CAPÍTULO XXXI — Y último

ESTAS palabras de Medgenoun hicieron gran impresión en el ánimo de Hafez, porque este tenía un hermano al que amaba tiernamente. Sus proyectos de viajes se extendían hasta las islas de Khaledán, pero renunció a ir más lejos y tres días después tomó el camino de Mossul. Bektasch se fue con él y se complació tanto del trato de aquellos dos hermanos que olvidó el convento que había fundado en Conia, la antigua Iconium. Habiéndose enterado que sus derviches iban buscándole por todas partes, decidió salir en su busca. Hafez y su hermano Sehid le acompañaron hasta la otra orilla del Éufrates; entonces se despidió de ellos y les dijo:

«Amigos míos, ya veis la desdicha de los viajes. Se conoce a los hombres por su corazón y hay que abandonarlos. Y mientras uno rompe esos vínculos nuevos, debe acudir al encuentro de los antiguos, disminuidos por la ausencia y la falta de costumbre. No me refiero sólo a mí, como errante solitario espero muy poca cosa, pero Hafez, querías ir hasta las islas de Khaledán. ¡Insensato! ¿Después de un año de penoso camino, qué hubieras encontrado? La curiosidad es tal vez de todas las pasiones la que se gasta más pronto. En seguida deja de ocupar ella sola el pensamiento del viajero y en este aparece el recuerdo de las costas de su patria. Mide la distancia y el resplandor de la alegría deja de iluminar el camino extraño que le rodea.

»Y además el viajero ¿puede pretender escapar durante mucho tiempo a la funesta influencia de los climas ardientes de los trópicos? Cuando estos se presentan y queda abatido y sin fuerzas, ni de cuerpo ni de espíritu, y teniendo aún para poder regresar a su casa que esperar que pasen las estaciones y poder cruzar los mares.

»Sin embargo, Hafez, tu querías ir hasta las islas Khaledán. Las relaciones de Simbad te inflamaron la cabeza. Ocuparon tus ocios en Bagdad, pero a tu regreso los has encontrado ocupados en otra cosa y ni siquiera han querido escucharte.

»No quieras adelantarte al tiempo, para vivir según como debe hacerse. Mira a esas gentes que se bañan en el Éufrates; no se esfuerzan en ir nadando penosamente hacia la ola que debe llegar, sino que esperan, confiados en que pasará como todas.

»Puedes hundir dos veces tu mano en la corriente del Éufrates, pero no será nunca la misma agua. Así es el tiempo.

»Adiós, Hafez, adiós, Sehid, acordaros alguna vez de Bektasch».