La enfermería provisional de la cuarta planta era tan pequeña como grande el centro médico de arriba. A Crane le recordó el minúsculo dispensario del Spectre, donde había pasado casi un año de dura labor: todo mamparos y conductos. Y sin embargo, aun siendo tan diminuto, en aquel momento le pareció un deprimente vacío. Él había previsto llenarla con los tres hombres de la Canica Uno, y ahora resultaba que los restos de la tripulación no daban ni para usar una de las bolsas rojas de residuos médicos. Habían sellado la Canica Uno con un revestimiento de plástico grueso y la habían guardado en un contenedor de baja temperatura para analizarla más tarde.
Suspiró y se volvió hacia Bishop.
—Gracias por bajar. Lamento haberle hecho perder el tiempo.
—No diga tonterías.
—¿Conocía a alguno de los tres?
—Sí, a Horst. Tenía problemas de apnea del sueño y pasó un par de veces por la consulta.
—Yo no he tenido la oportunidad de conocer a ninguno de ellos.
Sacudió la cabeza.
—No se fustigue, Peter, no es culpa suya.
—Ya lo sé, pero me parece un desperdicio tan trágico…
Aparte de la muerte de los tres tripulantes, también le afectaba lo poco que estaba avanzando: tantas pruebas realizadas (tomografías computerizadas, resonancias magnéticas, electrocardiogramas, CBC…), y todas habían caído en saco roto. Cada nueva teoría, cada nueva y prometedora línea de investigación, desembocaba tarde o temprano en un callejón sin salida. No tenía sentido. Había cumplido todas las reglas del diagnóstico, pero la solución se obstinaba en quedar fuera de su alcance. Era como si el problema estuviera más allá de las leyes de la ciencia médica.
Cambió de postura en la silla e hizo lo posible por hablar de otro tema.
—¿Qué tal arriba? Con tanto trabajo ni siquiera he consultado la evolución de sus pacientes.
—Dos casos nuevos en las últimas veinticuatro horas, uno dé náuseas muy fuertes y otro de arritmia.
—¿Le ha hecho un Holter?
—Sí, en ciclos de veinticuatro horas. Aparte de eso, Loiseau, el cocinero, ha tenido otro ataque, peor que el primero.
—¿Lo ha ingresado?
Bishop asintió.
—Y creo que nada más. De hecho el que ha tenido más trabajo es Roger.
—¿Porqué?
—Han ido a verlo no sé si siete u ocho personas con trastornos psiquiátricos generales.
—¿Como cuáles?
—Lo habitual, problemas de concentración, lapsus de memoria, desinhibición… Según Roger son erupciones localizadas de estrés acumulado.
—Ya.
A Crane no le gustaba disentir sin conocer más datos, pero su experiencia en submarinos militares, trabajando con hombres y mujeres sometidos a una presión constante, no lo llevaba a la misma conclusión. Por otro lado, seguro que el proceso de selección de personal para el Complejo ya había descartado las personalidades problemáticas.
—Cuénteme más acerca del caso de desinhibición.
—Es uno de los bibliotecarios de la zona multimedia, un hombre retraído y tímido que anoche se peleó dos veces en Times Square. Cuando llegaron los de seguridad lo encontraron borracho, montando un escándalo y gritando palabrotas.
—Muy interesante.
—¿Porqué?
—Porque hace poco uno de los pacientes de aquí abajo, de los del área restringida, manifestó cambios de personalidad muy parecidos. —Crane pensó un momento—. Parece que el número de casos psicológicos empieza a superar al de los fisiológicos.
—¿Qué ocurre? —Bishop no parecía muy convencida—. ¿Acaso nos estamos volviendo paulatinamente locos?
—No, pero quizá podría ser el hilo conductor que buscamos. —Vaciló—. ¿Conoce la historia de Phineas Gage?
—Suena a cuento de Hawthorne.
