La tuneladora y el Gusanito ya estaban guardados en el apartadero lateral. El brazo estabilizador se había desplegado para mantener la posición de la Canica Tres por encima de la anomalía. Eran los últimos pasos, tantas veces simulados, y a la hora de la verdad ejecutados de forma impecable. En adelante actuarían como cirujanos, sin usar nada más que aire comprimido y los brazos robot. Dentro de la Canica reinaba un silencio sepulcral.
—Otra vez —susurró Korolis—. Suave. Suave.
—Sí, señor —respondió Rafferty en otro susurro.
Se comunicaban los tres con miradas y breves murmullos. Incluso el doctor Flyte parecía afectado por la fascinación del momento. Korolis se secó una vez más la capa de sudor de la cara, antes de pegar los ojos al minúsculo visor. Se respiraba una especie de sentimiento de reverencia, como si fueran arqueólogos excavando una tumba sagrada. Nada quedaba de la atroz migraña de Korolis, ni de la extraña película metálica que cubría su lengua.
Vio que Rafferty lanzaba otro chorro de aire comprimido hacia el fondo del agujero. Un pequeño remolino de sedimentos y gabros sueltos invadió el resplandor amarillo de la luz exterior de la Canica, absorbido de nuevo con gran rapidez por la unidad aspiradora.
—Con cuidado —murmuró Korolis—. ¿A qué distancia estamos?
—Ya hemos llegado, señor —contestó Rafferty.
El comandante se concentró otra vez en la pantalla.
—Otro chorro —ordenó.
—Sí, señor, otro chorro.
Comprobó que otra corriente de aire comprimido salía despedida hacia el fondo del nivel excavado. Mientras tanto, en un lado y el otro, veía cómo se balanceaban sin cesar las colas luminosas de los grandes centinelas, cuyos tentáculos seguían perezosamente el movimiento del agua. Eran como el público de un espectáculo. ¿Por qué no? En el fondo les correspondía estar ahí. No solo habían ido a presenciar el triunfo de Korolis, sino a guiarlo por el fabuloso tesoro tecnológico que le esperaba. No era casualidad que el comandante participase en la excavación más decisiva. Era el destino.
—Otra vez —susurró.
Otro chorro de aire, y otro remolino de materia gris. La pantalla se despejó enseguida, en cuanto la unidad aspiradora absorbió las partículas. Korolis asió los controles con más fuerza.
Sonó una voz por la radio de su panel de control.
«Canica Tres, aquí Control de Inmersión. Por favor, informen de…».
Korolis bajó la mano sin apartar la vista de la pantalla y apagó el altavoz. Empezaba a ver algo, un verde intenso con cierto reflejo metálico.
—Uno más —dijo—. Mucho cuidado, doctor Rafferty. Con pies de plomo.
—Sí, señor.
Una onda de aire comprimido cruzó el agua oscura bajo la Canica. Otra confusión de partículas grises y marrones, que al despejarse dejó a Korolis boquiabierto.
—Dios mío —musitó.
El sistema de aire comprimido había limpiado la base del conducto, dejando a la vista una superficie lisa como un cristal. A Korolis, que seguía pegado al visor, le recordó cuando se quita el polvo de una mesa soplando. Al otro lado había una falsa impresión (al menos supuso que era falsa) de profundidad casi infinita, algo negro y sin fondo. A pesar de que la superficie cristalina reflejaba el foco, tuvo la impresión de percibir otra fuente de luz, tenue y extraña, por debajo de la corona iluminada.
Los grandes centinelas que flanqueaban la Canica se habían puesto nerviosos. Ya no se conformaban con flotar con la corriente, sino que iban y venían por el estrecho diámetro del túnel.
—Apague la luz —dijo Korolis.
—¿Señor?
—Que apague la luz, por favor.
Ahora lo veía más claro.
Flotaban sobre una enorme cavidad cuya parte visible era ínfima. Lo que no podía saber Korolis con certeza era si estaba hueca o llena de la superficie vidriosa que tenían justo debajo, como cuando se llena un agujero de pega. De aquella oscuridad de terciopelo, la única impresión clara que se recibía era de una profundidad extraordinaria.
Pero no… Muy abajo apareció una lucecita, que Korolis, hipnotizado y casi sin respiración, vio crecer lentamente.
