Tenía hambre. El tipo fornido y piloso se inclinó sobre la boca de la conejera y sintió el aguijón del hambre punzándole el estómago. El tipo tenía una larga historia a sus espaldas. Había comenzado de mono arborícola, comiendo frutos, retoños y hojas en lo más profundo e intrincado del bosque, pero desde que se mudó a la sabana había tenido que echar mano de cualquier posible alimento para obtener las proteínas, vitaminas y sales minerales que necesitaba para sobrevivir. Terminó de ajustar la redecilla en la boca de la conejera y dio una voz:
—¡Omní!
—¿Qué? —respondió otra voz gutural en la distancia.
—¡Dale caña! —El llamado Omní aplicó la leña verde encendida en la otra boca de la conejera. Cuando el humo invadió la galería, se percibió un rebullir subterráneo.
—¡Va! —Unos minutos después, el conejo, un hermoso ejemplar de cuatro o cinco kilos, se debatía en la red. El resto fue rápido: golpe certero con el canto de la mano detrás de las orejas. Luego, mientras Omní destripaba al animal con su cuchillo de pedernal, Voro excavó un hoyo poco profundo en el suelo. Dieron sepultura al conejo con poca tierra y amontonaron ramas secas encima, pero no unas ramas cualesquiera, sino ramas aromáticas, tomillo, jara, hinojo, y otras así, que le prestaran su aroma al asado. El fuego ablandó la carne y la hizo comestible.
Media hora después dispersaron la hoguera, rescataron el conejo entre asado y cocido en su propio jugo, lo despellejaron, lo descuartizaron y lo devoraron ruidosamente. Andaban escasos de modales.
—¡Qué ricos están los conejos! —dijo Voro apurando su medio costillar. Omní asintió. Ya saciada el hambre, Omní emitió un prolongado eructo y se quedó pensativo. Luego dijo:
—Hay que ver lo que son las cosas… Me estoy acordando del tiempo de nuestros abuelos, los de la Gran Dolina de Atapuerca, provincia de Burgos, cuando no tenían fuego y para ablandar los chuletones de rinoceronte y los filetes de bisonte cavernario casi tenían que dejar que se pudrieran. Lo que hubieran dado por un asado de éstos.
La familia de Atapuerca, por ahora formada por siete mujeres, seis hombres y un niño, vivió hace unos trescientos veinte mil años en el conjunto de cuevas calizas conocido como Sima de los Huesos. Eran más bien bajitos, desconocían el fuego, vivían de la recolección de plantas y frutos comestibles y después de comer se escarbaban los dientes con un palito o quizá es que no lavaban las verduras (dos posibles explicaciones, no necesariamente excluyentes, de las marcas que se observan en el esmalte de sus dientes). Debieron de llevar una vida bastante miserable. Vivían de las sobras de otros carroñeros más remilgados, es decir, de lo que despreciaban las hienas. Aunque en su vecindad no faltaban los ciervos y los caballos, el examen de sus restos revela «carencias alimenticias y problemas de desarrollo». Quizá este dato sirva de soporte científico a nuestra teoría del hambre secular que parece inscrita en el código genético del homo hispanicus y lo lleva a atracarse, como un saqueador, en bautizos, comuniones, bodas, fiestas patronales, Semana Santa, Navidad y cualquier otra celebración o acontecimiento social.
—¿Y en Burgos había rinocerontes? —preguntó Voro, incrédulo.
—Sí, hombre —respondió Omní—. Ten en cuenta que media España era un bosque de robles poco denso y que abundaba la caza en cantidad: elefantes, rinocerontes, bisontes, ciervos, caballos.
—¿Y leones?
—Sí, leones también. Y tigres con unos colmillos de palmo, eso es lo malo —concedió Omní—. Pero así y todo los de Atapuerca se buscaban la vida. Eran unos hombrones como armarios que no cabían por esa puerta.
—¿Qué es una puerta? —inquirió Voro.
Omní encogió sus peludos y fornidos hombros y repuso:
—Es un decir.
Voro guardó silencio. Por un instante se quedó mirando al cielo inmaculadamente azul mientras se rascaba la panza prieta y saciada con gesto indolente.
—¿Es verdad que eran caníbales? —preguntó.
—Eso parece —le llegó la voz distraída e indiferente de Omní.
—He oído decir que los neandertales también son caníbales —comentó Voro con cierta aprensión.
Voro y Omní eran sapiens sapiens, es decir, hombres actuales, pero durante unos miles de años coexistieron con una especie más antigua, los fornidos y chaparros neandertales. Como los sapiens eran más listos, lo cual no quiere decir que no practicaran también el canibalismo, terminaron exterminando a sus vecinos. Los neandertales eran caníbales —confirma el antropólogo Eduardo Arboleda, excavador de la cueva del Boquete de Zafarraya, también conocida, poéticamente, como La Vulva de Europa, no lejos de Alcaucín (Málaga)— y posiblemente practicaban un «canibalismo ritual comparable a la ingestión de la Sagrada Forma entre los cristianos».