—Pues es un caso real. En 1848, Phineas Gage era capataz de una brigada que estaba haciendo el tendido de las vías en Vermont para una compañía ferroviaria. Parece que hubo una explosión accidental, y que se le clavó en la cabeza una barra de compactar, metálica, de más de un metro de largo, quince kilos y tres centímetros de diámetro.
Bishop hizo una mueca.
—Qué muerte más horrible…
—No, es que no murió. Hasta es posible que no quedara inconsciente, a pesar de que la barra destruyó casi todo el lóbulo frontal bilateral de su cerebro. Pudo volver a trabajar en pocos meses, pero lo importante es que ya no era el mismo. Antes del accidente, Gage era un trabajador eficiente y una persona amable, educada, ahorradora y con mucho sentido común. Después se volvió malhablado, caprichoso, impaciente, lujurioso e incapaz de ocupar puestos de responsabilidad.
—Como algunos de los primeros pacientes de resección radical.
—Exacto. Gage fue el primer paciente en el que se descubrió que existía una relación entre el lóbulo frontal humano y la personalidad.
Bishop asintió, pensativa.
—¿Adónde quiere llegar con todo esto?
—No estoy seguro, pero empiezo a plantearme la posibilidad de que el problema al que nos enfrentamos sea neurológico. ¿Ya ha llegado la unidad de electroencefalografía?
—Sí, esta mañana. Ha sido un berenjenal. Ocupaba la mitad de la Bañera.
—Bien, debemos aprovecharla. Me gustaría tener electroencefalogramas de la media docena de casos más graves. No importa la sintomatología. Mezcle lo psicológico y lo fisiológico. —Crane se desperezó, frotándose la base de la espalda—. No me iría mal un café. ¿Y a usted?
—Encantada. Si a usted no le molesta hacer de chico de los recados…
Bishop, ceñuda, señaló la puerta con un movimiento del pulgar.
—Ah, sí, claro… —Crane se había olvidado del marine apostado fuera de la enfermería provisional; el que, siguiendo órdenes de Spartan, había acompañado a Bishop desde el área de libre acceso, y volvería a acompañarla cuando saliera de la sala. Se notaba que a la doctora no le complacía que le hicieran de canguro—. Vuelvo ahora mismo.
Salió de la enfermería, saludó al marine con la cabeza y se fue por el pasillo. A él ya no lo vigilaban tanto. Le provocaba una sensación un poco extraña moverse con relativa libertad por todo el Complejo. Aunque siguiera habiendo muchas zonas a las que no daba acceso su mediocre puntuación en seguridad, durante las entrevistas médicas de los últimos dos días había visto suficientes laboratorios, salas de instrumentos, despachos, camarotes y talleres para toda una vida.
Lo mismo podía decirse de las zonas de ocio. La cafetería de la cuarta planta estaba decorada de forma espartana, con pocas mesas y sillas, para una docena de personas como máximo, pero Crane había descubierto que servían un café igual de bueno que en Times Square.
Entró y fue a pedir a la barra. Después de dar las gracias a la encargada, se puso un poco de leche en su taza (Bishop lo tomaba solo) y dio media vuelta para regresar a la enfermería, pero lo detuvo un coro de voces.
En el rincón del fondo había un grupo de hombres sentados alrededor de una mesa; un grupo bastante dispar, porque dos llevaban la bata blanca obligatoria de los técnicos del Complejo, otro un mono de operario y el último un uniforme de suboficial. Al entrar, Crane no les había prestado demasiada atención, porque hablaban muy juntos y en voz baja, y había dado por supuesto que comentaban la tragedia de la Canica Uno, pero la conversación debía de haberse convertido en discusión en el poco tiempo que había tardado en pedir los cafés.
—¿Y se puede saber cómo lo sabes? —preguntaba uno de los científicos—. Es una oportunidad fantástica para la humanidad; el descubrimiento más importante de todos los tiempos. Es la prueba concluyente de que no estamos solos en el universo. No puedes cerrar los ojos, como si no existiera.
