36

Crane estaba sentado a la mesa de su habitación, mirando sin verla la pantalla del ordenador. Habían pasado varias horas desde el accidente, pero seguía aturdido. Primero había tomado una larga ducha. Después había dejado la ropa en la lavandería; sin embargo, el dormitorio seguía oliendo a pelo y a piel quemados.

La sensación de incredulidad era tan grande que casi lo paralizaba. ¿Era posible que solo hubieran pasado ocho horas desde la autopsia de Charles Vasselhoff? Entonces solo había un informe post mórtem que redactar.

Ahora eran tres.

Seguía viendo mentalmente a Howard Asher tal como lo había visto por primera vez, como una imagen en una pantalla de la biblioteca de Storm King, moreno y sonriente. «Piense, Peter, que se trata ni más ni menos que del mayor descubrimiento científico de todos los tiempos». Asher nunca había sonreído tanto como aquel primer día. Crane se preguntó hasta qué punto era teatro, una interpretación para hacer que se sintiera bien recibido y a gusto.

Alguien llamó suavemente a la puerta, que al abrirse dio paso a Michele Bishop. Su pelo rubio recogido exageraba sus pómulos. Tenía los ojos enrojecidos y tristes.

—Peter —dijo en voz baja.

Crane hizo girar la silla.

—Hola.

La doctora se quedó en la puerta, con un titubeo impropio de ella.

—Solo quería ver si se encontraba bien.

—He estado mejor.

—Como no ha dicho una sola palabra… Ni cuando nos hemos llevado el cadáver de Asher al centro médico, ni cuando le hemos hecho los últimos exámenes. Reconozco que me preocupa un poco.

—Es que no entiendo qué ha fallado en la cámara hiperbárica. ¿Por qué se ha incendiado? ¿Por qué no funcionaba el sistema de aspersores?

—Spartan ha ordenado una investigación. Seguro que descubre el fallo.

—No he hecho todo lo que podía. Debería haber verificado personalmente la cámara, comprobado el sistema antiincendios…

Bishop dio un paso.

—Eso es lo último que tiene que pensar. Usted ha hecho todo lo que tenía que hacer. Ha sido un simple accidente; horrible, pero un accidente.

Hubo un momento de silencio.

—Creo que volveré al centro médico —dijo Bishop—. ¿Le traigo algo de la farmacia? ¿Xanax, Valium o alguna otra cosa?

Crane sacudió la cabeza.

—No, tranquila, estoy bien.

—Pues entonces pasaré más tarde.

Bishop dio media vuelta.

—Michele…

Ella se volvió.

—Gracias.

Asintió con la cabeza y salió del camarote.

Crane se volvió despacio hacia el ordenador y lo miró varios minutos sin moverse. Después se apartó de la mesa con un empujón y empezó a pasear por la habitación. Tampoco servía de nada. Se acordó de que eso era lo que hacía Asher el día en que le había revelado el auténtico objetivo de Deep Storm.

Solo hacía cuatro días.

Qué atroz ironía… Por fin Crane había encontrado la ansiada solución, pero Asher moría justo antes de poder oírla. Asher, precisamente la persona que lo había llamado para que resolviese el misterio médico…

Claro que Crane no era el único que había encontrado algo. También Asher, pero estaba muerto: neumotorax espontáneo, embolia gaseosa y quemaduras de tercer grado en el ochenta por ciento del cuerpo.

Bishop tenía razón. Desde la muerte de Asher, Crane estaba más callado de lo normal; y no solo por el impacto, aunque algo tuviera que ver, sino por lo que no podía decir. Con las ganas que tenía de compartir su descubrimiento con Bishop y dejar de ser el único que estaba al corriente… Por desgracia la doctora carecía de la autorización necesaria, y puesto que no podía hablar de ello, Crane había decidido no hablar de nada.

Ya no podía retrasar más tiempo el informe post mórtem.

Se sentó ante el ordenador. En el escritorio había un icono que parpadeaba, señal de que tenía correo sin leer.

Suspirando, abrió el servidor de correo y fue haciendo clics con el ratón hasta abrir la bandeja de entrada. Había un mensaje nuevo. Curiosamente, no constaba quién lo enviaba.

Hay un tiempo de muchas palabras y también un tiempo para el sueño.