El antropólogo deduce este canibalismo del examen de un fémur y una mandíbula en los que faltan la cabeza femoral y trocánteres «consecuencia de la fractura mencionada de la articulación coxofemoral, así como la rotura de la diáfisis, hendida longitudinalmente». La cosa no puede estar más clara.
(Pedro Feixas, —El Correo de Andalucía—, 5-V-97).
Por cierto, no lejos del Boquete de Zafarraya, en la antigua estación de ferrocarril (hoy la línea está desmantelada), subsiste un recoleto restaurante donde ponen el mejor cocido de España. Y a pocos kilómetros, en la venta de Alfarnate, sirven unas notables migas con huevos y chorizo «a lo bestia». Nada de esto existía en tiempos de Neandertal y de Omní y Voro.
—Si bien se mira —dijo Omní—, devorar al enemigo, al pariente o a Dios mismo, en la Eucaristía o Comunión, no es sino una forma de apropiarse de sus cualidades, de su fuerza, para hacerlo más nuestro y para que nosotros seamos más suyos. Es un acto amistoso.
—Visto así… —concedió Voro.
Se hizo un incómodo silencio. Omní se había echado de espaldas sobre los mullidos helechos, a la sombra de un corpulento castaño, y mordisqueaba distraídamente una ramita.
—Nosotros hemos aprendido a cocinar, que es pasar de lo crudo a lo cocido —prosiguió—, y ya no tenemos que comer podrido ni las otras guarradas como nuestros antepasados, que se lo comían todo, desde raíces y tallos a frutos silvestres, pequeños mamíferos, insectos. Éramos homínidos y homínidas y ahora somos hombres y mujeres.
Esto es cultura.
Iba a seguir filosofando, pero percibió un sonido gutural ni consonántico ni vocálico que, después de cuidadosa consideración, no le pareció fonema ni morfema ni parte alguna significativa del reciente idioma.
Era Voro que roncaba.
La tarde cuaternaria se deslizó como si tal cosa. Revoloteaban los insectos buscando resinas líquidas en las que quedarse fosilizados; volaban las aves por encima de las copas frondosas de los árboles imaginando posturas de diaporama; los animales de la sabana se desplazaban en lentas y recelosas manadas; de vez en cuando chillaba una cacatúa o himplaba un tigre sabledentado, un sonido como para acojonar al más bragado. El mundo era como una inmensa reserva animal todavía no domesticada por el hombre.
Tampoco había mayor necesidad.
Cuando Voro despertó, halló a Omní sentado sobre un tronco seco. Sostenía entre dos dedos una de las patas del conejo almorzado y la contemplaba, pensativo.
—¿Sabes, Voro? —dijo—. Aseguran que la pata del conejo trae suerte.
—¡Gilipolleces! —gruñó Voro.
En el nacimiento de la religión, que coincide con el nacimiento de la cocina, también había ateos.
Regresemos ahora a nuestra realidad cotidiana. De esta sencilla reconstrucción de una escena de caza paleolítica se deducen tres enseñanzas. La primera: que el mayor avance del homo erectus consistió en domesticar el fuego, lo que le permitió, además de calentarse y defenderse de las fieras, cocinar, es decir, convertir lo crudo en cocido, hacer la carne más fácil de masticar y digerir. La segunda enseñanza: que el primer asado fue el conejo al pastor, como todavía siguen haciendo los cazadores en La Mancha.
La tercera: que esa introducción del fuego en el rito nutricio convierte a la cocina en parte de la magia, es teología pura.
¿Teología? Sí, pura teología: el cocinado conduce directamente a Dios, cocinar es modificar la naturaleza, mezclar alquímicamente los elementos de la Creación, completar la obra divina, es una de las escalas para ascender a la beatitud. Esto explica que la cocina haya progresado tanto en los ambientes religiosos. Ya se ve que, desde sus mismos inicios, la cocina española es una cocina transida de creencias religiosas, de gachas en el día de los difuntos, de mantecados en las fiestas del patrón, de huesos de santo, de hornazos por Semana Santa, de teofagias y rituales alimenticios.
Los primeros españoles procedían de África y llegaron a la península a través del estrecho de Gibraltar, aprovechando que el nivel había bajado y el río marino se había reducido hasta volverse parcialmente vadeable, de islote en islote, quizá agarrados a troncos, si es que no sabían nadar.
En aquella España precomunitaria se delimitaban ya, perfectamente, las dos cocinas posibles: la de la carne, o del interior, y la del pescado, o costera. El interior estaba entonces menos esquilmado que ahora. Era una sucesión de prados y bosques poblada de una fauna variada y abundante: bisontes, osos, elefantes, caballos, ciervos, así como tigres y fieras carniceras; con los que había que andarse con mucho ojo.
