar, los romanos endulzaban con miel. Plinio habla de lugares de Hispania donde es costumbre trasladar las colmenas en mulos para que liben flores de distinta región a fin de mejorar el producto.
A los paladares más educados, que en Roma también los hubo, siempre les quedó una nostalgia de los sabores elementales, como el tradicional puls de los tiempos republicanos, que se ennobleció hasta dar el puls iuliano, con la adición de ostras hervidas, sesos y vino especiado, interesante transformación de un plato pobre, pero entrañable en sus ancestrales connotaciones, en manjar de lujo.
Ya vimos que el romano le hincaba el diente a casi cualquier carne disponible, especialmente a la de cerdo y a la de las aves de corral. En cambio menospreciaba la verdura. De hecho los vegetarianos eran escasos y casi siempre fundamentaban su dieta en razones filosóficas (neoplatónicos) o religiosas (maniqueos), lo que no los hacía menos sospechosos. En su afán por degustar carnes novedosas, los romanos llegaron a criar lirones en viveros y a cebar caracoles con vino cocido y harina. Sin embargo, el gastrónomo Mecenas fracasó en su intento de promocionar la carne de burro (el onager citado más arriba) como manjar fino, para que se vea lo que puede el prejuicio, no porque no fuera sabrosa, que lo era y mucho, sino porque ya portaba el sambenito de manjar de pobres. Es lo que ocurre entre nosotros con la humilde sardina, más sabrosa que tantos pescados caros y sin embargo tan ninguneada en las cartas de los restaurantes elegantes.
De las aves de corral, la reina de la cocina romana era la gallina. Existían ya en Roma muchas castas; pero el español Columela alaba las de plumaje pardoleonado tirando a rojizo, una raza que se ha conservado en España hasta bien entrado nuestro siglo y que en la Edad Media dio las celebradas gallinas de Arjona. En Roma se hacía un buen consumo de capones, los mantecosos eunucos en cuyas indispensables cirugías eran maestros los griegos que habitaban la isla de Quíos. En el imperio, algunos neogastrónomos exigentes (y extravagantes) dieron en engordar los pollos, las gallinas y las ocas con harina hervida y aguamiel o con pan empapado en vino dulce. Lo hacían en cebaderos mantenidos en una propicia penumbra, para evitar que los melancólicos cebones se distrajeran. A las ocas las cebaban con mijo y papilla de harina de cebada e higos secos que les hipertrofiaban el hígado con que se hacía foie gras, invento del cónsul Escipión Matellus. En este tiempo hedonista y decadente existieron granjas y criaderos para las más diversas aves: tórtola, gallina de Guinea, faisán, tordo, estornino, paloma, avutarda, grulla, cisne, urogallo, incluso el pavo real (traído de la India).
Los gastrónomos más extravagantes y ricos apreciaron las lenguas del loro y del flamenco. Tan sólo evitaban, por tabúes de origen ecológico, a la cigüeña y al ibis, que son grandes devoradoras de serpientes; a la golondrina, que se alimenta de mosquitos y a las codornices, cuya carne reputaban dañina porque creían que se alimentaban de hierbas venenosas. El consumo de huevos (de pavo, gallina, faisán y ocasionalmente de avestruz) estaba limitado a los más pudientes.