El mayor de los dos quirófanos del centro médico tenía todo el equipo y el instrumental necesarios para operaciones importantes, desde una apendicetomía normal hasta la más compleja intervención laparoscópica. Sin embargo, aquella tarde lo habían adecuado para una función totalmente distinta: la de depósito provisional de cadáveres.
El de Charles Vasselhoff estaba encima de la mesa de operaciones, ligeramente azulado bajo los focos. Le habían abierto el cráneo por arriba para sacarle el cerebro, pesarlo y dejarlo otra vez en su sitio. El zumbido de una sierra hizo vibrar las paredes metálicas del quirófano. Era Crane, que atacaba el esternón y practicaba una incisión en forma de Y en el pecho y el abdomen. Junto a él había una residente, al lado de la bandeja de instrumentos para autopsias, y algo más lejos Michele Bishop. La doctora tenía la cara tapada con una mascarilla, pero fruncía el entrecejo.
Cerca de la puerta, y lejos del cadáver, estaba el comandante Korolis.
—¿Cuándo estará el informe final, doctor Crane? —preguntó.
Haciendo caso omiso de su pregunta, Crane apagó la sierra, se la dio a la residente y se volvió hacia el micrófono de una grabadora digital para seguir dictando.
—Herida penetrante de bala en el lado derecho del tórax. Herida en la piel y los tejidos blandos, sin perforación. No hay señales de que el disparo se efectuase desde cerca, como restos de pólvora o chamuscamiento de la herida.
Miró a Bishop, que le tendió unas tijeras sin decir nada. Crane cortó las costillas restantes y levantó con cuidado el esternón.
Usó el fórceps para examinar los destrozos que dejó a la vista la lámpara del techo.
—La trayectoria de la herida es de delante hacia atrás, con una ligera inclinación descendente. La herida consiste en un orificio circular de un centímetro y medio, con abrasión semicircular y una leve laceración radial marginal. Afecta a la segunda costilla anterior derecha, al lóbulo inferior del pulmón derecho, a la vena subclavia derecha y al tracto gastrointestinal inferior.
Cogió un enterótomo, insertó la hoja en forma de bulbo en el lumen y la empujó suavemente hacia abajo, moviendo hacia un lado las visceras.
—Bala deformada de gran calibre incrustada en los tejidos del lado izquierdo del cuerpo vertebral T2.
Extrajo delicadamente la bala con el fórceps y se volvió otra vez hacia la grabadora.
—Diagnóstico patológico —siguió diciendo—. La herida de entrada del disparo en la parte superior del tórax penetró en la cavidad pleural derecha y laceró la vena subclavia derecha. Causa de la muerte: traumatismo y abundante hemorragia en el espacio pleural derecho. Modo, homicidio. Pendiente de informe toxicológico.
Korolis arqueó las cejas.
—¿Homicidio, doctor Crane?
—¿Usted cómo lo llamaría? —replicó Crane—. ¿Defensa propia?
Tiró la bala a una cubeta metálica, donde rebotó sonoramente.
—Tenía un arma mortal en la mano, y la blandía de un modo agresivo y amenazador.
Crane se rio amargamente.
—Ya. Vaya, así que los soldados armados corrían peligro.
—Vasselhoff estaba decidido a penetrar en un área restringida y de alto secreto.
Crane dio el fórceps a la residente.
—¿Qué pasa, que iba a cortar su queridísimo reactor con un cuchillo de cocina?
La mirada de Korolis osciló rápidamente entre la residente y la doctora Bishop, antes de posarse otra vez en Crane.
—A todos los que firman el contrato se les deja muy claro que los puntos estratégicos del Complejo serán protegidos a toda costa. Haría bien en tener más cuidado con lo que dice, doctor. Las consecuencias de infringir los compromisos que firmó son muy graves.
—Pues denúncieme.
Korolis se quedó callado, como si se lo pensara. Después suavizó el tono, que se volvió casi aterciopelado.
—¿Para cuándo puedo esperar el informe?
—Para cuando lo termine. ¿Ahora por qué no sale y nos deja seguir trabajando?
Korolis hizo otra pausa. Después se formó en sus labios una leve sonrisa, que apenas dejaba entrever los dientes, y miró el cadáver. Por último, tras un movimiento casi imperceptible de la cabeza hacia Bishop, salió sin hacer ruido del quirófano.
Al principio los tres se quedaron quietos, oyendo cómo se alejaban sus pasos. Después Bishop suspiró.
—Me parece que acaba de ganarse un enemigo.
—Me da igual —contestó Crane.
Era verdad. Se sentía enfermo de rabia, rabia por el ambiente de secretismo e intolerancia militar que afectaba a todo el proyecto Deep Storm, y rabia por no ser capaz de remediar la dolencia que indirectamente acababa de provocar la muerte de Vasselhoff. Se quitó los guantes, los tiró a la cubeta metálica, apagó la grabadora y se volvió hacia la residente.
—¿Le importaría cerrar, por favor?
La residente asintió con la cabeza.