Se acercaba.
—¡Señor! —dijo Rafferty, tenso, rompiendo por una vez su habitual contención.
Korolis lo miró.
—¿Qué ocurre?
—Ya no emiten las señales.
—¿Ha recuperado plenamente el control? —preguntó Korolis.
—Sí, señor, incluidos los sistemas inalámbricos y de control remoto, y los sensores: de ultrasonidos, de radiación, el magnetómetro… Todo.
El comandante se volvió hacia la pantalla.
—Se están haciendo ver —murmuró.
La luz estaba más cerca. Reparó en que temblaba un poco, pero no a la manera perezosa y ondulante de las siluetas de los centinelas, sino con una pulsación muy marcada, casi brusca. Su color no se parecía a nada que hubiera visto Korolis hasta entonces. Era una especie de profundo resplandor metálico, como una luz negra reflejada en una hoja de cuchillo. Le pareció poder sentir su sabor tanto como su aspecto. Era una sensación inquietante, que por alguna extraña razón hizo que se le erizara el vello de la nuca.
—¡Señor! —volvió a decir Rafferty—. Detecto radiaciones que llegan desde abajo.
—¿Radiaciones de qué tipo, doctor Rafferty?
—De todo tipo, señor. Infrarrojos, ultravioletas, gamma, radio… Los sensores se están volviendo locos. Es un espectro que no reconozco.
—Pues analícelo.
—Sí, señor.
El ingeniero se volvió hacia sus instrumentos y empezó a introducir datos.
Korolis miró otra vez por la pantalla. El objeto luminoso seguía elevándose de la profunda oscuridad. Su extraño color se intensificó. Tenía forma tórica, y su silueta palpitaba con más y más fuerza. De repente, mientras lo contemplaba con la boca abierta, su rielar sobrenatural despertó un recuerdo de infancia que llevaba mucho tiempo dormido. A los ocho años, durante un viaje a Italia con sus padres, asistió a una misa oficiada por el Papa en la basílica de San Pedro, y al ver que el pontífice levantaba la ostia hacia los fieles sintió una especie de descarga eléctrica. Por alguna razón, la opulencia de aquel espectáculo hizo que quedara grabada por vez primera en su joven conciencia toda la importancia del gesto. Lo que les ofrecía el pontífice desde su tabernáculo era el mayor regalo imaginable, el santísimo misterio de la ostia consagrada.
Lejos quedaba, por supuesto, cualquier vestigio de interés por parte de Korolis hacia la religión organizada, pero al contemplar aquel objeto brillante, aquel portento, sintió la misma mezcla de emociones. Era uno de los elegidos, y tenía ante sí el ofrecimiento que le hacían las más altas instancias, el más prodigioso de los dones.
Tenía la boca seca. Volvía a notar cierto sabor a cobre.
—¿Alguien quiere mirar? —preguntó con voz ronca.
Rafferty seguía encorvado ante el ordenador. El doctor Flyte asintió con la cabeza y se deslizó por la exigua cabina hasta colocarse delante del visor. Al principio no dijo nada. Después movió un poco la mandíbula.
—«No luz, sino tiniebla visible» —murmuró.
De pronto Rafferty levantó la cabeza.
—¡Comandante! —exclamó—. Esto tiene que verlo.
Korolis se inclinó hacia la pantalla, donde había dos imágenes, dos barullos de líneas estrechas y verticales.
—Al principio no podía identificar el espectro de radiación electromagnética —dijo Rafferty—. No tenía sentido. Parecía imposible.
—¿Porqué?
Korolis seguía mirando el visor de reojo. Era más fuerte que él.
—Porque los espectros contenían longitudes de onda tanto de materia como de antimateria.
—No puede ser. La materia y la antimateria no pueden coexistir.
—Exacto, pero ¿ve el objeto de la pantalla? Pues según los sensores está compuesto de ambas cosas. Entonces he separado la signatura de la materia de la de la antimateria y me ha salido esto.
Rafferty señaló la pantalla del ordenador.
—¿Qué es?
—Radiación de Hawking, señor.
La respuesta hizo que el doctor Flyte se volviera, sorprendido.
—¿Radiación de Hawking? —repitió Korolis.
