Los guisos de la cocina romana, como todos los de la cocina antigua adolecían de ciertas limitaciones impuestas por el sucinto utillaje disponible. Lo que son las cosas, hoy, desde que tenemos cocinas magníficas equipadas con hornillos de vitrocerámica y hornos de microondas, la limitación viene impuesta por el tiempo.
El arquitecto romano raramente se preocupaba de diseñar un espacio de la casa destinado a cocina. Ésta se instalaba en la peor habitación, alguna covachuela angosta, sin salida de humos, en las cercanías de algún rincón donde pudiera construirse un horno de ladrillos refractarios. En la cocina no había espacio más que para un tosco poyo de mampostería con un fregadero de piedra y un par de hornillas de carbón o madera. De las ennegrecidas paredes colgaban asadores, cucharones, paletas y ollas (ollae), de cerámica o bronce. Esto era en las casas romanas pudientes. Los pobres que no disponían de fogones y pucheros donde cocinar —la inmensa mayoría— comían en la calle, en bodegones de puntapié y puestos callejeros (el snack bar y el puesto ambulante de perritos calientes no son cosa de ahora). Por todas partes había vendedores ambulantes de salchichas y empanada de garbanzos, fritangas, embutidos asados a la parrilla, aceitunas e incluso pinchitos de carne o despojos que se ensartaban en largas espinas de acacia.
La oferta restauradora se completaba con chigres o colmados (salarii) donde se vendían salazones, salchichas y ultramarinos, y tabernas (popinae o thermopolia) más o menos amplias, con mostrador de obra rematado en piedra de mármol perforada, para dar acceso a unas ánforas de agua y vino empotradas en la mampostería. Casi siempre se trataba de establecimientos sórdidos, frecuentados por una clientela masculina poco distinguida: ladrones, vagos, jugadores, marinos, etc. En estos establecimientos, el cliente podía degustar, además de los fiambres, embutidos y salazones, puls y otros platos ya cocinados que se calentaban antes de servir, en especial la popular lusanica, una salchicha especiada que se acompañaba con polenta (el equivalente de nuestro puré de patata).
Fuera de las ciudades, a lo largo de las carreteras principales, existían ventas (cauponae) que, además de comida y bebida, ofrecían camas, con chica incluida si el cliente la solicitaba. En las termas no faltaban cantinas donde los parroquianos degustaban platos de carne, pasteles de garbanzos y chacinas.
La vajilla romana era bastante parecida a la nuestra: plato hondo (catinus), llano (platella); copas de cristal (pocula). Los romanos se recostaban sobre el lado izquierdo, sostenían el plato con la mano izquierda y comían con la derecha. Si era sopa, se utilizaba la cuchara (ligula); si paté o puré, la cucharilla (cochlear); si sólido, se comía con los dedos pulgar, índice y corazón. Aún no tenían tenedor, que nació en Constantinopla en el siglo XI y pasó a Florencia en el XIII. La carne se presentaba ya cortada en porciones pequeñas. Arrojar los desperdicios al suelo no se consideraba incorrecto. De hecho, el suelo de mosaico de muchos comedores elegantes reproducía unos artísticos desperdicios de banquete, con mondaduras de fruta, huesos, caparazones de marisco y trozos de pan acá y allá. Esta costumbre de arrojar los desperdicios al suelo se mantiene hoy en muchos bares españoles.