EPÍLOGO

MÁS dotado para concluir que para prologar, terminé efectivamente la lectura de este libro delicioso hace ya algunos meses y no sentí, desde luego, ningún deseo de partir hacia el sur, hacia el calor, hacia la aventura, hacia la posibilidad de un descanso breve bajo la palmera tiesa, espantando las moscas con la única mano libre que me dejara la consulta de una vieja guía Baedeker. Disponía, es cierto, de una manoseada edición del célebre editor fechada en 1911 y titulada The Mediterranean Seaports and Sea Routes, including Madeira, the Canary Island, The Coast of Marocco, Algeria and Tunisia. Y este anacronismo prontuario no debe sorprender a quienes importamos, del entonces llamado Bachillerato, un pobre bagaje de nociones geográficas confusas cuya precariedad no excluía la retahíla de nuestras posesiones del occidente africano y del golfo de Guinea. Recitábamos extasiados en aquel entonces los nombres de Ifni, Río de Oro, Cabo Jubi, Fernando Poo, Annobón o Corisco y aún hoy estos nombres siguen despertando en nosotros una mezcla de estupor, exotismo y fastidio y que sería difícil explicar las causas.

Nos habían dicho que África era el continente del misterio y de la aventura, de las películas de la selva y los flemáticos exploradores que la recorrían entre mil peligros y sucedía que España podía considerar suya una porción de aquella película inverosímil con actores norteamericanos. Lo creíamos a pies juntillas, desde luego, pero la diferencia seguía siendo insalvable.

Nunca supimos mucho de Portugal, tan cerca y tan lejos, pero con África la cosa llegó a extremos malabáricos. Pese a la solícita guardia mora del general Franco, pese a ser ambos países ribereños del mismo Mediterráneo, pese a que los árabes dejaron más aquí de lo que se llevaron tras su morosa implantación en Hispania, África seguía siendo el país desconocido y lo de «África empieza en los Pirineos» lo más familiar que podíamos escuchar.

Si sabíamos del atraso, del paganismo, de la barbarie de sus gentes, era gracias al inefable Domund que tanto hizo por rescatarles para la fe y el progreso. Y poco más.

Tampoco sabíamos exactamente las posibles diferencias que pudieran existir entre árabe, moro, musulmán, negro o mahometano. Pero recuerdo la maravilla de un párrafo de mi Curso elemental de geografía de España en el que se describía a Guinea como una posesión algo menor que Cataluña, consignaba a los naturales como negros pamúes, bantús y bengas, para añadir, finalmente previsor, que los españoles no se aclimataban fácilmente en aquellas tierras lejanas.

Así transcurría la tarde parda y fría de invierno, monotonía de lluvia tras los cristales, en la que los colegiales bajo el franquismo no estudiábamos, soñábamos, nuestro desolador bachillerato. Y, sin embargo, ¡qué empaque parecía tener lo del Peñón de Vélez de la Gomera! ¡Qué delicia era recitar aquello de Elobey Grande y Elobey Chico!

La llamada «tradicional amistad con los países árabes» se convirtió en la reiterado «condenados a entendernos», pasando por la coloquial diplomacia del singular y plural señor Solís Ruíz que le dijo al moro en cierta ocasión y con motivo de cierta pregunta embarazosa «¡Hombre, entre andaluces…!». Y lo demás, quedó en humo.

Hoy por hoy, Marruecos es noticia por su «marcha verde», sus apresamientos de embarcaciones de pesca, sus reclamaciones de Ceuta y Melilla, pero la actualidad periodística se une generalmente al viaje que alguien próximo a nosotros emprende con el celo de iniciado en un nuevo rito. Dejamos a la amiga que se dispone a partir ilusionada hacia Túnez y, sin embargo, al cabo de un mes, cuando volvemos a encontrarla ya no responde a nuestras preguntas de cortesía sino con un lánguido «¡Ah, Túnez! ¡No, ahora acabo de regresar de Nueva York!».

El viajero ya no es hoy un intrépido, sino un apacible cliente de agencia de viajes que se empeña en andar el mundo a ritmo de reactor y que tan sólo consume sus nervios en las escalas o tratando de recuperar su equipaje, inexplicablemente facturado a Sidney cuando él intentaba que le acompañara a Malmö.

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Aunque rescatado para las historias de la literatura sólo a partir de la normalización lectora que supuso la reedición en polaco en 1958 y, en seguida, al francés, gracias a Roger Caillois, del Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804), ese especie de serpentín fantástico que hace del tiempo y del espacio una fiesta para el lector, el conde polaco Jean Potocki no debe ser considerado únicamente por los méritos que le hacen imprescindible en toda antología consagrada a la literatura fantástica.

Etnógrafo y viajero, historiador y erudito, científico y divulgador, narrador y dramaturgo, políglota y moralista, militar y político, la complejidad y riqueza de su personalidad quedaron reflejadas en las diversas obras que habrían de contribuir decisivamente al desarrollo intelectual y científico de Polonia.

Su faceta de viajero, al servicio de sus intereses etnográficos y geográficos, le llevaron a viajar por Europa, China y el norte de África. Tras la época de estudiante en Suiza recorrió, entre 1778 y 1780, Italia, Malta, Sicilia y Lampedusa, visitó Túnez y, de ahí, pasó a la para él siempre fascinante España y que tanta importancia había de tener en su obra literaria.

De 1781 a 1784 visitó Turquía, Grecia, Egipto, Albania y Montenegro. 1787 supone la visita a París y a los Países Bajos. En 1791 viaja a España, Marruecos y Portugal, vuelve a pasar por París y termina el año en Inglaterra. En 1793 conoce Alemania. En 1797 visita Viena. El Cáucaso y Ucrania serán motivos de viaje en 1800 y, tres años después, Roma le permite coincidir con el cardenal Borgia y conocer a Chateaubriand.

