Crane caminaba a toda prisa por el laberinto de pasillos de la tercera planta, acompañado por un marine joven y rubio, con el pelo muy corto.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé, señor —dijo el marine—. Mis órdenes son acompañarlo al Complejo de Perforación. Y darnos prisa.
Se detuvo ante una puerta sin letrero, que daba a una escalera de servicio estrecha y de metal. Bajaron los escalones de dos en dos hasta llegar a la primera planta. El marine abrió otra puerta. Corrieron por un nuevo laberinto de pasillos. Mientras corría, Crane se fijó en que en el nivel más bajo del Complejo las paredes estaban pintadas de rojo mate.
Al fondo había una doble puerta de grandes dimensiones. Cuando Crane se acercó, los marines que la vigilaban la abrieron. Era la entrada del Complejo de Perforación, el gran hangar de maquinaria que había visto desde arriba el día anterior. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de mamparos de instrumental e hileras de aparatos. Había muchas puertas, que daban a laboratorios, almacenes de maquinaria, estaciones de seguimiento e instalaciones hidráulicas. Pasaron a toda prisa varios grupos de técnicos; conversaban en voz baja con caras de cansancio y de preocupación. A lo lejos sonaba una alarma.
En el centro del hangar, un grupo rodeaba lo que solo podía ser el cierre superior de una compuerta estanca. El almirante Spartan estaba entre ellos. Crane se acercó deprisa.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Spartan.
El almirante se volvió un momento antes de seguir observando la compuerta estanca.
—Ha habido un accidente en la Canica Uno.
—¿Qué tipo de accidente?
—No podemos saberlo porque se ha cortado la comunicación con la brigada, pero parece que ha fallado el mecanismo robot que arrastra la Canica hacia el fondo del pozo. Se ha estrellado contra la Canica, y ahora la Canica Uno está fuera de control.
—Dios mío… ¿Han perdido presión?
—Es poco probable. Si sufren heridas, lo más seguro es que se deban al… impacto.
—Traumatismo por impacto —musitó Crane. Pensó deprisa, mirando a su alrededor—. Me dijo que la Canica Uno tenía tres tripulantes, ¿no?
—Exacto.
—No tengo instrumental a mano.
—Ahora mismo traen equipos de emergencia.
«Tiempo estimado hasta el impacto, dos minutos», zumbó un altavoz.
—No basta con los equipos, almirante —dijo Crane—. Necesitaré preparar todo esto para poder atender a los heridos, y que me ayude la doctora Bishop. Sobre todo si hay que realizar un triaje.
Spartan se volvió otra vez a mirarlo.
—En el Complejo de Perforación es imposible.
—Pero… —empezó a decir Crane.
—Puede usar la enfermería provisional de la cuarta planta. Haré que llamen a la doctora Bishop. —Spartan hizo señas a uno de los muchos marines que tenía cerca—. Localiza a la doctora Bishop y acompáñala a la cuarta planta —ordenó.
El marine se cuadró y se fue corriendo.
—¿Y si el cuello ha sido dañado? —inquirió Crane—. No podemos moverlos como si…
Se calló al ver la expresión del almirante.
Cerca, en el tablero de control, un técnico de laboratorio se volvió hacia ellos.
—La velocidad de ascenso de la Canica Uno se está reduciendo un poco.
—¿Ahora cuál es?
—Diez metros treinta por segundo.
—Ha perdido el equilibrio —dijo Spartan—. Sigue yendo demasiado deprisa.
Durante la espera, Crane repasó los procedimientos de estabilización que debería seguir cuando hubieran inmovilizado la Canica. A pesar de su formación especializada, al final sería el mismo procedimiento que para cualquier paramédico que se enfrentase a un traumatismo: vías respiratorias, respiración, circulación. En función de la fuerza del choque con el robot excavador, podría haber laceraciones, contusiones y riesgo de conmoción cerebral. Ya que tenía que trasladar a la tripulación hasta la cuarta planta, necesitaría que les pusieran collarines cervicales y que les tendieran en planchas como precaución por si…
«Tiempo estimado hasta el impacto, sesenta segundos», pronunció la voz inmaterial del altavoz.
—¿No hay ningún modo de lograr que vaya más despacio? —preguntó Crane.
—Dispararemos un cojín de C02 justo antes de que choque con la compuerta estanca —dijo Spartan—. Teóricamente reducirá el impacto, pero tenemos que calcular perfectamente el tiempo.
Se acercó al técnico de laboratorio.
—Suelte el gas a menos cinco segundos.
—Sí, señor.
El técnico estaba pálido.
Crane miró el inmenso hangar. La actividad frenética se había detenido. Todo era silencio. Todos estaban quietos, esperando.
«Treinta segundos —dijo el altavoz—. Sello de presión desactivado».
Spartan descolgó una radio de la consola.
—¡Todos preparados para el impacto!
Crane se acercó a un mamparo para sujetarse con ambas manos.
—¿Velocidad de subida? —preguntó Spartan al técnico.
—Se ha estabilizado en nueve metros setenta y cinco por segundo.
«Quince segundos», crepitó el altavoz.
Spartan lanzó una rápida mirada por el Complejo de Perforación; se detuvo en todos como si quisiera cerciorarse de que no hubiera nadie fuera de su sitio. Después se volvió otra vez hacia el técnico.
—Suelte el C02.
El técnico pulsó una serie de botones.
—Ya está, señor.