—De acuerdo, doctor Crane. ¿Aguja de Hagedorn?
—Sí, es suficiente.
Crane salió del quirófano y se apoyó exhausto en la pared del pasillo central del centro médico. Bishop se puso a su lado.
—¿Va a acabar el informe? —preguntó.
Crane sacudió la cabeza.
—No. Ahora mismo, como siga pensando en ello me enfadaré más de la cuenta.
—Quizá le convendría dormir un poco.
Crane se rio sin alegría.
—Lo veo difícil, sobre todo después de un día como hoy. Además tengo pendiente lo de Asher, que saldrá dentro de unas tres horas.
Bishop lo miró.
—¿Salir? ¿De dónde?
—¿No lo sabía? Está en la cámara hiperbárica.
Puso cara de sorpresa.
—¿Asher? ¿Por qué?
—Por su problema de insuficiencia vascular. Parece que ha empeorado en los últimos días. Ahora tiene úlceras en las extremidades.
—¿Con alguna obstrucción? No debería estar en la cámara. Debería estar aquí, y que le hicieran un bypass.
—Ya, ya se lo dije, pero insistió mucho. Se… —Crane hizo una pausa al acordarse del pacto de silencio al que había accedido—. Parece que está a punto de dar un gran salto en la investigación, y se niega en redondo a dejar de trabajar. Hasta se ha llevado a Marris al interior de la cámara para seguir trabajando.
Bishop no contestó. Miró el pasillo, pensativa.
Crane bostezó.
—Así que ya ve, no podría dormir aunque quisiera. Aprovecharé para adelantar con algunos papeles. —Hizo una pausa—. Ah, por cierto… ¿Ya ha salido alguno de los electroencefalogramas?
—De momento solo uno: Mary Philips, la paciente con insensibilidad en las manos y la cara. Se lo he dejado en el despacho. Voy a ver cómo siguen los demás. Le encargué al técnico que hiciera la programación. A estas horas ya debería haber una docena hechos. Pediré que le traigan los resultados impresos.
—Gracias.
Crane vio que se alejaba rápidamente por el pasillo. Al menos había una cosa buena: la relación entre ellos había mejorado mucho.
Volvió lentamente a su pequeño despacho. Tal como le había prometido Bishop, tenía los resultados de un electroencefalograma encima de la mesa: un voluminoso fajo de unas dos docenas de hojas con datos de ondas cerebrales, más un informe prendido con un clip a la primera hoja. No le gustaba nada leer electroencefalogramas; detectar anomalías eléctricas en el cerebro de alguien a partir de una serie de interminables garabatos era algo exasperante, pero las pruebas las había encargado él. No podía permitirse dejar sin explorar ningún camino. Si su hipótesis de que los problemas de Deep Storm eran neurológicos tenía alguna solidez, los electroencefalogramas podrían confirmarlo o desmentirlo.
Una vez sentado se frotó los ojos de cansancio y desplegó los resultados en la mesa; el paisaje interior del cerebro de Mary Philips, con líneas que subían y bajaban en función de los cambios de amplitud y frecuencia. A simple vista parecían normales, pero Crane recordó que los electroencefalogramas siempre lo parecían. No eran como los electrocardiogramas, donde saltaban a la vista las anomalías. La clave, en aquel caso, era la evolución de valores relativos en el tiempo.
Se concentró en el ritmo alfa. Los resultados mostraban la máxima amplitud en los cuadrantes posteriores, algo normal en adultos despiertos. Recorrió varias hojas con la mirada sin ver ninguna anomalía aparte de los síntomas pasajeros asociados a la ansiedad y a una posible hiperventilación. De hecho el ritmo dominante posterior de aquella paciente estaba muy bien organizado; muy rítmico, sin señales de frecuencias adicionales más lentas.
En lo siguiente que se fijó fue en la actividad beta. Estaba presente en la región frontocentral, y aunque cuantitativamente quizá fuera mayor de lo habitual no excedía los parámetros normales. Ninguna serie de ondas destacaba por sus asimetrías o irregularidades.
Mientras su vista recorría las páginas, siguiendo los altibajos de las finas rayas negras, empezó a despertar en él una sensación que por desgracia conocía de sobra: la decepción. Estaba resultando otro callejón sin salida.
Llamaron a la puerta. Apareció una técnico de laboratorio con un grueso fajo de papeles en la mano.
—¿El doctor Crane?
—Sí.
—Traigo el resto de los electroencefalogramas que pidió.
La técnico se acercó para dejarlos sobre la mesa.
Crane miró la montaña de impresos, de un grosor de más de un palmo.
—¿Cuántos hay?
—Catorce.
La técnico sonrió y salió rápidamente del despacho tras despedirse con un gesto de cabeza.
Catorce. Genial. Cansado, volvió a mirar el electroencefalograma de Mary Philips.