En 1804 toma un cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia y al año siguiente participa en la expedición científica a China con el conde Golovkine.

Su obra, muy notable, discurre por los más diversos géneros y tal vez a falta de un volumen de Memorias que pudiera permitimos seguir en detalle su ciertamente extraordinaria vida, desde el nacimiento en Polonia el 8 de marzo de 1761, hasta el suicidio perpetrado el 2 de diciembre de 1815, fecha «romántica» por excelencia, la del Congreso de Viena, en la que Potocki concluyó la tarea empezada tiempo atrás y consistente en un fino trabajo de orfebrería: pulir el asidero de una tetera de plata barroca procedente de su madre hasta conseguir darle una forma perfectamente redondeada y, después de hacerla bendecir por el sacerdote de su posesión, utilizarla como proyectil para levantarse la tapa de los sesos. El siglo de las Luces, al que Potocki representó con toda su alma y todas sus fuerzas, clausuraba románticamente una vida que le pesaba ya tanto al viejo aristócrata, como la de su azaroso y azotado país.

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Al igual que sucediera con otros itinerarios, el viaje a Marruecos se concreta en un libro redactado a partir de las notas de viaje que escrupulosamente consigna cada jornada. Nace así el Viaje al Imperio de Marruecos realizado en el año 1791; la obra en cuestión aparecerá al año siguiente publicada a expensas del autor en su propia imprenta (la Wolny Drukamia, Imprenta Libre) y en número de cien ejemplares, como es su costumbre. Escrito en forma de diario o crónica de viaje, relata su visión del Imperio de Marruecos desde su desembarco en Túnez el 2 de julio, hasta que pasa nuevamente a España el 6 de septiembre. La obra supone una cala importante como aproximación al mundo árabe de la época y trasciende lo puramente paisajístico y anecdótico para constituirse en documento insólito, pero ajustado, de la realidad.

Conservado únicamente en la Biblioteca Nadorowa de Varsovia, su traducción y difusión han sido mínimas. José Luis Cano, en la nota biográfica sobre Jean Potocki que acompaña a su traducción del Manuscrito encontrado en Zaragoza (El libro de bolsillo, n.° 236, Alianza Editorial, tercera edición, pág. 277) escribe: «Libro hoy rarísimo —no está en la Biblioteca Nacional de Madrid ni en París—. Gracias a una gestión de mi amigo George Demerson, consejero cultural de la Embajada francesa en Madrid pude examinar el ejemplar que posee la Biblioteca Nacional de Varsovia, enviado en préstamo, por mediación de la Biblioteca Nacional de París, a la Real Academia de la Historia en Madrid. Libro, además, muy curioso, que merecería una versión española. Las alusiones a paisajes y cosas de España son frecuentes».

Modélico diario de viaje, su capacidad de observación y de análisis unidas a su amplia cultura, le permiten plantear todos los temas e introducir todas las anécdotas con la sobria elegancia de una prosa de la que el siglo XVIII sigue poseyendo el secreto.

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Un libro escrito en francés, por un autor polaco, que versa sobre un país norteafricano multirracial y de lengua árabe (entre otras) y que ahora aparece traducido al castellano. La modernidad del texto me parece suficientemente demostrada.

Tal vez hubiera sido deseable que, en aras de una mayor comprensión y disfrute, del mismo, fuera éste acompañado de un extenso cuerpo de notas explicativo de cuantos términos, personajes o lances, pudiera carecer de información el curioso lector. Pero también es cierto que hubiera sido lastrar innecesariamente un texto que puede leerse como un relato. Porque tampoco es del todo casual el que si uno se acerca a la crónicas que como corresponsal de «El Globo» escribiera Baroja en 1902 —es decir, 111 años después del viaje del polaco— acerca de la guerra marroquí, descubra que apenas se observan diferencias substanciales. En la crónica de Baroja, los aduaneros siguen ejerciendo su arbitrario, pero inflexible, control sobre los viajeros, los judíos continúan sobresaltándose ante la sombría evolución de los acontecimientos y, en general, la impresión de caos y fatalidad sigue manteniéndose aún viva.

Una descripción de «las matamoros» que aparece en el texto de Potocki, combina a la perfección con una descripción de estas extrañas prisiones que realizara el «rescatador». Diego de Torres en su obra Relación del origen y sucesso de los xarifes y del eftado de los Reinos de Marruecos, Fez, Tarudate y los demas q(ue) tienen ufurpados, publicado en Sevilla en 1586: «la matamorra de los cautivos de Marruecos está mui honda debaxo de tierra, como otras que ai en aquellas tierras, pero es muy alta de paredes, con sus portales alrededor, con pilares, y encima ai unos colgadizos o açoteas descubiertas, donde se suben a tomar algún fresco o algún sol los cautivos, y vienen a estar así casi a raíz de la tierra por parte de fuera».

Yo sospecho que Marruecos, después de leído este libro, puede seguir apareciendo a los ojos de los profanos, tan lejano e inaccesible como pudiera serlo antaño, pero también es nuestra la culpa de que toda la bibliografía reciente venga en francés o en árabe y de que sea tan escasa e inoperante la producida en castellano. Marruecos nos sigue quedando tan lejos como en los tiempos de Potocki o los del esforzado reporter don Pio Baroja. Y sino, que así viaje Dios y lo vea.

José Luis Vigil

Ciurana, 25 de marzo de 1983.