—¿Filtros de C02?
—Comprobados.
—¿Servomotor y control de suspensión?
—Comprobados.
—¿Estado del deflector?
—Perfecto.
—¿Indicadores de orientación inercial?
—En verde.
—¿Cierre magnético?
—Al máximo.
—¿Sensor de temperatura?
—Comprobado.
Thomas Adkinson se volvió hacia su tablero de instrumentos para aislarse del toma y daca inquisitorial entre el piloto y el ingeniero. En su tablero todo estaba verde; los brazos robot de la parte inferior de la Canica estaban preparados para empezar a funcionar.
Al otro lado del casco ya no se oían los golpes rítmicos de antes, sino una especie de silbido. La placa de entrada volvía a estar soldada. Ahora estaban puliendo el casco para que no quedase ningún rastro de la soldadura. Si alguien visitara por primera vez el Complejo de Perforación y caminara alrededor de la Canica, solo vería una esfera lisa y perfecta, sin nada que delatase la presencia de tres hombres en su interior.
Tres hombres que en aquel reducido espacio estaban incomodísimos.
Adkinson giró en su minúscula silla de metal, buscando una postura que le permitiera estar cómodo durante las siguientes veinticuatro horas. Se tardaba tanto tiempo en entrar y salir de la Canica (noventa minutos de preparación para el descenso, más treinta para la extracción) que en aras de la máxima eficacia las tripulaciones debían cumplir lo que en realidad eran triples turnos.
¿Máxima eficacia? ¡Y una mierda! Seguro que había maneras más fáciles de ganarse la vida.
Se encendió el intercomunicador.
«Canica Uno, aquí Control de Inmersión —dijo por el altavoz una voz incorpórea—. ¿Situación?».
Grove, el piloto, cogió el micro.
—Aquí Canica Uno. Correctos todos los sistemas.
—Recibido.
Adkinson miró de reojo a Grove. Como piloto, técnicamente era quien dirigía la inmersión, lo cual era un chiste, porque hacía muy poco aparte de vigilar un par de indicadores y comprobar que no hubiera fallos graves. Los que trabajaban de verdad eran Adkinson y Horst, el ingeniero. Aun así, Grove era de los que siempre estaban pendientes de la señal de audio y vídeo que se transmitía no solo al Complejo de Perforación, sino también a una base secreta de Washington. Frente a la cámara tenía que parecer que mandaba.
Volvió a sonar el intercomunicador.
«Canica Uno, la compuerta está abierta. Ya tenéis permiso para bajar».
—Recibido —dijo Grove.
Un momento de silencio, y una brusca sacudida. Era el momento en que apartaban la Canica de su atracadero para trasladarla a la compuerta. Después daba la sensación de que todo se iba asentando, hasta que una breve caída en picado indicaba que habían soltado las abrazaderas, dejando que la Canica cruzara la compuerta. Se oyó un impacto sordo en la parte de arriba. Era el cierre hermético. Al igual que todos los sonidos del exterior, llegaba atenuado de forma peculiar, multiplicado en mil estrafalarios ecos.
La razón era la propia estructura de la Canica, poco corriente, por no decir extraña. Tenía un casco externo superlaminado de carburo de titanio-cerámica-epoxi y otro interno de acero reforzado, aunque en las embarcaciones sumergibles el doble casco era habitual; si la Canica era tan peculiar era por lo que había entre el de fuera y el de dentro. Adkinson había vistos planos y fotos. Dentro había vigas. Centenares o miles de vigas entre los dos cascos, y entre las propias vigas.
Los diseñadores de la Canica se habían inspirado en la naturaleza. Era lo que más sorprendía a Adkinson. De hecho, al oír la explicación le había parecido que no iba en serio. Aquella protección tan complicada tenía como modelo al… pájaro carpintero. Al parecer, si un pájaro cualquiera se pasara el día dando picotazos a un árbol acabaría con el cerebro derretido a causa de los impactos, mientras que el cerebro del pájaro carpintero tenía una doble capa con… un montón de vigas minúsculas en medio.
Sacudió la cabeza. Un pájaro carpintero… ¡Por Dios! Y todo por la misma causa que obligaba a encerrarlos a ellos tres dentro de aquella reluciente bola de metal: la presión.
La presión. Adkinson siempre hacía un gran esfuerzo por no pensar en ella.
—Canica Uno —graznó el intercomunicador—, aquí Control de Inmersión. Ya habéis cruzado la compuerta. Sello de presión activado.
—Recibido —dijo Grove. Dejó la radio en su sitio y se volvió hacia Horst—. ¿Cómo está el Gusanito?
Horst estaba inclinado sobre su tablero, compuesto por tres pantallas, un teclado y dos mandos de goma muy pequeños.
—Conectando.
