La última vez que Crane había estado en la séptima planta (hacía menos de cinco horas), el nivel científico presentaba su mezcla habitual de orden y actividad, mientras que ahora, al salir del ascensor, se encontró en pleno caos. Sonaban varias alarmas, se mezclaban las exclamaciones con los gritos, y no dejaban de pasar corriendo marines, técnicos y científicos. Se palpaba algo muy parecido al pánico.
Detuvo a un operario de mantenimiento.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¡Fuego! —exclamó sin aliento el operario.
Crane tuvo una punzada de miedo. Su experiencia en submarinos le había enseñado a temer el fuego bajo el agua.
—¿Dónde?
—En la cámara hiperbárica.
El operario se soltó y se fue corriendo.
El miedo de Crane no hizo más que aumentar. Asher…
Corrió por el pasillo sin pensárselo dos veces.
La zona de terapia hiperbárica estaba llena de brigadas de emergencia y de rescate, y repleta de personal de seguridad hasta el último rincón de su exiguo espacio. En los controles estaba Hopkins, uno de los técnicos médicos jóvenes. Tenía detrás al comandante Korolis. Cuando Crane se acercó, Korolis lo miró fugazmente y siguió observando a Hopkins sin pronunciar una sola palabra.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Crane a Hopkins.
—Ni idea. —Las manos del técnico, que tenía la frente sudada, se deslizaban por los mandos—. La alarma me ha pillado en la otra punta del pasillo, en Patología.
—¿Cuándo ha empezado a sonar?
—Hace dos o tres minutos.
Crane miró su reloj. Desde la llamada de Asher habían pasado menos de cinco minutos.
—¿Ha avisado a los paramédicos?
—Sí.
Miró en el interior de la cámara hiperbárica por el cristal de separación. Justo en ese momento vio una lengua de fuego en el ojo de buey.› ¡Santo Dios! ¡Aún ardía!
—¿Por qué no se ha puesto en marcha el sistema de aspersores? —gritó a Hopkins.
—Ni idea —repitió el técnico, manipulando los controles con desesperación—. No sé cómo, pero se han anulado tanto el sistema de extinción principal como el de refuerzo. No responden. Voy a hacer una despresurización rápida.
—¡No puede! —dijo Crane—. ¡La cámara debe de estar al máximo de presión!
Korolis contestó.
—Con los aspersores estropeados es la única manera de abrir la compuerta y apagar el incendio con extintores.
—La presión de la cámara estaba en doscientos kilopascales. La he programado yo mismo. Si la bajan de golpe matarán a Asher.
Korolis volvió a levantar la vista.
—Ya está muerto.
Crane abrió la boca, pero no dijo nada. Estuviera o no en lo cierto Korolis, no podían dejar que siguiera el incendio. Si alcanzaba los tanques de oxígeno, podía poner en peligro toda la planta. No había alternativa. Dio un puñetazo de rabia y frustración al mamparo y se abrió camino hasta la sala de espera.
La entrada de la cámara estaba llena de equipos de rescate preparando extintores y ajustándose máscaras de oxígeno en la boca y la nariz. Sobre la mampara de cristal de la sala de control había un altavoz pequeño que empezó a crujir.
«Quince segundos para la descompresión total», pronunció la voz electrificada de Hopkins.
Las brigadas de rescate comprobaron su equipo y se pusieron las máscaras.
«Descompresión completa —dijo Hopkins—. Abriendo compuerta».
La entrada de la cámara se abrió con un chasquido de cerraduras electrónicas. La sala de espera se llenó enseguida de calor y humo negro. Al cabo de un momento ya no se podía soportar el humo y el hedor a carne quemada. Crane retrocedió involuntariamente, con los ojos llorosos. Tras él se oyó un ruido de pies corriendo, órdenes a pleno pulmón y el chorro brusco y nasal de los extintores.
Volvió a girarse. Los extintores seguían escupiendo espuma. Las brigadas ya estaban dentro del cilindro; en vez de columnas de humo oscuro había una espesa niebla de retardador de llama. Crane se lanzó hacia la compuerta, saltó al otro lado y apartó a los equipos de rescate. De repente se paró.
Asher estaba en el suelo, hecho un ovillo alrededor de su portátil. Cerca yacía Marris. Se habían encogido para evitar las llamas, pero su esfuerzo había sido inútil. La ropa de Asher estaba pegada a sus brazos y piernas en jirones chamuscados, y su piel se había ennegrecido espantosamente. Las llamas habían consumido su mata de pelo blanco, y de sus tupidas cejas solo quedaban minúsculos rizos tostados.
Crane se arrodilló rápidamente para hacerle un examen superficial, pero cambió de idea. Parecía inconcebible que Asher hubiera sobrevivido. La única señal de movimiento era la sangre que manaba sin cesar por sus orejas. El barotraumatismo (la pérdida brusca de presión) había reventado su oído medio, pero solo era el menor de los efectos; seguro que la despresurización de emergencia había provocado numerosas embolias gaseosas, que, por decirlo en pocas palabras, debían de haber carbonizado su sangre. En cuanto a la inhalación de humo y las quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo…
Lo inesperado de la tragedia, la muerte de un amigo, y que todo hubiera sido en balde… Por un lado a Crane le daba vértigo pensarlo, pero por otro casi se alegraba de la muerte de Asher. Las quemaduras y las embolias le habrían hecho sufrir de un modo inconcebible…
Las brigadas de emergencia ya habían dado media vuelta, mientras se deshacían las cortinas de humo. Todas las superficies goteaban espuma antiincendios. Crane oyó muchas voces fuera de la cámara. Eran los paramédicos, que acababan de llegar. Puso suavemente una mano en el hombro de Asher.
—Adiós, Howard —dijo.
Los ojos de Asher se abrieron.
Al principio Crane pensó que era una contracción muscular, el nucleótido ATP agotándose después de la muerte, pero entonces el ojo le enfocó.
—¡Fluidos! —gritó enseguida Crane a los paramédicos—. ¡Necesito ahora mismo solución salina en cantidad! ¡Y compresas de hielo!
Asher, con la lentitud de la agonía, levantó una garra que era poco más que carne chamuscada alrededor de los huesos. Con ella aferró el cuello de la camisa de Crane y lo obligó a acercarse. El director científico intentó mover sus labios ennegrecidos, que se agrietaron a causa del esfuerzo; de ellos manó un líquido claro.
—No intente hablar —dijo Crane en voz baja, tranquilizadoramente—. Quédese quieto. Ahora mismo lo llevaremos al centro médico y lo pondremos más cómodo.
Pero Asher no quería estarse quieto. Su mano apretó con más fuerza el cuello de la camisa de Crane.
—Wip —susurró.
Un técnico de urgencias se acercó por detrás y empezó a retirar la ropa chamuscada de Asher, como preparativo para ponerle una vía. Otro se agachó hacia el cuerpo inmóvil de Marris.
—Tranquilo —dijo Crane a Asher—, ahora mismo lo sacaremos de aquí.
La mano de Asher se crispó aún más, al mismo tiempo que sus brazos y sus piernas empezaban a sufrir convulsiones.
—Wip…
Se le escapó una nota aguda. Tiritó. Sus pupilas se hundieron en el cráneo, mientras salía un ruido gutural de su garganta destrozada. Después su mano se relajó, su brazo resbaló hasta caer al suelo y ya no dijo nada más.