—Yo sé lo que he visto —replicó el operario—, y lo que he oído. La gente dice que no teníamos que encontrarlo.
El científico se burló.
—¿Cómo que no «teníamos»?
—Sí, que ha sido accidental; demasiado pronto, como si dijéramos.
—Si no lo hubiéramos encontrado nosotros, lo habrían encontrado otros —saltó el suboficial—. ¿Qué prefieres, que sean los chinos los primeros que le echen el guante a esta tecnología?
—¿Qué tecnología ni qué leches? —dijo el operario, levantando otra vez la voz—. ¡Si aquí no hay nadie que tenga ni puta idea de qué hay ahí abajo!
—¡Chucky, no hables tan alto, haz el favor! —dijo el segundo científico, removiendo el café de mal humor.
—Yo he trabajado con los centinelas —dijo el primer científico—, y sé de qué son capaces. Podría ser nuestra única oportunidad de…
—Y yo acabo de envolver lo que quedaba de la Canica Uno —replicó el tal Chucky—. No había manera de reconocerla. He perdido a tres amigos, y te digo que no estamos preparados. Estamos jugando con fuego.
—Lo que le ha pasado a la Canica Uno es un horror —dijo el primer científico—, y es comprensible que te duela, pero no dejes que el dolor te impida ver lo más importante: por qué estamos aquí. Nunca se ha avanzado sin riesgos. Está claro que estos visitantes quieren ayudarnos. Tienen tanto que enseñarnos…
—¿Cómo narices sabes tú que quieren enseñarnos algo? —preguntó Chucky.
—Si hubieras visto lo bonitos que son los indicadores, lo increíblemente…
—¿Y qué? También es bonita una pantera negra… hasta que te arranca las entrañas de un zarpazo.
El científico hizo un ruido despectivo con la nariz.
—Es una comparación poco adecuada.
—Y un cuerno. Tú das por sentado que son amigos. Crees que lo sabes todo. Pues te digo una cosa: la naturaleza no es amiga de nadie. ¡Este planeta está lleno de formas de vida que se pasan el día intentando matarse entre sí!
El operario volvía a levantar la voz.
—No culpes a otros por los defectos de nuestro planeta —dijo el primer científico.
—Quizá han sembrado estas cosas en planetas de todo el universo. —Chucky estaba pálido, y le temblaban un poco las manos—. Cuando las desenterramos emiten una señal a sus dueños, que entonces vienen y nos destruyen. Un sistema muy eficaz para eliminar a posibles competidores.
El segundo científico sacudió la cabeza.
—Una idea un poco paranoica, ¿no crees?
—¿Paranoica? Pues explícame tú qué ha pasado. ¡Todos los accidentes y todos los problemas de los que nadie quiere hablar!
—Tranquilízate —gruñó el suboficial.
Chucky tiró la silla al levantarse.
—Entonces ¿por qué muere gente? ¿Por qué hay enfermos? ¿Por qué yo mismo estoy poniéndome enfermo? Porque pasa algo malo, porque pasa algo malo en mi cabeza…
Justo cuando Crane se disponía a intervenir, el operario se calló de golpe. Levantó la silla y se sentó, mientras el suboficial apoyaba una mano en su hombro para frenarlo.
Acababa de entrar en la cafetería el comandante Korolis, acompañado por dos oficiales con uniforme negro y botas de combate.
Todo quedó en suspenso. Solo se oía la respiración agitada del operario.
El comandante enfocó en Crane sus ojos claros y estrábicos, momento en el que su expresión se endureció con una sombra de reproche. Después trasladó su mirada al grupo de la mesa y la paseó por todos sus integrantes, como si aprendiera sus caras de memoria. Por último, con gran lentitud y parsimonia, se volvió y salió otra vez sin haber dicho nada.