La orientalización de la península, a medida que iba civilizándose, influyó decisivamente en su cocina. Si los rudos pobladores de la alta meseta continuaban alimentándose de pan de bellota y tasajo de cabra, en las fértiles tierras del sur triunfaba la trilogía mediterránea: el trigo, el aceite y el vino. «La Turdetania (valle del Guadalquivir y Andalucía Occidental) es maravillosamente fértil —dice Estrabón—. Produce en abundancia toda clase de frutos; la exportación duplica estos bienes porque los frutos sobrantes se venden con facilidad a los numerosos buques mercantes que transitan sus vías fluviales y sus obras. De Turdetania se exporta trigo, mucho vino y aceite; éste además no sólo en calidad, sino en cantidad insuperable». Las exportaciones de aceite andaluz a Roma fueron de tal magnitud que sólo con las ánforas y vasijas que se rompían en los cercanos depósitos se formó tal acumulación que hoy, ya cubierta de vegetación, constituye el monte Testaccio (Mons Testaceus), esto es, el monte de los tiestos. No deja de ser revelador que, veinte siglos después, buena parte del aceite de oliva de calidad que Italia comercializa en el mundo, y del que obtiene pingües beneficios, proceda de Andalucía, donde las multinacionales italianas y francesas lo compran a granel.
El cervantino licenciado Vidriera se queja en un memorable pasaje:
—«¿Soy yo, por ventura, el monte Testacho de Roma para que me tiréis tantos tiestos y tejas?». El incrédulo turista aún acude allí para cerciorarse de que, en efecto, el monte está formado solamente por tiestos de vasijas.
En el norte de la península, la agricultura no alcanzó tanto esplendor. Las cosechas de cereal se guardaban en hórreos que los sorprendidos autores latinos denominaban supra terram granaria o granaria sublima.
¿Qué árboles florecían en los fértiles huertos turdetanos? Uno de los más abundantes era la higuera. Los griegos alabaron mucho los higos de Edetania y de la Bética, tan abundantes que los conservaban secándolos al sol y prensándolos en cajas.
A las autóctonas higueras se añadieron muy pronto exóticos frutales que traían los colonos del Mediterráneo oriental. Los cartagineses aportaron la granada, denominada por los romanos Malum punica; los propios romanos, el cerezo, en sus tres variedades de fruta, negra, roja y verde.
Hubo además nuevos frutales creados a partir de injertos: «Recientemente en la Bética se ha realizado un injerto de ciruelo en manzano dando un producto llamado nalina. También se ha injertado en almendro, obteniéndose amigdalina; el hueso contiene en su interior una verdadera almendra; no hay fruto tan ingeniosamente derivado; las peras se denominan, según su procedencia: picentina, numantina, alejandrina».
El otro árbol fundamental que trajeron los griegos fue el olivo. Los cartagineses comenzaron a cultivarlo en el siglo VI a. C. y rápidamente superó al acebuche autóctono, del que también se extraía aceite. «El suelo cascajoso —leemos— es muy bueno para los olivos en Venafranus y muy pingüe en la Bética, donde no hay árbol mayor que el olivo. La región recoge sus más ricas cosechas de sus olivos». También los había de verdeo. La aceituna de Mérida era famosa por su dulzura y la tomaban pasa, como la ciruela.