Pasó a las ondas theta y delta, tomando la precaución de interpretar por separado cada franja de diez segundos a medida que desplazaba la vista de izquierda a derecha. La actividad de fondo parecía un poco asimétrica, cosa, por lo demás, bastante normal para un principio de test. Seguro que a la larga la paciente se estabilizaba.
Fue entonces cuando se dio cuenta. Una serie de picos prefrontales pequeños pero nítidos en las ondas theta.
Frunció el entrecejo. En los adultos, aparte de algunas ondas aleatorias de bajo voltaje, la actividad theta era sumamente inhabitual.
Echó un vistazo al resto de los resultados. Los picos de la línea theta no se reducían; al contrario, si algo hacían era aumentar. A primera vista parecían indicar una encefalopatía, o bien la enfermedad de Pick, un tipo de atrofia cerebral que acababa degenerando en el «afecto plano» y la demencia. La debilidad de la que se quejaba Mary Philips era uno de los primeros síntomas.
Crane, sin embargo, no estaba convencido. Había algo en aquellos picos que lo inquietaba.
Volvió al principio de los resultados y giró el gráfico. La «lectura vertical» (examinar el electroencefalograma de arriba abajo, no de izquierda a derecha) le permitiría concentrarse en una onda cerebral concreta y su distribución, en vez de abarcar la imagen general del cerebro por hemisferios. Fue pasando lentamente las páginas, mientras su vista recorría la onda theta de arriba abajo.
De repente se quedó de piedra.
—Pero ¿qué es esto? —dijo.
Dejó los resultados sobre la mesa y abrió un cajón para coger una regla. Cuando la encontró se apresuró a colocarla sobre el papel. Al estudiar atentamente el gráfico, sintió que aparecía un extraño hormigueo en su nuca, que empezó a descender por su columna vertebral.
Se apoyó lentamente en el respaldo.
—Ya lo tengo —murmuró.
Parecía imposible, pero tenía la prueba delante. Los picos de las ondas theta de Mary Philips no eran las subidas y bajadas intermitentes de una actividad cerebral normal. Ni siquiera eran las manifestaciones aleatorias de alguna patología física. Los picos eran regulares, de una regularidad precisa, inexplicable…
Apartó el electroencefalograma de Mary Philips para coger los primeros resultados del fajo que le había traído la técnico. Correspondía al paciente que había sufrido el AIT, la miniembolia. Un rápido examen se lo confirmó: en su cerebro aparecían los mismos picos theta.
Solo tardó un cuarto de hora en consultar el resto de los encefalografías. La variedad de síntomas de los pacientes era extraordinaria, desde el insomnio a un comportamiento maníaco, pasando por las náuseas y la arritmia, pero todos presentaban el mismo fenómeno: unos picos en las ondas theta de una regularidad y precisión que no existía.
Apartó la pila de resultados con una sensación de irrealidad. Por fin lo había conseguido. Había descubierto el factor común. Era algo neurológico, efectivamente. En principio las ondas theta de un adulto normal eran planas, y si tenían picos, como a veces ocurría, en principio nunca seguían un ritmo exacto y cuantificable. Se trataba de un fenómeno completamente desconocido para la ciencia médica.
Se levantó y fue a buscar el teléfono interno, mientras se amontonaban las ideas en su cabeza. Tenía que comentárselo enseguida a Bishop. La afectación del sistema nervioso autónomo hacía que de repente todo encajase. Era de tontos no haberlo visto antes. Pero ¿cómo se propagaba? Unos déficits neurológicos a tan gran escala eran algo nunca visto…
A menos que…
—Madre mía —murmuró.
Buscó deprisa una calculadora, como si le fuera la vida en ello, y empezó a introducir números como un poseso mientras su mirada saltaba de los encefalogramas a la calculadora. De repente se paró y miró con incredulidad el resultado.
—No puede ser —susurró.
De repente sonó el teléfono, rompiendo el silencio del despacho con una fuerza inusitada. Crane se irguió como un resorte y cogió el auricular con el corazón a cien.
—Crane.
—¿Peter?
Era la voz de Asher. La atmósfera oxigenada de la cámara hiperbárica le daba un toque agudo, artificial.
—¡Doctor Asher! —dijo Crane—. ¡He encontrado el factor común! Le juro que no se imagina…
—Peter —lo interrumpió Asher—, necesito que venga ahora mismo. Deje todo lo que esté haciendo y baje.
—Pero…
—Lo hemos conseguido.
Crane hizo una pausa, mientras su cerebro se enfrentaba a aquel cambio tan brusco.
—¿Han descifrado el mensaje?
—Mensaje no, mensajes. Está todo en el portátil. —Además de aguda, la voz de Asher sonaba casi desesperada—. Le necesito, Peter. Inmediatamente. Es fundamental, absolutamente fundamental, que no…
Se oyeron una serie de crujidos, y la llamada se cortó de golpe.
—¿Hola? —Crane miró el teléfono frunciendo el entrecejo—. ¿Doctor Asher? ¿Hola?
Silencio.
Colgó, ceñudo, y tras una mirada a la montaña de informes de la mesa salió rápidamente del despacho.