Roger Corbett yacía en un charco de su propia sangre, caliente y cada vez más amplio. Sumido en una bruma de dolor, a ratos tenía la sensación de estar soñando, y otros de estar ya muerto, flotando en un olvido oscuro y sin límites. Todo era un ir y venir de pensamientos, sensaciones y asociaciones que no parecía estar en su mano controlar. Podían haber pasado un minuto o diez. No lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que no podía dejar que la figura arrodillada y con pistola se diera cuenta de que aún estaba vivo.
El dolor era intenso, pero lo agradeció, porque le ayudaba a combatir la horrible lasitud que intentaba arrastrarlo para siempre a las profundidades.
Sintió una punzada de pesar. Había quedado a las tres con una chica. Seguro que ya había llegado, y que daba golpecitos impacientes con el pie sin dejar de mirar el reloj. Con los esfuerzos que había hecho ella por reprimir la rabia, era una lástima que…
Experimentó otro desvanecimiento que se le echó encima como una ola, arrastrándolo a sueños oscuros. Soñó que era un submarinista que había bajado demasiado. La superficie se había convertido en una mancha de luz tenue y muy lejana. Con los pulmones a punto de estallar, movía los pies para nadar lo más deprisa que podía, pero le quedaba tanto…
Recuperó la conciencia con un esfuerzo enorme. La figura del rincón ya había terminado.
Se levantó en la oscuridad y se volvió hacia él; un poco de la luz de la habitación contigua se reflejaba débilmente en sus ojos. Corbett aguantó la respiración y se quedó muy quieto, reduciendo los ojos a dos ranuras. Bishop dio unos pasos hacia él y dejó el saco. Un ligero brillo acompañó el movimiento del cañón de la pistola al apuntarlo.
De golpe se volvió. Poco después, Corbett también lo oyó. Voces ligeramente sobrepuestas al zumbido de los compresores.
Debía de haber entrado más gente (como mínimo dos personas) en el primer compartimiento de Control Ambiental. La inyección de esperanza devolvió un poco de lucidez a Corbett; lo ayudó a fijar sus sentidos errabundos. Su táctica había funcionado. Bryce enviaba ayuda.
Las voces se acercaron.
Bishop pasó por encima de él con la pistola preparada y se acercó sigilosamente a la escotilla de la segunda cámara. Abriendo un poco más los ojos, Corbett vio que se asomaba con prudencia al otro lado. Un halo de luz amarilla recortaba la curva de su pelo y el cañón de su pistola. Se metió por la escotilla y se escondió detrás de una turbina, perdiéndose de vista.
Las voces seguían siendo audibles, pero ya no parecían acercarse. Corbett supuso que aún estaban en el primer compartimiento, en algún lugar entre Bishop y la salida principal de Control Ambiental. A juzgar por las pocas palabras que había reconocido, debían de ser operarios de mantenimiento que comprobaban una de las innumerables piezas de la maquinaria.
Señal de que no había llegado la caballería, al menos de momento. Tal vez nunca llegaría.
Tendió un brazo para ver si podía incorporarse, pero su mano resbaló por el suelo ensangrentado. El dolor provocó una punzada en el pecho. Se mordió brutalmente el labio superior para no gritar.
Permaneció tumbado, respirando lo justo mientras esperaba que disminuyera un poco el dolor. Entonces, afianzando los pies en el suelo de metal, se arrastró muy despacio hacia el mamparo del fondo.
Era de una lentitud exasperante. Un palmo, dos palmos, un metro… Tenía burbujas de sangre en lo más profundo de la garganta. Su camisa y su bata, empapadas de sangre, eran como una rémora que le hacía ir todavía más despacio. A medio camino de la pared del fondo sintió otra oleada de debilidad que amenazaba con echársele encima. Descansó un ratito. No podía pararse mucho tiempo, consciente de que entonces ya no seguiría. Volvió a plantar los pies en el suelo y a arrastrarse a razón de pocos centímetros por empujón.
