«Cerradas las puertas exteriores —anunció sin expresión la voz del sistema de megafonía—. Activado el sello hermético. Canica Tres en el conducto. Tiempo estimado para el nivel excavado, diecinueve minutos treinta segundos».
Al fondo, en un rincón, Peter Crane asistió con frustración y rabia al momento en que la enorme pinza robot se apartaba de la compuerta estanca, ya sin su carga, y recuperaba su posición de descanso. Antes, mientras sellaban minuciosamente la Canica y la hacían bajar por la compuerta, había observado al personal del Complejo de Perforación en busca de alguna mirada compasiva, del gesto furtivo de alguna cabeza o de cualquier señal que indicara que podía tener algún cómplice; pero no, los ingenieros, técnicos y auxiliares ya recuperaban su ritmo de trabajo normal, los movimientos familiares de una sesión de perforación en curso. Era como si Crane pasara totalmente desapercibido.
Excepto para los dos marines que lo rodeaban. Sonó la sirena, y uno de ellos lo empujó un poquito.
—En marcha, doctor.
Al caminar con ellos hacia la puerta del pasillo del primer nivel, Crane tuvo una sensación de irrealidad. Tenía que ser un sueño. En todo caso seguía la lógica absurda de los sueños. ¿Era posible que dos marines armados lo estuvieran llevando al calabozo? ¿De verdad seguían excavando, cada vez más cerca de un terrible castigo? ¿De verdad Korolis había tomado el mando del Complejo?
Korolis…
—No deberíais —dijo en voz baja.
La respuesta de los marines fue abrir la doble puerta y llevarlo al otro lado.
—El que no está en condiciones de dar órdenes no es el almirante —siguió diciendo Crane, ya en el pasillo—, sino el comandante Korolis.
Nada.
—¿Habéis visto qué pálido está? ¿Y la hiperhidrosis, el exceso de sudor? Tiene la misma enfermedad que los demás. Yo soy médico. Estoy capacitado para reconocerlo.
Delante había un cruce de pasillos. Uno de los marines tocó a Crane en el hombro con la culata del rifle.
—Gire a la derecha.
—Desde que estoy en el Complejo he visto muchos casos, y el de Korolis es de manual.
—Le irá mejor si no abre la boca —dijo el marine.
Al ver el rojo claro de las paredes, y los laboratorios cerrados, Crane se acordó de la otra ocasión en que le habían llevado a la fuerza, con Spartan, antes de ser sometido a los trámites para poder acceder al área restringida. Entonces no sabía adonde lo llevaban. Esta vez era distinto. La sensación de irrealidad aumentó.
—Yo también he sido militar —dijo—. Vosotros sois soldados. Habéis jurado servir a vuestro país. Korolis es una persona peligrosa e inestable. Si obedecéis sus órdenes es como si…
Esta vez la culata del rifle golpeó su hombro con muchísima más fuerza. Cayó de rodillas, con un doloroso tirón en el cuello.
—Tranquilo, Hoskins —dijo malhumoradamente el otro marine.
—Es que me tiene harto —dijo Hoskins.
Crane se levantó y se limpió las manos mirando a Hoskins con los ojos entornados. Le dolía el omóplato por el impacto.
Hoskins le hizo señas con el cañón del rifle.
—No te pares.
Siguieron por el mismo pasillo hasta girar a la izquierda. El ascensor estaba al fondo. Se acercaron. Hoskins pulsó el botón de subida. Crane abrió la boca para seguir razonando, pero se lo pensó mejor. Quizá atenderían a razones los vigilantes del calabozo…
Sonó el timbre y se abrieron las puertas.
En el mismo momento se oyó una especie de explosión en algún punto lejano sobre sus cabezas; fue como si todo el Complejo se desencajara brevemente de su base. Las luces se debilitaron. Después recuperaron su intensidad normal, pero solo un momento. Otra explosión lo sacudió todo con la fuerza de un perro cazando una rata. Un trozo gris de tubería metálica cayó del techo con un chirrido ensordecedor; Hoskins se quedó clavado en el suelo.
Crane actuó sin pensárselo dos veces. Después de inmovilizar al otro marine con una patada en la rodilla, se metió en el ascensor de un salto y pulsó indiscriminadamente los botones. La reja metálica desgarró su bata de laboratorio. El teléfono móvil se soltó del clip y resbaló por el suelo.
Se encendieron las luces de emergencia. Gracias al resplandor naranja, Crane vio que Hoskins intentaba sentarse. Tenía sangre en la nariz y la boca, por un corte en el cuero cabelludo, pero ya se había levantado y su expresión no auguraba nada bueno. Levantó el rifle y apuntó, al mismo tiempo que empezaban a sonar sirenas de alarma a lo lejos. Crane se escondió detrás de la puerta del ascensor, que se estaba cerrando. Una bala pasó zumbando. Justo después se cerraron las puertas y sintió que subía.