Los habitantes de la costa eran empedernidos mariscadores que pasaban el día entre las piedras registrando cuevas y acantilados en busca de lapas, mejillones, navajas y se les alegraban las pajarillas cuando daban con un erizo, esa perfecta síntesis de mar. Allá donde establecían un poblado dejaban para la posteridad unos enormes depósitos de conchas vacías, un concheiro. Fuera de esta minuciosa morralla, de vez en cuando también cazaban una foca. Y no digamos de los percebes, gruesos como dedo de carpintero. Los mariscadores prehistóricos eran muy dados al percebe, tanto que luego los naturalistas no tuvieron más remedio que bautizarlo Trifinus melancolicus. Es lícito sospechar que no le hicieron ascos a caracoles e incluso a las babosas. Ganar la proteína diaria se hacía cada vez más difícil, especialmente desde que el clima se suavizó derritiendo los hielos que cubrían buena parte de Europa y la fauna mayor emigró hacia el norte en busca de tierras más frías. El nuevo ecosistema y el crecimiento de la competencia encareció considerablemente la carne. Entonces la humanidad dio un gran paso adelante al domesticar ciertos animales y cultivar algunas plantas, lo que se ha llamado la revolución neolítica.
No adelantemos acontecimientos y regresemos junto a Omní y Voro. Nuestros simpáticos cazadores y recolectores quizá no entendieran cabalmente el ciclo vegetal que posibilitaría la agricultura a sus descendientes, pero ya dominaban perfectamente la técnica más difícil de la cocina, que es el asado. Los arqueólogos han llegado a esta conclusión después de examinar las grandes hogueras paleolíticas, de cincuenta mil años de antigüedad, descubiertas en el exterior de las cuevas de El Abric Romaní, en El Vallés (Barcelona). Estas hogueras, donde se asaban las grandes piezas, no rebasaban los 280 grados, que es la temperatura ideal para asar carnes. Luego encendían otras hogueras en el interior de las cuevas que, como servían para calefacción e iluminación, alcanzaban mayor temperatura.
Después de milenios de práctica, sin duda habían aprendido a asar, y se daban buena maña en coagular la albúmina del chuletón con fuego fuerte y, una vez conseguida esa capa, que no deja escapar los jugos de la carne, la sometían a fuego suave, adecuado al grosor de la pieza, para que las grasas se carbonizaran y los azúcares se caramelizaran, como quería Camba. Esto unido a las resinas de la madera utilizada y al humo aromático de las hierbas que ardían en la hoguera, olor a campo y a bosque, compondría unos bocados exquisitos, dignos del más exigente gourmet. Si creemos el axioma de Brillat-Savarin (el animal, come; el hombre se alimenta y sólo el hombre de talento paladea), los inquilinos de El Abric Romaní poseían una buena medida de talento.
¿Es su ciencia de los asados la primera manifestación de seny catalán que registra la prehistoria? Pudiera ser, pero en todo caso no sería la única. Por ejemplo, Omní, Voro y sus contemporáneos descuartizaban la pieza en el lugar de la caza y consumían inmediatamente las costillas, allí mismo, a pie de obra, y luego cargaban con los cuartos delanteros y traseros hasta el poblado donde los esperaban, con el consiguiente alborozo, las señoras, los niños y las clases pasivas.
Durante muchos milenios, el plato único fue el asado. Solamente después de la invención de la alfarería, ya en el neolítico, anteayer como quien dice, se pudo comer la carne cocida y la sopa. La invención de la sopa es un paso gigantesco, que coloca la cocina primitiva al mismo nivel del menú clásico enunciado por Escoffier: consomé, sopa de cereales, potaje de carnes y verduras. Además, como todavía no se había inventado la cuchara, la sopa se tomaba sorbiéndola directamente del cuenco. Así resulta mucho más sabrosa, dónde va a parar. Yo comprendo que hoy los usos sociales lo prohíben y bien está, pero cuando uno se encuentra en la intimidad del hogar, sin testigos, a solas con su propia mismidad, debe tomar la sopa en taza o escudilla, no en plato, y debe tomarla a sorbetones, abrevando directamente del recipiente. Haga usted la prueba y comprobará que sabe mucho mejor y es más natural. La máxima prueba de confianza que los enamorados pueden y deben darse, después naturalmente de haber ratificado su amor en campos de pluma, es reponer fuerzas con una sopa sustanciosa sorbida alternativamente en la misma escudilla, cuidando cada uno de posar los labios donde los puso el otro.
A un buen asado, incluso a un buen cocido, le acomoda una buena bebida. Sin embargo, pasaron muchos milenios de agua de la fuente y sopa del caldero antes de que, por pura casualidad, fermentaran unos granos de cereales en su lugar de almacenamiento y se descubriera la cerveza, la más antigua de las bebidas alcohólicas. Recientemente, en excavaciones de Lérida, se han encontrado recipientes de tres mil años de antigüedad (la Edad del Bronce), que contenían restos de trigo y cebada malteados. Es decir, que en España se producía ya una cerveza espumosa, no amarga, mucho antes de que los fenicios trajeran de Oriente las técnicas del vino. También allá habían conocido antes la cerveza. La rubia bebida precede al vino en las grandes civilizaciones, es su hermana mayor.