Los españoles actuales, tributarios como somos de la cultura romana y hechura suya, gracias a Dios, no le tenemos mucha simpatía a los fenicios y a sus primos los cartagineses, los grandes enemigos de Roma. Sin embargo, como en lo culinario no caben odios, que el mantel puesto debe ser campo de paz para tirios y troyanos, hay que reconocer que debemos a los fenicios los dos productos especiales de nuestra mesa: el vino y el cerdo. Son dos motivos suficientes para estarles eternamente agradecidos. Si a ello se suma el cartaginés garbanzo, no hay más que pedir, aunque quizá el lector prefiera consignar el garbanzo en el capítulo de los agravios.
El cerdo que los fenicios introdujeron en la península era de raza mediterránea. Cruzado con los jabalíes autóctonos, dio la raza ibérica, la de las patitas negras y las muñecas finas. Este cochino mulato se ganó el corazón de las poblaciones indígenas de España. ¿Intuyeron que es un animal sanísimo cuya carne contiene menos elementos nocivos, es decir, ácidos grasos saturados, que la de la vaca o la del cordero? Pudiera ser. ¿Advirtieron, con sólo paladearlo, que el cerdo contiene mayor riqueza de saludables ácidos grasos polinsaturados que las otras carnes antes citadas? Eso parece.
El cerdo es, como el hombre, profundamente filosófico, un ser para la muerte. El trascendente y melancólico cerdo, no el toro, debiera ser el animal totémico de España. Quizá el lector argumente: es que España es como una piel de toro extendida…
Tonterías. ¿Y por qué no una piel de cerdo extendida? Simplemente porque el cerdo no se despelleja, ya que la piel constituye también un bocado exquisito, corruscante. Por este motivo nunca lo vieron despellejado. Desde muy temprano comprendieron que la piel, esa mínima cortecilla dorada, es el refuerzo que entiba el torrezno, la agarradera sutil que evita la disgregación de la panceta del cocido, con sus dos o tres pelillos cerdales brotando delicadamente como en un ikebana japonés.
España, que dio al Imperio romano filósofos como Séneca, emperadores como Adriano, y poetas como Lucano, también produjo marranos ilustres que alcanzaron nombradía en las mesas de la opulenta Roma. «En la Lusitania —escribe Atilius— fue sacrificada una cerda, de la que enviaron al senador Lucius Volumnis un trozo de carne y dos costillas, con un peso de veintitrés libras y que desde la piel hasta el hueso medía un pie y tres dedos» (¡unos 33 cm. de tocino y magro!).
¿Existía ya el jamón ibérico curado? En los Pirineos orientales, especialmente en las regiones de Cerdaña y Puigcerdá, vivían los cerretanos, tribus íberas que según Estrabón fabricaban «excelentes jamones comparables a los cantábricos, lo que proporciona ingresos no pequeños».
Tal vez cuando se descifren satisfactoriamente los textos ibéricos nos llevemos la sorpresa de saber que algunos de ellos, en lugar de las innovaciones mágicas que se les suponen, contienen alabanzas del jamón. ¿No sería estupendo que los bronces de Botorrita loaran la curación del turolense pernil de Grijuelo, tan vecino? ¿Y si las lápidas de la región occidental contuvieran alabanzas a la estupenda chacina de la dehesa extremeña? Todo puede ser y, hasta que la ciencia no diga la última palabra, esta hipótesis es tan válida y razonable como cualquier otra, incluso más.
Conocemos los productos de la tierra ibera y podemos imaginar su cocina, pero lamentablemente no nos han llegado recetas completas. Los iberos eran grandes comedores de lentejas y hay que suponer que cuando los cartagineses aportaron el garbanzo se transformarían también en buenos degustadores de la controvertida legumbre. Al puchero se le han rastreado orígenes medievales, pero quién sabe si es más antiguo. Se ha supuesto también que, en los crudos amaneceres de la tierra leonesa, los guerreros vacceos entraban en calor echándose a pechos una buena sopa de ajo antes de cargar contra la séptima legión romana profiriendo espantables alaridos. Hay que imaginarlos ya armados, con la hierba helada crujiendo a cada paso, nerviosos, esperando que el cocinero retire la caldera de hierro de la fogata y les sirva el hirviente y sustancioso líquido del cazo capaz, comenzando por los sargentos. Los caudillos no se arrimarían al rancho comunal, que ya vendrían desayunados para dar ejemplo.