Homero, Odisea, Canto XI

El doctor Asher era un hombre de muchas palabras. Palabras importantes. Ahora solo puede dormir.

Es realmente una tragedia.

Demasiadas muertes, y ni siquiera hemos llegado a nuestra meta. Me temo lo peor.

Ahora es usted quien lleva todo el peso en sus hombros, querido doctor. Yo no tengo más remedio que quedarme aquí. No es su caso. Averigüe la respuesta y váyase lo más deprisa que pueda.

Si hay que trabajar en la oscuridad, más vale no trabajar solo. Búsquese un amigo.

Me temo que desde nuestra conversación en su camarote han aumentado los números irracionales del Complejo; aun así es posible que exista un lado bueno, porque a fin de cuentas la respuesta al enigma la tienen ellos.

Buena mañana tengades.

F.

Crane frunció el entrecejo, mirando la pantalla sin saber interpretar aquel mensaje tan críptico. «Búsquese un amigo…».

Volvieron a llamar a la puerta. Seguro que era Bishop, con los medicamentos que no le había pedido.

—Adelante, Michele —dijo, cerrando el mensaje.

Se abrió la puerta. Quien estaba en la entrada era Hui Ping.

Crane la miró con cara de sorpresa.

—Perdone. Espero no molestarlo.

—No, en absoluto —dijo, recuperándose—. Pase, pase.

Ping entró y se sentó en la silla que le ofrecía Crane.

—Acabo de enterarme de la muerte del doctor Asher. Lo habría sabido antes, pero estaba ocupada con algo un poco raro en el laboratorio. El caso es que nada más saberlo… por extraño que parezca, la primera persona con quien se me ha ocurrido hablar ha sido usted.

Crane inclinó la cabeza.

Ping se levantó de golpe.

—Pero estoy siendo egoísta. Usted, que lo ha presenciado, debe de sentirse…

—No, no pasa nada —dijo Crane—. Me parece que yo también necesito hablar.

—¿Del doctor Asher?

—No. —Eso, pensó Crane, aún está demasiado fresco—. De algo que he descubierto.

Ping volvió a sentarse.

—Ya sabe que he estado haciendo todas las pruebas que se me ocurrían y explorando todas las posibilidades para descubrir la causa de las enfermedades.

Ping asintió.

—No avanzaba, hasta que se me ocurrió una idea. Los pacientes presentaban dos tipos de síntomas sin ninguna relación. Algunos eran fisiológicos (náuseas y tics musculares, entre muchos otros), y algunos psicológicos (insomnio, confusión y hasta manía). Yo siempre había creído que tenía que haber algún factor común, pero ¿qué podía provocar ambos tipos de síntomas? Fue cuando tuve la idea de que la causa subyacente tenía que ser neurológica.

—¿Por qué?

—Porque el cerebro controla tanto los pensamientos como el cuerpo. En suma, que encargué unos encefalogramas y hoy he recibido los primeros resultados. Todos los pacientes presentan picos en las ondas theta de su cerebro, cuando en principio en los adultos esas ondas tienen que ser planas; pero lo más extraño es que la forma de los picos coincide en todos los pacientes. Entonces se me ha ocurrido una locura. He dibujado la forma de los picos, y ¿sabe qué he descubierto?

—No tengo ni idea.

Crane abrió el cajón de su escritorio, sacó un sobre y se lo dio a Ping, que lo abrió y extrajo una hoja impresa por ordenador.

—Es el código digital de Asher —dijo ella—, el que transmiten los centinelas.

—Exacto.

Ping frunció el entrecejo, porque no lo entendía. De repente abrió unos ojos como platos.

—Pero… No estará insinuando…

—Pues sí. Los picos de las ondas theta concuerdan con las pulsaciones de la luz. Es el mismo mensaje que emitían los centinelas al principio.

—Pero ¿cómo puede ser? ¿Por qué no habíamos detectado nada?

—No estoy seguro, pero tengo una teoría. Ya sabemos que los centinelas emiten su mensaje en todas las longitudes de onda imaginables de la radiación electromagnética: ondas de radio, microondas, ultravioletas, infrarrojos… Entonces ¿por qué no podrían transmitir sus mensajes en otros canales, otros tipos de radiación que actualmente ni siquiera sabemos detectar?

—¿Por ejemplo?

