Guerra y canibalismo

Los pueblos prerromanos eran gente tan bragada que, si venía a mano y el hambre apretaba, no dudaban en comerse a sus semejantes. Los autores clásicos recogen en sus textos algunos casos que no dejaremos de transcribir por su interés culinario. En el año 72 los romanos sitiaron Calagurris, actual Calahorra, sobre el Ebro, no lejos de Logroño, una población aliada del general Sartorius que continuaba resistiendo incluso después de la muerte de éste. Floro se limita a decir: «Cayó Calagurris después de haber padecido hambre en todos los grados y formas imaginables», pero Salustio se muestra más preciso: «después de consumir una parte de los cadáveres, el resto lo salaban para que les durase más tiempo»; y Valerius Maximus: «en vista de que no quedaba ya ningún animal en la ciudad, convirtieron en nefanda comida a sus mujeres e hijos; y para que sus jóvenes guerreros pudieran alimentarse por más tiempo de sus propias vísceras, no dudaron en salar los tristes restos de los cadáveres».

Tampoco estuvieron exentos los iberos de la perversión de los regímenes y la gimnasia de adelgazamiento, sólo que allí los imponía el Estado de muy malas maneras. Éforo y otros autores atestiguan que entre los celtas y entre los iberos existía la incivil y alarmante costumbre de «hacer ejercicios para no engordar y para evitar la dilatación del abdomen, siendo castigado el joven cuya cintura sobrepasa una medida normal».