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—Faltan seis minutos para el nivel excavado, señor.

—Gracias, doctor Rafferty.

El comandante Korolis cambió de postura en la silla del piloto; mostró su satisfacción con un gesto de la cabeza, y lanzó una mirada de beneplácito al técnico de inmersión. Aparte de ser un hombre que demostraba una gran lealtad hacia él, era uno de los mejores científicos militares del Complejo, físico de formación. Le había elegido él personalmente, y era de plena confianza. Para aquella inmersión nada era demasiado bueno.

El descenso número 241 había empezado. Esta vez no habría fallos.

Korolis echó otro vistazo a los mandos. Se había acostumbrado a ellos tras una docena de sesiones de simulador. De hecho no se diferenciaban demasiado de los de un submarino. No habría sorpresas.

Mientras miraba los indicadores, una punzada en las sienes le arrancó una mueca de dolor. Lástima no haberse acordado de coger algunos Tilenol antes de subir a bordo. Se irguió para ahuyentar el dolor. Aquel momento no se lo estropearía ningún dolor de cabeza.

Se volvió hacia Rafferty.

—¿Estado del Gusanito?

—Excelente.

Todo iba como una seda. En pocos minutos llegarían al nivel excavado, y a partir de ahí, con un poco de suerte, pronto… Pronto…

Habló otra vez con Rafferty.

—¿Han confirmado los valores?

—Sí, señor. Según los datos del sensor de la Canica Dos durante la última inmersión, la capa oceánica está en penetración máxima.

Penetración máxima. Lo habían conseguido. Habían perforado la tercera capa de la corteza terrestre, la más gruesa.

No, no habría sorpresas, salvo la más importante: las riquezas ocultas allá abajo, en la discontinuidad de Mohorovicic.

Tenían razón los que decían que el precio de la libertad era la continua vigilancia, pero Korolis sabía que la verdad era mucho más compleja. No bastaba con estar alerta, sino que había que actuar, coger el toro por los cuernos. Si se presentaba la oportunidad, había que aprovecharla, fuera cual fuese la dificultad. Estados Unidos estaba solo. Era la única superpotencia que quedaba, y el resto del mundo se alineaba en contra de ella esperando que cayese; unos por celos y otros por odio. Los gobiernos hostiles estaban sangrando al país con el déficit comercial, al mismo tiempo que engrosaban sus ejércitos y refinaban sus armas de destrucción masiva. En un clima tan poco halagüeño era deber de Korolis (y de todos) hacer lo necesario para velar por la continuidad del poder de Estados Unidos.

El armamento nuclear cada vez estaba más extendido por el mundo. Ya no bastaba con tener bombas atómicas para intimidar, impresionar o mantener a raya. Ahora hacía falta algo nuevo, de un poder tan aterrador que garantizase la preeminencia de Estados Unidos indefinidamente.

Lo cual significaba usar todos los medios necesarios para obtener la energía capaz de mantener al país al frente del pelotón. Tecnología que ahora tenían bajo sus pies. Una tecnología capaz de transmitir mensajes desde debajo de la corteza terrestre. Y de almacenar cantidades casi infinitas de energía en un objeto iridiscente de tamaño irrisorio.

La idea de dejar pasar una tecnología semejante era inconcebible; la de que se la quedaran otros, inaceptable.

—Faltan cuatro minutos —dijo Rafferty.

—Muy bien.

Korolis dejó de mirar al técnico para fijarse en el tercer ocupante de la Canica Tres, aquel viejo nervudo de rebelde pelo blanco, el doctor Flyte, que por una vez permanecía callado. Su presencia en el Complejo había sido una necesidad inoportuna. Como principal autoridad en cibernética y miniaturización, era la única persona que podía diseñar un brazo robot tan complejo como el que usaba la Canica. Pero aparte de un genio, era un excéntrico, y un riesgo para la seguridad, al menos a juicio de Korolis. Por todo ello su presencia en el Complejo había sido mantenida en secreto, podía decirse que contra su voluntad. Parecía la mejor solución. Aparte de impedir que el buen hombre, llevado por su natural locuacidad, hablara con quien no debía, la presencia de Flyte en el Complejo le permitía ocuparse del mantenimiento de los brazos robot y enseñar a otras personas su complejo funcionamiento.

Korolis cambió de postura. Había elegido a Flyte para aquella inmersión por la misma razón que a Rafferty, para tener a los mejores. Y ¿quién mejor para llevar los controles del brazo robot que su inventor?