Como no tenía nada más que hacer, Adkinson observó cómo trabajaba el ingeniero. La mirada de Horst estaba fija en las tres pantallas, que ofrecían otras tantas imágenes verdes de sonar: en la primera, la de la Canica; en la tercera, la máquina que perforaba el túnel; y en la del medio, el robot submarino al que llamaban Gusanito. En la Canica solo había una cámara realmente externa: un aparato muy pequeño, inalámbrico, con el visor apenas mayor que un periscopio, que estaba reservada al piloto.
—Contacto —dijo Horst.
—Recibido.
Grove accionó un par de interruptores de su tablero e imprimió un giro de noventa grados en el sentido de las agujas del reloj a un gran disco.
El tablero de Grove pitó. Después emitió un zumbido grave, que no parecía tener una procedencia concreta. Lo siguiente fue una sensación muy extraña en la boca del estómago. La Canica se había movido bruscamente hacia abajo, como un globo al sufrir un estirón.
—Empalme total —dijo Horst.
Grove levantó la radio del soporte.
—Control de Inmersión, aquí Canica Uno. Ya hemos empalmado el Gusanito. Empezamos a bajar.
Horst volvió a coger los mandos. Después de otro estirón, más suave que el primero, la Canica emprendió su suave descenso por el pozo hacia el lugar en el que se hallaba la excavación.
Adkinson sacudió otra vez la cabeza. La técnica de sumersión de la Canica era aún más rara que su composición. Él estaba acostumbrado a los submarinos, con sus tanques de lastre y sus controles de inclinación, pero en la Canica no podía haber tanques de lastre; por no hablar de agujeros en la piel externa, ni siquiera una simple y pequeña escotilla. En su lugar tenían el Gusanito, un robot sumergible que se quedaba dentro del pozo, y que al principio del turno bajaba hasta el nivel excavado. Se empalmaba a la Canica con un campo electromagnético muy potente, y así, cuando bajaba, arrastraba a la Canica.
Antes del descenso, el equilibrio barométrico de la Canica se igualaba al del Complejo. Después bajaba hasta el fondo del pozo, proceso en el que toda la tracción corría a cargo del Gusanito. Al final del turno, Horst (que era quien controlaba el Gusanito) se limitaba a romper el vínculo magnético, y la Canica volvía a subir buscando recuperar el equilibrio barométrico con el agua de su alrededor hasta llegar al puerto seguro del Complejo, donde, una vez alcanzado dicho equilibrio, interrumpía su ascenso.
Parecía raro, pero había funcionado como una seda en todas las excavaciones, cada vez más profundas. Hasta tenía un mecanismo contra fallos, de tal modo que si el Gusanito llegaba a sufrir algún defecto de funcionamiento lo único que debía hacer el ingeniero era romper antes de tiempo el vínculo electromagnético para que la Canica volviera a subir automáticamente. En conjunto era un sistema francamente ingenioso, aunque a Adkinson le diera rabia reconocerlo. Bien pensado, la presión no dejaba otra alternativa…
Otra vez la dichosa presión.
—Profundidad relativa, menos trescientos —anunció Grove.
—Vínculo electromagnético al máximo —dijo Horst—. Velocidad de descenso constante.
Adkinson se humedeció los labios. Aparte de obligarlos a idear soluciones extravagantes para trabajar a tanta profundidad, la presión hacía que el propio trabajo fuese lento y pesado. Primero la tuneladora (una máquina dura, autónoma y prácticamente indestructible) prolongaba el pozo unos cuatro metros, dejando que entrase el agua del mar. Después estabilizaban la parte recién excavada con cinchos reforzantes de acero, usando los brazos robot que llevaba la Canica en su parte inferior, increíblemente complejos y precisos. Aquella parte le correspondía a él, así como la de extraer el cieno por el pozo mediante un dispositivo de aspiración y hacerlo circular por un conducto ancho hasta una salida situada a unos cien metros del Complejo, en el lecho marino. Si no se trabajaba deprisa y con precisión podían ceder las rocas o los sedimentos, con lo que la tuneladora (Dios no lo quisiera) quedaría sepultada.
—Profundidad relativa, menos seiscientos —recitó Grove.
Naturalmente estaban suficientemente formados (y el proceso, estrictamente controlado) para que ocurriese algo así. La formación de Adkinson, en concreto, había sido particularmente cara, desagradable y rigurosa, algo que le debía a cierto viejo excéntrico.
Al final de aquel turno el pozo central se hundiría otros cien metros por debajo del Complejo, cien metros bien revestidos de acero reforzante, con cinchos que no debían sufrir presión alguna, ya que el pozo estaba lleno de agua de mar.
—La velocidad de descenso ha disminuido —dijo Grove.