Rafferty asintió con la cabeza. Se le había cubierto la frente de sudor, y le brillaban los ojos de manera extraña.
—Es la radiación térmica que emana de los bordes de un agujero negro.
—Me está tomando el pelo.
El ingeniero sacudió la cabeza.
—Cualquier astrofísico reconocería el espectro a simple vista.
Korolis sintió que su creciente euforia se empezaba a diluir en incredulidad.
—¿Me está diciendo que lo que tenemos delante es un agujero negro? ¿Compuesto a la vez de materia y de antimateria? Imposible.
Flyte, que había vuelto a mirar por el visor, se apartó con los ojos azules muy brillantes en su cara pálida.
—Ehui! Creo que ya lo entiendo.
—Pues haga el favor de explicarlo, doctor Flyte.
—Señores, señores, el objeto de forma tórica que hay aquí abajo no es un solo agujero negro, sino dos.
—¿Dos? —repitió Korolis, cada vez más incrédulo.
—¡Sí, dos! Imagínese dos agujeros negros (pequeñísimos, del tamaño de una canica, como si dijéramos) orbitando muy cerca el uno del otro. Orbitan a una velocidad vertiginosa, mil por segundo o más.
—¿Cómo orbitan? —preguntó Korolis.
—Eso no lo sé ni yo, comandante Korolis. Debe de mantenerlos en órbita alguna fuerza, alguna tecnología que no entendemos. Al ojo le parecen un solo cuerpo, pero los instrumentos de Rafferty detectan que emiten radiación de Hawking tanto de materia como de antimateria.
—Pero en realidad son dos entidades distintas —dijo Korolis.
—¡Claro! —musitó Rafferty—. Tal como indican los datos de espectro individuales de mi ordenador.
Korolis lo entendió de repente. Se trataba de algo que tenía a la vez una potencia inimaginable y una elegante sencillez. Recuperó la euforia.
—Dos agujeros negros —dijo, hablando solo—. Uno de materia y el otro de antimateria. Juntos pero sin tocarse. Y si se eliminara la fuerza que los mantiene en órbita… o se apagara, como quien dice…
—Chocarían la materia y la antimateria —dijo Rafferty, muy serio—. Conversión total de la materia en energía. Desprendería más energía por unidad de masa que cualquier otra reacción conocida por la ciencia.
—Déjeme verlo.
Korolis tomó el lugar de Flyte ante el visor. Le latía con fuerza el corazón, y sus manos resbalaban en los controles. Contempló con reverencia la cosa que brillaba y palpitaba bajo ellos.
Al principio de la inmersión sus esperanzas eran descubrir una tecnología nueva y reveladora, algo tan impresionante y abrumador que asegurase la supremacía de Estados Unidos, pero ahora su éxito sobrepasaba cualquier expectativa, incluso la más descabellada.
—Una bomba —susurró—. La mayor bomba del universo. Y cabe en una caja de cerillas.
—¿Una… bomba? —dijo Rafferty con cierta preocupación, incluso miedo—. Señor, lo que vemos no tiene ninguna utilidad como arma.
—¿Por qué? —dijo Korolis sin apartar la vista de la pantalla.
—Porque no podría utilizarse. Si chocasen los dos agujeros negros la explosión sería apabullante, destruiría el sistema solar.
Pero Korolis ya no lo escuchaba. La razón era que de repente la oscuridad infinita del visor había empezado a sufrir cambios sutiles.
En vez de la negrura impenetrable de antes, con la luz temblorosa del objeto como única referencia, había un vago resplandor que bañaba el espacio. Era como la luz que anuncia el alba; lo que revelaba dejó a Korolis sin aliento. La matriz iluminada que se extendía bajo ellos no contenía un solo objeto, sino centenares, o miles. Los más cercanos brillaban con la misma luz extraña y sobrenatural, mientras que los del fondo eran simples puntitos, difíciles de distinguir. Y en todas partes había centinelas con sus tentáculos flotando, eternamente vigilantes.
Era un premio más allá de cualquier esperanza, fantasía o medida.
Korolis se apoyó en el respaldo, se pasó el dorso de la mano por los ojos para enjugarse el sudor y volvió a inclinarse.
—Vuelva a su puesto —ordenó a Flyte—. Prepare el brazo robot.
