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Todo era un atropello de salas y cubículos, y un murmullo de preguntas. Alguien le enfocó una luz muy fuerte en los ojos, primero el izquierdo y después el derecho. Le pusieron en los hombros un pesado albornoz de toalla. Después, con la circularidad de los sueños, Crane se halló nuevamente en la biblioteca de Storm King, solo, frente a la misma pantalla de ordenador de hacía doce días, la tarde de su llegada.

Se humedeció los labios. Quizá fuera un sueño. Quizá no hubiera sucedido de verdad y fuera todo una monumental fabulación de su cerebro, que empezaba llena de luz y de promesas, pero que lentamente derivaba en pesadilla. Ahora volvería la conciencia. La ilusión se desmoronaría como una vieja mansión, la razón camparía de nuevo por sus fueros y todo el edificio quedaría en evidencia como lo que era, un sueño sin pies ni cabeza.

De pronto se encendió la pantalla y apareció un hombre de aspecto cansado, sentado a una mesa, con traje oscuro y gafas sin montura. Entonces Crane supo que no era un sueño.

—Doctor Crane —dijo el hombre—, me llamo McPherson. Tengo entendido que el almirante Spartan le dio mi tarjeta.

—Sí.

—¿Está solo?

—Sí.

—Pues entonces le propongo empezar por el principio. No se deje nada.

Crane expuso lenta y metódicamente los acontecimientos de las últimas dos semanas. En general McPherson escuchaba sin moverse, aunque hizo algunas preguntas por las que supo que no todo era nuevo para él. Cuando el relato de Crane tocaba a su fin (la confirmación de la teoría de Asher, los actos de Korolis y el reencuentro con Spartan), la expresión de cansancio de McPherson se acentuó. Fue como si se oscurecieran las bolsas de sus ojos, mientras se le encorvaban los hombros.

Crane se calló; la sala se sumió en un profundo silencio. Al cabo de un rato McPherson salió de su ensimismamiento.

—Gracias, doctor Crane.

Cogió el mando a distancia que tenía al lado y se dispuso a interrumpir la conexión por vídeo.

—Un momento —dijo Crane.

McPherson lo miró.

—¿No puede decirme nada sobre los saboteadores? ¿Qué sentido tiene lo que hicieron, para empezar?

McPherson sonrió cansadamente.

—Me temo que podría haber muchas razones, doctor Crane, pero sí, en respuesta a su pregunta le diré que puedo explicarle algunas cosas. Resulta que hemos estado investigando sus canales de comunicación, como tenía planeado Marris, y que hace menos de una hora ha sido detenida una persona en Storm King.

—¿Aquí? —dijo Crane—. ¿En la plataforma?

—El contacto de la doctora Bishop. Aún no lo sabemos todo, pero sí que se trata de un grupo de ideólogos profundamente contrarios a los intereses de Estados Unidos y empecinados en neutralizar nuestra capacidad de protegernos. Recluta a la mayoría de sus miembros en universidades, como se hacía con los espías de Cambridge: Kim Philby, Guy Burgess… Gente joven, impresionable y llena de nobles ideales, a la que es fácil influir y explotar. El grupo tiene muchos medios, aunque todavía no sabemos si su financiación es gubernamental, de algún país extranjero, o privada. Ya nos enteraremos. En todo caso su objetivo era impedirnos tomar posesión de la tecnología que había bajo el fondo del mar.

Una breve pausa.

—¿Y ahora qué? —preguntó Crane.

—Se quedarán unos días con nosotros, usted, la señorita Ping y algunos de los demás, y al final de la investigación podrán irse libremente.

—No, me refería al proyecto, a Deep Storm.

—Ya no hay proyecto, doctor Crane. Deep Storm ya no existe.

McPherson se quitó las gafas, se frotó los ojos y cortó la llamada.

Crane salió de la biblioteca y caminó por un triste pasillo de metal; pasó al lado de un despacho donde algunas personas hablaban en voz baja. También vio a una mujer sentada a la mesa de otro despacho, con las manos juntas y la cabeza inclinada, como si meditara o rezara. Reinaba un estado general de choque. Se cruzó con un técnico que iba despacio, como si no tuviera adonde ir.

Abrió la escotilla del final del pasillo. Al otro lado, más allá de la baranda metálica de la pasarela, un océano de un azul casi negro se perdía en el infinito. Respirando el aire del mar, subió por varias escaleras hasta llegar al último nivel de la superestructura. Al lado del helipuerto se agrupaban cerca de una docena de supervivientes de Deep Storm, esperando que llegase de Islandia el helicóptero de AmShale. A cierta distancia del grupo había un hombre con las manos y los pies esposados, encadenado a un montante. Lo rodeaban dos marines armados.

Al borde de la plataforma había una figura solitaria, la de Hui Ping, con la mirada perdida en la distancia, viendo cómo se hundía el sol entre las olas crespas. Crane se acercó. Tardaron un poco en hablar. Abajo, muy abajo, entre el brillo de petróleo que lamía los pilares de la plataforma, dos botes de la marina circulaban por una mancha de escombros cada vez más grande, parándose de vez en cuando a pescar algún objeto.

—¿Ya está? —acabó diciendo Hui.

—De momento sí.

—¿Y ahora?

—El gobierno nos alojará durante un par de días, y luego supongo que nos iremos a casa. A intentar seguir como antes.

Hui se puso un mechón de pelo en su sitio, detrás de la oreja.

—Lo he estado analizando y creo que entiendo la razón de que la doctora Bishop matara a Asher. Cuando se enteró de que él y Marris estaban buscando los canales de comunicación del saboteador, debió de parecerle que no tenía alternativa. No podía dejar que la parasen antes de tiempo.

—Sí, yo lo veo igual. Asher me contó que había puesto sobre aviso a todos los jefes de departamento, incluida ella. Firmó su propia sentencia de muerte.

—Sin embargo, hay algo que no entiendo: por qué aún estamos todos aquí.

Crane se volvió hacia ella.

—¿Qué quieres decir?

—El Complejo fue destruido por una gran explosión, señal de que Korolis debió de llegar hasta la anomalía. Si teníamos razón sobre lo de debajo, ¿por qué aún tenemos un planeta donde apoyarnos? —Hui señaló el cielo—. ¿Por qué aún veo Venus sobre el horizonte?

—Yo también lo he estado pensando, y la única explicación que se me ocurre está relacionada con las medidas de seguridad activas de las que hablamos tú y yo.

—Es decir, que la explosión que destruyó el Complejo era una especie de mecanismo protector.

Crane asintió.

—Exacto, para impedir que se llegara al almacén; una explosión descomunal, no se puede negar, pero insignificante en comparación con lo que habría pasado sin esa medida.

Guardaron silencio. Hui seguía contemplando el horizonte.

—Es bonita esta puesta de sol —dijo al fin—. ¿Sabes que abajo hubo un momento en que pensé que ya no vería ninguna más? De todos modos…

Suspiró y sacudió la cabeza.

—¿Qué?

—No puedo remediarlo. Estoy un poco decepcionada. De que ya no volvamos a ver esa tecnología, digo. Lo poco que conocimos era… maravilloso.

Crane no contestó enseguida. Se situó de cara a la baranda y metió la mano en el bolsillo.

—Bueno, yo no estaría tan seguro…

Esta vez fue Hui quien lo miró.

—¿Porqué?

Crane sacó lentamente la mano. Tenía en la palma una probeta de plástico con un tapón rojo de goma, que parpadeaba en la luz naranja del crepúsculo. Lo que flotaba perezosamente en su interior resplandecía de extrañas y mágicas promesas.