Justo en ese momento, Crane notó un golpe brusco debajo de sus pies. El Complejo tembló un poco.
Fue como si se hubiera cerrado de repente un circuito eléctrico. El Complejo recuperó su actividad de golpe: órdenes a gritos, técnicos con bata blanca de laboratorio y marines con uniforme de trabajo corriendo a sus puestos… Y pasos que hacían vibrar el suelo metálico.
—¿Integridad de la compuerta estanca? —preguntó Spartan al técnico.
—Cien por cien, señor.
El almirante cogió la radio y sintonizó una frecuencia.
—Abran la escotilla —dijo, secamente—. Que suban mis hombres.
—Abriendo puertas de la compuerta estanca —dijo el técnico del tablero de mandos.
Crane vio a tres operarios que empujaban un extraño aparato con ruedas, hasta dejarlo al lado de la compuerta estanca. Era un andamio de acero de unos dos metros de altura rematado por una gran anilla de metal dentada. A ambos lados de la anilla había dos dispositivos que parecían láseres industriales. Era evidente que se trataba de la máquina que cortaría un agujero circular en la Canica, para crear una escotilla de salida para liberar a la tripulación.
—La Canica Uno ya está en la compuerta —dijo el técnico—. Cerrando puertas exteriores.
—¿Cuánto tardará el láser en cortar una escotilla de salida? —preguntó Crane.
—Ocho minutos —dijo Spartan—. Al doscientos por ciento de su velocidad normal.
Crane dejó de fijarse en la torre láser al oír ruido en el acceso principal. Entraron tres marines empujando camillas improvisadas. Detrás iba otro con un equipo de emergencia al hombro. Spartan miró a Crane y le hizo una ligera señal con la cabeza, indicando la Canica. «Le toca», decía.
Crane se acercó a la torre láser haciendo señas a los marines de que le siguiesen con las camillas y el equipo para traumatismos, y se puso enseguida a preparar las camillas, abrir los botiquines, repartir el instrumental, dejar listos los collarines y las tablas para el momento de la extracción, y prepararse para las heridas que con toda probabilidad le esperaban.
—Compuerta sellada —dijo el técnico—. Igualando la presión.
—Ponga en su sitio el retractor —ordenó Spartan.
Se oyó un zumbido. Al volverse, Crane vio que estaban colocando encima de la compuerta estanca una gran pinza robot sobre ruedas.
—Presión igualada —dijo el técnico.
—Abra la compuerta —dijo Spartan.
Otro momento de silencio. Después Crane oyó retumbar algo bajo sus pies, y los dos paneles de la compuerta estanca se separaron, revelando una superficie de agua oscura. La pinza bajó despacio, con un runrún mecánico, balanceándose en la punta de un grueso cable con las fauces muy abiertas. Al tocar el agua siguió bajando hasta quedar completamente sumergida. Entonces el zumbido paró, y Crane oyó un impacto sordo. El cable volvió a subir, pero más despacio. Crane vio aflorar la parte superior de la pinza, que subía centímetro a centímetro, dejando a la vista su trama de tubos, sus pesadas mandíbulas… hasta que al fin, muy lentamente, se hizo visible la Canica, colgada entre ellas.
Todos dejaron de respirar de golpe. Hubo gemidos, algún grito ahogado, y detrás de Crane alguien se puso a llorar.
Él apenas oía.
Lo que había entre las fauces de la pinza robot no era una esfera reluciente de sublime belleza, sino un amasijo de metal horriblemente implosionado, que la tremenda presión había convertido en una masa grisácea y amorfa, de un tamaño tres o más veces inferior al original. Una parte del casco se había partido y se había doblado sobre sí misma, dejando a la vista una infinidad de tirantes muy delgados que parecían las cerdas de un puercoespín. Otras habían sufrido una compresión tan brutal que parecía que se hubieran derretido. Ni una sola de aquellas líneas retorcidas y quebradas recordaba la Canica que Crane había visto anteriormente.
Un espantoso manto de silencio, interrumpido tan solo por algunos llantos, cayó sobre el hangar. La pinza se quedó colgando largo rato sobre la compuerta estanca. El operario estaba demasiado afectado para reaccionar.
—Soltadla —ordenó Spartan con brutalidad.
Crane lo miró de reojo, pero la expresión del rostro del almirante era demasiado terrible. Volvió a contemplar la Canica.
Con un chirrido de metal y un traqueteo de cadenas, los restos de la Canica Uno fueron trasladados a un lado de la compuerta estanca, donde quedaron a un palmo del suelo del Complejo de Perforación chorreando grandes cantidades de agua. Pero no solo de agua, constató Crane con un vuelco en las vísceras: algunos de los chorros que salían de aquella ruina informe eran espesos y rojos.
Era obvio que no harían falta collarines cervicales ni tablas. Ni nada. Crane se volvió hacia los marines para decirles que guardaran el equipo médico.
Pero al girarse vio una cara conocida entre la multitud que lo miraba todo con horror desde el perímetro del Complejo de Perforación: un hombre bajo, con un mono de peto descolorido, ojos penetrantemente azules y una rebelde mata de pelo plateado. Era Flyte, el extraño personaje que le había visitado en su habitación. Apenas visible tras dos técnicos, contemplaba el desastre con una expresión de lástima y pena casi infantil. De pronto se volvió hacia Crane y lo envolvió en la intensidad de su mirada. Articuló despacio las mismas palabras que la primera vez, cuando había irrumpido en el camarote de Crane:
«Se ha roto todo».