En el año 218 a. C. los romanos arrebataron a los cartagineses sus colonias en el levante y sur de Hispania. Los nuevos amos encontraron una sociedad indígena civilizada y próspera, pero cuando intentaron avanzar hacia el interior, por la meseta central y la cornisa cantábrica, se toparon con tribus bárbaras mucho menos dóciles, que tardarían bastante en romanizarse. De hecho, es posible que algunas no se hayan romanizado todavía.
Los hispanos del sur y levante no tuvieron inconveniente alguno en adoptar el modelo de vida romano que aportaban los legionarios y funcionarios llegados de Italia. Naturalmente esta romanización afectó también a la cocina.
Acerquémonos a uno de los primeros campamentos romanos en Hispania. Antes de atravesar la empalizada, penetramos en la cannaba, fuera del recinto, el espacio donde se hacina la muchedumbre que acompaña a la tropa.
Es de mañana y sopla un vientecillo contrario que aporta un ramillete de aromas: a letrina y a sudor rancio, a estiércol y a zahúrda, y a un zorrazo que emanan las alineadas tiendas de piel de cabra mal curtida y habitadas por soldadesca nada proclive a la higiene. De pronto, en el concierto de hedores, suena una nota discordante, la música olfativa de un guiso que humea: una carne fuertemente especiada que hierve en una olla de barro suspendida sobre la candela. El legionario romano no puede contraer matrimonio, pero puede tener focaria, es decir cocinera, en realidad una concubina encubierta, lo que demuestra la estrecha relación existente entre el yantar y el folgar, los dos mayores placeres de la vida, mística aparte. La cocina que los primeros romanos trajeron a España no difería mucho de la que encontraron. Era una cocina predominantemente cereal y mediterránea, de cebada, centeno, avena y panicum.
Antes de que los romanos conocieran el pan, durante más de trescientos años, su plato nacional había sido el puls, una especie de gachas cereales (de cebada, farro, espelta, mijo, etc.), a cuyos componentes básicos, agua y harina toscamente molida (far), podía agregarse algo de manteca. Una variedad muy diluida en agua se quería parecer a nuestra levantina horchata; otra, muy espesa, se presentaba en forma de albóndigas. En las celebraciones, estas gachas se enriquecían con tropiezos de queso, miel o huevo y entonces las llamaban puls punica, es decir, cartaginesa, involuntario reconocimiento de la superior despensa del odiado enemigo.
La cebada fue, durante siglos, la base de la alimentación del ejército. Con cebada tostada y molida se elaboraba la polenta, con la que a veces se preparaban tortas.
La dieta cereal se completaba con legumbres, queso y, muy de tarde en tarde, con algo de carne. Era una cocina sana pero pobre y monótona.
Abundaban las socorridas sopas: de farro, de garbanzos, de verduras del tiempo (coles, hojas de olmo, malva y puerros). Esta última se consideraba estupenda para la voz, motivo por el cual, andando el tiempo, Nerón la elevaría a la categoría de manjar imperial. Tampoco desconocían los romanos los potajes de garbanzos y judías ni, por supuesto, las ensaladas. Una de ellas, la moretum, hecha de queso de oveja, apio, cebolla y ruda, se ofrecía a los recién casados para que repusieran fuerzas al día siguiente de la boda.