Prosapia del gazpacho

Abundando en los posibles condumios protohistóricos, si nos atenemos a indicios lingüísticos, es muy posible que el veraniego gazpacho sea un plato prerromano y que derive de la palabra caspa, residuo o fragmento, luego transmitida por la mozarabía. El gazpacho fue secularmente considerado comida de pobres. Covarrubias lo tiene por «comida de segadores y gente grosera» y el diccionario de Autoridades arregla el desaguisado un poco, no mucho, cuando lo considera comida «de segadores y gente rústica». Este menosprecio ha durado hasta el siglo XX, en el que la moderna dietética ha descubierto las virtudes del gazpacho y lo ha rehabilitado. El doctor Marañón lo ensalza como «sapientísima combinación de todos los simples alimentos fundamentales para una buena nutrición que, muchos siglos después, nos revelaría la ciencia de las vitaminas».

Hoy el gazpacho es uno de los platos populares más conocidos en el mundo y figura en las cartas de los famosos restaurantes internacionales, aunque hay que decir que no siempre lo preparan como Dios manda. Richard Ford, el gran viajero decimonónico, afirma citando a Buchanan, que «es lo que Nuestro Señor pidió desde la Cruz». No va del todo descaminado el luterano. Los legionarios romanos solían llevar en la cantimplora una mezcla de agua y vinagre, o posca, lo que en castellano se llama «vinagrillo» y es una bebida estupenda para combatir la sed. Probablemente, eso fue lo que dieron de beber a Cristo cuando se apiadaron de él y le alargaron la esponja en el extremo de una caña. Pero el gazpacho, además de agua y vinagre, debe llevar otros cuatro ingredientes canónicos, a saber: ajo, aceite, pan y sal. En el siglo XIX se añadió el tomate, que hoy le confiere su característico color y que, muy a menudo, lo estropea, y el pimiento. La clave del gazpacho está en las proporciones de sus elementos constituyentes y en la manera de ligarlos. Tiene que ser majándolos, es decir, aplastándolos en un almirez, y añadiendo aceite con mesura a cada paso. La batidora que tritura y no machaca no consigue el mismo efecto, pero me temo que, para el ciudadano común, la trabajera de hacerlo a mano no compensa la ganancia del sabor.

Una variante exquisita del gazpacho es el ajoblanco de almendras que se toma en Andalucía desde tiempo inmemorial, con uvas blancas y gordas o pasas negras y piñoncitos. Luego pasaría a Bizancio, donde se usó espeso como salsa para la carne de tortuga cocida, y misteriosamente no progresó más allá. El emperador, cuando había misa mayor en la basílica de Santa Sofía o novena a la Virgen en Blanquernas, salía tan fatigado de jaculatorias y sahumerios de incienso que, para aclarar gargantas e ideas, se tomaba un tazón de marfil y oro crisós kai elefantós lleno hasta el colmo de ajoblanco. Era manjar imperial y, para prepararlo, había que estar licenciado por la escuela de Atenas.