Sufrió otra dolorosa punzada en las sienes, que omitió a fuerza de voluntad. No pensaba dejar que nada le impidiese llegar hasta el final de la inmersión. No permitiría que la fragilidad humana obstaculizase su labor. Estaba a punto de ocurrir algo de enorme importancia.

Por ello, lo más adecuado era que bajara él en persona a hacer el descubrimiento. A fin de cuentas no podía confiar en nadie más. El almirante Spartan había demostrado ser un hombre de una debilidad peligrosa, y no era el momento de ablandarse ni de dudar, dos defectos en los que Spartan incurría últimamente; demasiado para poder seguir al timón de una operación de capital importancia.

Los últimos días habían convencido a Korolis de que el almirante no estaba capacitado para el mando. La sorpresa, por no decir consternación, que había expresado ante la muerte de Asher (el mayor obstáculo que se interponía en el camino de ambos) no había sido más que el primer indicio, sin olvidar su dolor poco viril ante lo sucedido en la Canica Uno, que no dejaba de ser una simple baja de guerra. Ahora bien, lo que ya no podía tolerarse era la disposición del almirante a prestar oídos a las envenenadas y traicioneras palabras de Peter Crane.

Korolis frunció el ceño al pensar en Crane. Se había dado cuenta de que daría problemas desde el primer día, en el centro médico. Vigilar su camarote y espiar su larga conversación con Asher no había hecho más que confirmar sus sospechas. Tanta palabrería cobarde sobre el riesgo, sobre suspender la misión… Debería haber bastado con borrar el disco duro de Asher, de lo que se había ocupado él personalmente (y con aislar a Hui Ping, otra persona no menos sospechosa, a fin de que no pudiera ayudarlo a recuperar los datos) para evitar que las ideas descabelladas del viejo loco, sus teorías alarmistas, no se contagiasen a los demás. ¿Cómo podía saber Korolis que el cabrón de Crane sería capaz de recuperar los datos? Eso si realmente los había recuperado, y no era todo una mentira, porque holgaba decir que era capaz de todo…

Se tranquilizó pensando que a esas horas ya debía de estar en el calabozo. Habría tiempo de sobra para ocuparse de él.

Se encendió la radio.

«Control de Inmersión a Canica Tres».

Korolis cogió el micro.

—Adelante, Control de Inmersión.

«Señor, tenemos que informarle de una situación».

—Adelante.

«Hace un momento ha temblado el Complejo, y parece que ha sido a causa de una explosión».

—¿Una… explosión?

«Sí, señor».

—¿Qué tipo de explosión? ¿Un fallo técnico? ¿Una detonación?

«En este momento todavía no se sabe, señor».

—¿Localización?

«Nivel ocho, señor».

—¿Situación actual?

«Aún no hemos recibido ningún informe de daños, señor. Los detectores automáticos no funcionan, y la situación todavía es fluida. Se ha recuperado totalmente el suministro eléctrico. Parece ser que hay algunos problemas con los controles ambientales. Se han enviado brigadas de control de daños y rescate, y estamos esperando informes».

—Pues envíenmelos en cuanto los reciban. Mientras tanto, que el jefe Woburn haga un reconocimiento al frente de su propio escuadrón.

«Sí, señor».

—«Hades, ciertamente, inexorable es, e inflexible» —dijo el doctor Flyte, como si hablara solo, y empezó a recitar algo en voz baja (supuso Korolis que en griego antiguo).

—Cambio y corto.

Korolis dejó el micro en su sitio. Se podía contar con que Woburn se enfrentaría adecuadamente a la situación. Tanto él como sus hombres habían sido escrupulosamente seleccionados por su responsabilidad y su entrega al comandante, forjada durante años en un sinfín de misiones clandestinas.

Comprendió que en el fondo siempre había sabido que sería así, que necesitaría la lealtad y el apoyo del destacamento negro, y que en el momento decisivo sería él quien estaría dentro de la Canica para recoger el premio.

Rafferty lo miró desde su silla.

—Dos minutos para el nivel excavado.

—Ponga en marcha la tuneladora.

Korolis se volvió hacia el viejo.

—Doctor Flyte…

El ingeniero cibernético se calló y lo miró con sus ojos intensamente azules.

—Inicie el diagnóstico final sobre el dispositivo robot, por favor.

La respuesta fue otra cita.

—«Hijo de Atreo, ¿qué palabra es esa que se escapó del cerco de tus dientes?».

Aun así, Flyte empezó a tocar los botones de su tablero, un poco a regañadientes.

Al volver a mirar el suyo, Korolis se permitió una sonrisa siniestra. Que el lío de arriba lo solucionara Woburn. Él tenía su destino abajo, a trescientos metros bajo sus pies.