El ingeniero cibernético parpadeó.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Que prepare el brazo robot. Extiéndalo un metro hacia abajo.
—Pero entrará en contacto con la superficie de…
—Exacto.
Tras una pausa intervino Rafferty.
—Disculpe la pregunta, señor, pero ¿está seguro de que es prudente, teniendo en cuenta la aparente naturaleza de…?
—Quiero comunicarles que aceptamos el regalo.
Otra pausa. Flyte volvió a su puesto murmurando algo en griego y cogió el mando del brazo.
Korolis vio por la pantalla que el brazo robot se hacía visible bajo la Canica. Avanzó con inseguridad y algunas sacudidas, con un dedo de acero extendido. Una vez más se despertó el recuerdo infantil del viaje a Roma. Recordó haber mirado el techo de la Capilla Sixtina con la boca muy abierta ante la representación de la creación de Adán por el pincel de Miguel Ángel, los dedos de Dios y el hombre a punto de tocarse… el momento inicial de la vida… el nacimiento de un universo…
El brazo entró en contacto con la superficie vítrea, que se hundió un poco, como gelatina transparente.
Korolis tuvo la impresión de oír las notas de un canto, como el vago susurro de un coro sobre una lejana montaña. «Así es tocar la eternidad…».
Los dos centinelas que flotaban a los lados de la Canica desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. De pronto ya no estaban; eran tan solo un fantasmal recuerdo. Ante los ojos de Korolis surgió una intensa luz en las profundidades de la cavidad. Tenía el resplandor dorado de un pequeño sol. De repente su poderosa luz descubrió todos los secretos del profundo espacio. Korolis se quedó atónito al ver revelada su enormidad real, y el número pasmoso, abrumador, de objetos que contenía.
Era un alijo mortal, capaz de poner en peligro todo el cosmos.
—¿Para qué necesitan miles, si solo con uno ya se puede borrar todo un sistema solar? —murmuró.
En el súbito silencio, Flyte hizo una pregunta:
—¿Sabe por qué está en tan mal estado el Partenón?
Era tan rara que Korolis no tuvo más remedio que volverse hacia el viejo.
—Por los turcos —siguió explicando Flyte con la misma seriedad—. En el siglo XVIII lo usaron para guardar municiones, y lo reventó un proyectil perdido. Esto es lo mismo, comandante. Es un vertedero de armas, producto de alguna carrera armamentística intergaláctica. Algo muy superior a nuestra comprensión técnica.
—¡Qué tontería! —dijo Korolis—. ¿Ha estado hablando con el doctor Crane?
—Me temo que no es ninguna tontería. La intención de todo esto no es que lo descubriéramos nosotros. Estas armas se enterraron para que no las encontrase ni las usase nadie. Porque podrían destruir literalmente no solo el mundo, sino esta parte del universo.
—¡Señor! —dijo Rafferty—. Recibo datos muy extraños.
—¿De qué tipo?
—Nunca los había visto. Una identificación energética totalmente desconocida, que se acerca a una velocidad brutal.
—«Cual generación de hojas, asimismo es la generación de los hombres —recitó Flyte en voz baja y lúgubre, como si fuera un canto fúnebre—. Y la estación de la primavera nos va a sobrevivir».
Al volverse hacia el visor, Korolis vio que el sol que había aparecido bajo ellos ya no era tan pequeño. El canto aumentó de intensidad hasta convertirse en un grito sobrenatural. Poco después, Korolis se dio cuenta de que el objeto parecido a un sol se movía, dejando atrás a tal velocidad los centinelas y los objetos, o bombas, que parecían simples manchas de color. Por unos instantes su obstinada trayectoria le recordó un misil antiaéreo. Al acercarse y volverse más nítido, dejó de parecerse a nada conocido; corría, lanzado hacia él por el vacío, creciendo y creciendo hasta que su luz ardiente llenó todo el visor, erizado de llamas, lenguas de un fuego abrasador y deslumbrante, como virutas derretidas…
… Y al momento siguiente, cuando rodeó la Canica Tres y estalló túnel arriba, vaporizando la carne de Korolis y carbonizando sus huesos en menos de una milésima de segundo, ya no hubo tiempo de sentir sorpresa, miedo, ni siquiera dolor.