Epílogo

Crane limpió la maquinilla de afeitar debajo del chorro de agua caliente, se echó un vistazo a la cara en el espejo del lavabo, lo guardó todo en el neceser y volvió al dormitorio. Rápidamente se puso una camisa blanca, una corbata marrón y unos chinos de color tabaco; ropa de civil, o lo más parecido a eso que tenía la marina. Después recogió de la cómoda su identificación, una placa mayor de lo normal, y se sujetó el clip en el bolsillo de la camisa. Tras una última mirada a la habitación, metió el neceser en la maleta y la cogió de encima de la cama. Se la había dado un intendente de marina, como todo lo demás, y prácticamente no pesaba nada. «No me sorprende», pensó, porque prácticamente no había nada dentro. Lo único que había querido llevarse de Deep Storm era el centinela, aunque después de pensárselo acabó dándoselo a McPherson.

McPherson… Lo había llamado hacía unos minutos para pedirle que pasara por su despacho antes de ir a Administración.

Después de otro momento de vacilación, y de una mirada final a su alrededor, salió al pasillo, y de éste al sol de julio.

Solo llevaba tres días en la base naval George Stafford, treinta kilómetros al sur de Washington, pero ya tenía la impresión de conocer a fondo la distribución del complejo, pequeño y de alta seguridad. Cerrando un poco los ojos por la fuerza del sol, pasó al lado del garaje y del taller y llegó a una construcción gris con aspecto de hangar que recibía el simple nombre de Edificio 17. Enseñó la identificación al marine armado que vigilaba la entrada, aunque en el fondo era una formalidad, porque durante los últimos días había entrado y salido tantas veces que todo el mundo lo conocía de vista.

Por dentro, el Edificio 17 estaba muy iluminado. Como no había ningún tabique, los sonidos reverberaban como en un pabellón de baloncesto. En el centro, dentro de una zona acordonada con más marines, había un amasijo de metales retorcidos: los restos de Deep Storm, al menos las partes que se habían podido recuperar sin peligro. (La mayoría seguían en el fondo del mar, demasiado radiactivas para acercarse a ellas). Era como el rompecabezas de un gigante de pesadilla.

Al principio, cuando no había tenido más remedio que colaborar en la clasificación e identificación, Crane se había sentido superado por el horror, pero ahora lo único que le provocaba aquella visión era tristeza.

Al fondo del Edificio 17 había una serie de cubículos que se veían minúsculos en un espacio tan enorme. Cruzó el suelo de cemento hacia el que tenía más cerca, y aunque no había puerta guardó las formas llamando a la pared.

—Adelante —dijo una voz conocida.

Entró.

El mobiliario consistía en un escritorio, una mesa de reuniones y varias sillas. Vio que Hui Ping ya estaba sentada. Le sonrió. Ella también, con una sonrisa que a Crane le pareció un poco tímida. Se empezó a sentir mejor enseguida.

Desde que estaban en Stafford pasaban casi todas las horas del día juntos, contestando a infinidad de preguntas, reconstruyendo los hechos y explicando lo ocurrido (y su porqué) a un sinfín de científicos del gobierno, de oficiales del ejército y de hombres misteriosos con traje negro; si de algo había servido aquel período era para reforzar un vínculo que, visto en retrospectiva, ya había empezado a formarse en el Complejo. Crane no sabía qué le deparaba el futuro (probablemente un puesto de investigador), pero confiaba en que hubiera sitio para Hui Ping.

Detrás del escritorio estaba McPherson, atento a la pantalla del ordenador. En una punta de la mesa había una montaña de documentos clasificados, y en la otra gráficos y listados amontonados. Él centro lo ocupaba un cubo hueco de plexiglás, dentro del cual flotaba el centinela de Crane.

Crane suponía que McPherson tenía un nombre de pila, y una casa en alguna urbanización; incluso era posible que tuviese familia, pero en todo caso su hipotética vida al margen de la base naval parecía aparcada permanentemente. Crane nunca había entrado en el Edificio 17 sin que también estuviera McPherson, reunido, escribiendo un informe o consultando algo en voz baja a los científicos navales. De por sí ya era un hombre reservado y formal, pero día a día se había vuelto más distante. Últimamente tenía la manía de ver mil veces el vídeo de la última inmersión de la Canica, como cuando la gente se pasa la lengua sin cesar por una muela que le duele. Al ver qué era lo que había en la pantalla, Crane se preguntó si el Complejo había sido responsabilidad de McPherson, es decir, si en última instancia se le podía pedir cuentas de la tragedia.

—¿Le importa que me siente? —preguntó.

McPherson tardó un minuto en despegar la mirada de la grabación, que era de poca calidad. Se irguió en la silla.

—No, al contrario. —Miró a Crane en silencio. Después miró a Ping y nuevamente a Crane—. ¿Ya tienen hecho el equipaje?

Hui asintió.

—No he tardado mucho.

—Cuando hayan pasado los trámites de Administración, y les hayan hecho las entrevistas de salida, les llevará un coche al aeropuerto.

McPherson metió la mano en un cajón del escritorio. Crane supuso que sacaría más formularios para que los firmasen, pero lo que apareció fueron dos maletines de cuero negro, que McPherson les entregó con gran formalidad.