Por fin su cabeza chocó con la pared del fondo. Hizo el esfuerzo de mirar hacia arriba, gimiendo de dolor. Tenía justo encima los rollos de Semtex, un total de cuatro aplicados al mamparo de metal en líneas paralelas. En cada uno de ellos estaba montado un detonador.
Concentrando sus fuerzas, Corbett levantó una mano, buscó a tientas el detonador más próximo y lo desenganchó del explosivo moldeado. Una nueva punzada de dolor hizo que se derrumbara sin aliento. Oía chocar contra el suelo las gotas de sangre que caían de su codo y su muñeca.
Desde su posición supina examinó el detonador. Distinguía vagamente una batería, un temporizador manual, dos finas placas metálicas separadas con papel de aluminio y un rollo de fibra óptica. Todo estaba miniaturizado. Corbett sabía poco de explosivos, pero le pareció un detonador del tipo «slapper». Cuando saltase el temporizador explotaría eléctricamente el papel de aluminio, y las placas administrarían la descarga inicial al material explosivo.
Dejó el detonador en el suelo con todo el cuidado posible. Ella había dicho diez minutos. Supuso que le quedaban cuatro o cinco.
Y tres detonadores.
Volvió a levantar el brazo con otro acopio de fuerzas para acercarlo al siguiente detonador, desprenderlo (con cuidado de no reajustar accidentalmente el temporizador) y dejarse caer de nuevo con todo su peso.
Esta vez el dolor fue mucho más intenso. Estuvo a punto de caer inconsciente. Le hervía la sangre en la garganta, atragantándole y haciéndole toser. Pasó un minuto, durante el que recuperó suficientes fuerzas para continuar.
La tercera carga estaba fuera de su alcance. Volvió a clavar los talones y a arrastrarse por el suelo hasta tenerla cerca, momento en que arrojó la mano por tercera vez hacia lo alto, soltó el detonador y dejó caer el brazo al suelo.
El dolor se había recrudecido tanto que le pareció imposible reptar hasta el cuarto. Se quedó tumbado a oscuras, haciendo todo lo posible por no perder el conocimiento mientras escuchaba el murmullo de voces. Parecía que discutiesen sobre algún detalle técnico.
¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Un minuto? ¿Dos?
Se preguntó dónde estaría Bishop. Seguro que en cuclillas detrás de algún aparato, escuchando impacientemente las voces y esperando que se fueran los operarios para poder escapar sin peligro.
¿Por qué no les había pegado un par de tiros, si era lo más fácil? Tenía una pistola con silenciador. Solo podía haber una razón: que el cargador del arma híbrida fuera pequeño, tal vez de dos balas. Tampoco podía irse corriendo, porque pondría en evidencia su plan. Aún tenía una oportunidad de huir, pero no si se añadían al revuelo dos personas más…
No, seguro que no se iba corriendo. Seguro que volvía donde el Semtex, para ganar un poco de tiempo reajustando los temporizadores de los detonadores.
Corbett comprendió que había estado demasiado absorto para darse cuenta de la situación. Bishop podía volver en cualquier momento.
La desesperación le dio ímpetu. Haciendo acopio de sus últimas reservas de energía, levantó el brazo una vez más y cerró la mano en torno al cuarto y último detonador.
Justo entonces apareció una forma en la escotilla del segundo compartimiento, recortada en una negra oscuridad. Al ver a Corbett murmuró una palabrota y saltó al suelo.
Corbett tuvo un sobresalto de sorpresa y de consternación, momento en que sus dedos se juntaron involuntariamente. Primero se oyó un chisporroteo. Después salió una nubecita de humo del detonador, y tras una suspensión atroz del tiempo, que duró una milésima de segundo (aunque a Corbett se le hizo interminable), el universo soltó un grito de una violencia inimaginable, haciéndose pedazos en un apocalipsis de fuego y acero. Y agua.