—Radiación de quarks, tal vez, o un nuevo tipo de partícula que pueda pasar por la materia, como los bosones de Higgs. La cuestión es que se trata de una forma de radiación desconocida que nuestros aparatos no pueden detectar, y que interfiere con los impulsos eléctricos de nuestro cerebro.

—¿Por qué no afecta a todo el mundo?

—Porque no todos los sistemas biológicos son iguales. Así como hay gente con los huesos más pesados, también hay gente con sistemas nerviosos más resistentes. A menos que en el Complejo haya estructuras que funcionen involuntariamente como jaulas de Faraday…

—¿Como qué?

—Jaulas de Faraday, espacios cerrados que sirven para aislar parte de los campos electromagnéticos. De todos modos, creo que sí está afectado todo el mundo, pero en distinto grado. Yo mismo, últimamente, no ando muy fino. ¿Y usted?

Hui pensó un momento.

—No, la verdad es que tampoco.

Guardaron silencio.

—¿Piensa decírselo al almirante Spartan? —preguntó Hui.

—Todavía no.

—¿Por qué? Tal como lo presenta, parece el final de su trabajo.

—Es que Spartan no ha estado muy receptivo a otros puntos de vista que no fueran el suyo, y prefiero no decírselo antes de tiempo, para que no tenga una excusa para desestimarlo. Cuantas más pruebas haya, mejor. Lo cual significa encontrar la otra pieza.

—¿Qué otra pieza?

—Antes de morir, Asher descubrió algo. En la cámara hiperbárica. Lo sé porque me lo dijo por teléfono. Dijo que estaba todo en el ordenador portátil. Necesito encontrarlo y averiguar qué descubrió, porque cuando estaba a punto de morir, intentó desesperadamente decirme algo. Repetía todo el rato lo mismo: «wip».

Hui volvió a fruncir el entrecejo.

—¿«Wip»?

—Sí.

—¿Qué significa?

—El secreto está en su ordenador, siempre y cuando se pueda recuperar el disco duro.

Volvieron a quedarse en silencio, pensativos, hasta que Crane se volvió hacia Hui.

—¿Le apetece bajar a Times Square a tomar un café?

Hui se animó.

—Con mucho gusto.

Salieron al pasillo.

—Tal vez pueda ayudarle —dijo ella.

—¿Cómo?

—Cuando estudiaba informática, un verano hice prácticas en una empresa de recuperación de datos.

Crane la miró.

—¿Quiere decir que sabe recuperar datos de un disco duro en mal estado?

—Bueno, no los recuperaba yo misma, porque solo estaba en prácticas, pero lo vi muchas veces, y participé en alguna ocasión.

Se pararon delante del ascensor.

—Antes me ha dicho que ha encontrado algo un poco raro en el laboratorio —dijo Crane—. ¿Qué era?

—¿Cómo? Ah, sí… ¿Se acuerda de las líneas de absorción que le mostré, las que emitía el centinela de mi laboratorio?

—¿Las que según usted solo podían venir de una estrella lejana?

—Exacto.

Las puertas del ascensor se abrieron susurrando. Entraron. Crane pulsó el botón de la novena planta.

—Bueno —siguió explicando Hui—, pues he cotejado por curiosidad aquellas líneas de absorción con una base de datos de estrellas conocidas. Resulta que cada estrella tiene un patrón que no comparte con ninguna otra, y ¿sabe qué? He encontrado uno que coincidía.

—¿Entre su pequeño centinela y una estrella lejana?

Hui asintió con la cabeza.

—A ciento cuarenta años luz, para ser exactos; Cygnus Major, también llamada M81.

—¿Cree que es de donde procede el indicador?

—Ahí está la cuestión. La estrella que digo, Cygnus Major, solo tiene un planeta, un gigante gaseoso con mares de ácido sulfúrico y una atmósfera de metano.

Crane estaba perplejo.

—¿No puede ser un error?

Hui sacudió la cabeza.

—Las líneas de absorción son únicas como las huellas dactilares. No es ningún error.

—¿Cree que también intentan decirnos de dónde vienen?

—Yo diría que sí.

—Qué raro… ¿Qué interés pueden tener el oxígeno y el agua de la Tierra para un planeta de metano y ácido?

—Exacto.

Justo cuando se abría el ascensor en Servicios al Personal, Hui se volvió y lo miró pensativa.