—Solo queda una cosa.

Crane vio que Hui miraba en el interior del suyo, y que abría mucho los ojos, aguantando la respiración.

Él también lo abrió. Dentro había una distinción oficial con las firmas de media docena de los almirantes de mayor rango de la Marina, y no solo eso, sino del propio presidente.

—No sé si lo entiendo —dijo.

—¿Qué hay que entender, doctor Crane? Usted y la doctora Ping averiguaron la verdad sobre la anomalía, y ayudaron a salvar la vida de al menos ciento doce personas. El gobierno siempre estará en deuda con ambos.

Crane cerró la tapa.

—¿Es para eso para lo que quería vernos?

McPherson asintió.

—Sí, y para despedirme. —Se levantó y les dio la mano—. Les están esperando en Administración.

Se sentó y siguió mirando el monitor.

Hui se levantó, pero antes de llegar a la salida del cubículo se volvió a esperar a Crane. Él se levantó despacio, mirando a McPherson y la pantalla. Reconocía la imagen de Korolis inclinado hacia el visor de la Canica, y la de Flyte manipulando el brazo robot. McPherson tenía el volumen bajo. Aun así, Crane reconoció la vocecita de pájaro de Flyte: «Es un vertedero de armas, producto de alguna carrera armamentística intergaláctica…».

—No le dé más vueltas —dijo en voz baja.

McPherson dio un respingo y lo miró.

—¿Cómo?

—Digo que no le dé más vueltas. Ya es agua pasada.

McPherson volvió a mirar la pantalla. No había contestado.

—Fue una tragedia, pero ya ha pasado. No hace falta preocuparse de que otros accedan al yacimiento. Ningún gobierno extranjero podría acercarse al nivel excavado. Es demasiado radiactivo.

McPherson seguía sin contestar. Parecía debatirse interiormente.

—Ya me imagino qué le corroe —dijo suavemente Crane—: la idea de que haya un vertedero de armamento de esta magnitud y este poder de destrucción enterrado en nuestro propio planeta. A mí también me preocupa, pero siempre me digo que los que sepultaron todos esos aparatos también tienen poder para protegerlos y garantizar que no los toque nadie. Korolis lo averiguó de la peor manera. Lo demuestra el vídeo que está mirando.

McPherson dio otro respingo y volvió a mirar a Crane como si en su fuero interno hubiera tomado alguna decisión.

—No es lo que me preocupa.

—¿Entonces?

Señaló la pantalla.

—Ya ha oído a Flyte. Dijo que era un vertedero de armas, un cementerio lejos de todo, destinado al mayor de los olvidos.

—Sí

McPherson puso los dedos en el teclado e introdujo una orden. La grabación empezó a reproducirse a la inversa, con los personajes moviéndose al revés por la pantalla, aceleradamente. Después volvió a la reproducción normal. Crane escuchó la conversación grabada: «… Dos agujeros negros orbitando muy cerca el uno del otro… a una velocidad vertiginosa… uno de materia y el otro de antimateria… si se eliminara la fuerza que los mantiene en órbita… la explosión destruiría el sistema solar…».

McPherson detuvo la reproducción y cogió un pañuelo de papel de la caja que tenía sobre la mesa para secarse los ojos.

—Nosotros también tenemos vertederos para nuestras armas nucleares obsoletas —dijo en voz baja.

—Como Ocotillo Mountain. Asher lo estaba investigando. Por eso pudimos…

—Verá, doctor Crane —le interrumpió McPherson—, lo que me hace pasar las noches en vela es lo siguiente: nosotros antes de enterrar las armas viejas las desactivamos.

Crane lo miró sin decir nada, procesando lo que acababa de decir.

—No estará pensando que… —empezó a decir Hui, pero no terminó la frase.

—¿Lo que está enterrado debajo del Moho? —preguntó McPherson—. Pues sí. Miles de aparatos. De aparatos activos. Armas inimaginables, agujeros negros trabados en órbitas muy rápidas… Para desactivar el arma solo hay que desacoplar cada pareja para que nunca se toquen, ¿verdad? —Se inclinó hacia la mesa—. Pues ¿por qué no lo han hecho, si solo es un vertedero?

—Porque… —Crane notó que se le había secado la boca de golpe—. Porque no las han puesto fuera de servicio.

McPherson asintió muy despacio.

—Puede que me equivoque, pero no creo que sea un vertedero.

—Cree que es un almacén en activo —dijo lentamente Crane.

—Escondido en un planeta inútil —respondió McPherson—, hasta que…

No acabó la frase. No hacía falta.

Crane y Ping cruzaron despacio el resonante hangar; pasaron al lado de los restos del Complejo hacia la salida de seguridad de la pared del fondo. Mientras caminaban, Crane no tuvo más remedio que pensar en el testimonio puesto por escrito seiscientos años atrás por Jón Albarn, el pescador danés: «Apareció un agujero en el cielo, y por ese agujero se mostró un Ojo gigante envuelto en llamas blancas…».

Una vez cruzada la salida de seguridad, pisaron el asfalto bajo una luz inclemente. El sol era una bola de fuego en un campo cerúleo de principio a fin. Al levantar la vista al cielo, Crane se preguntó si sería capaz de volver a mirarlo como antes.