Horst miró sus pantallas.
—El Gusanito va más despacio.
Grove frunció el entrecejo.
—¡No será como la última vez!
Con «la última vez» se refería a la misión del día anterior, en la que el Gusanito había dejado de responder a las órdenes durante sesenta segundos cerca del punto más bajo del pozo, sin que se supiera la causa. Adkinson se preguntó con cierta ociosidad quién era el idiota que le había puesto ese sobrenombre al aparato. «Gusanito» sonaba a algo pequeño y simpático, pero en realidad no se parecía a ningún bicho, ni tenía nada de simpático: era un robot enorme, y resultaba algo brutal, la verdad.
—No, nada que ver —dijo el ingeniero—. Solo es un gradiente de temperatura. Dentro de nada lo cruzaremos.
Adkinson volvió a cambiar delicadamente de postura en su silla, recordando que aquel era un día memorable. La noche anterior la tuneladora había perforado el fondo de la capa continental, el segundo estrato de la corteza terrestre. Sería la primera brigada que penetrase en la capa oceánica, la tercera y más profunda parte de la corteza. Más abajo estaba el Moho… y lo que les esperase.
Tenía curiosidad por saber qué encontrarían en la capa oceánica. Solo estaba seguro de una cosa: era la más delgada de las tres, con diferencia, y la menos conocida. A fin de cuentas nadie había llegado a tanta profundidad. Se dirigían donde nunca había estado ningún ser humano. Convenía tenerlo presente.
Suspiró mientras acariciaba el complicado mecanismo de manipulación del brazo robot (inalámbrico, por descontado, ya que no se podía agujerear la piel de la Canica con ningún tubo o cable). Pensó que si la compañía fuera más interesante el viaje de bajada se haría más corto, pero hablar con Horst y Grove era muy aburrido.
—Cero menos cinco mil —dijo Grove.
«Tu padre», pensó Adkinson, gruñón.
Durante diez minutos los únicos sonidos que interrumpieron el silencio fueron los ruidos del intercomunicador, y el toma y daca incansable de Grove. Cuando ya estaban cerca de la base del pozo, Adkinson se animó. Una vez que pudiera empezar su trabajo (la minuciosa labor de recibir las bandas de acero semicirculares bajadas por cable desde el Complejo, encajarlas en su sitio con el sinfín de palancas que controlaban el brazo robot y sellarlas) el tiempo pasaría deprisa.
—Iniciar desaceleración —dijo Grove.
Horst escribió en el pequeño teclado que había entre los mandos.
—Iniciada.
Grove cogió la radio.
—Control de Inmersión, aquí Canica Uno. Nos estamos acercando al nivel excavado. Iniciar despliegue de la carga.
«Recibido, Canica Uno —chirrió el altavoz—. Bajada de carga inicial en cinco segundos».
Grove miró a Adkinson. Era la señal para que moviera el culo. Adkinson asintió con la cabeza y empezó a preparar sus controles. Puso el sonar en modo activo para seguir la trayectoria de las bandas de acero. Cogió con cuidado el mecanismo de accionamiento del brazo robot, lo flexionó, comprobó que no hubiera problemas con la media docena de pequeños mandos y comenzó a ejecutar los tests, empezando por la motricidad gruesa y siguiendo con los controles de motricidad fina.
Qué raro… Tenía la impresión de que el brazo tardaba un poco en responder a los movimientos de la palanca.
La voz de Grove irrumpió sin contemplaciones en sus pensamientos.
—Nos hemos parado —dijo, y se volvió hacia Horst—. ¿Qué pasa?
—No estoy seguro.
El ingeniero pulsó algunas teclas y se quedó mirando una de las pantallas.
—¿Hay algún aviso de proximidad con la tuneladora?
—No —contestó Horst—. Ha empezado a trabajar a la hora que tocaba. Ya ha excavado más de un metro.
—Entonces ¿por qué se ha parado el Gusanito?
—Desconocido. —Los dedos de Horst se deslizaron por el teclado—. Solo responde intermitentemente a las órdenes.
—¡La leche! Lo que nos faltaba.
Grove aporreó un mamparo.
Al piloto se le podía soportar mientras todo fuera bien, pero si surgía algún contratiempo se convertía en un capullo de campeonato. Adkinson esperó fervientemente que el turno no acabara siendo un infierno.
—¿Puedes aumentar la potencia? —preguntó Grove.
—Ya está al máximo.
—¡Joder!
—Ya está —dijo Horst—. Vuelve a moverse.
—Así me gusta —contestó Grove, recuperando un tono normal—. Bueno, Adkinson, listo para…
—¡Mierda! —dijo Horst. La urgencia repentina de su tono provocó una punzada de miedo en Adkinson—. ¡Está subiendo!
—¿El qué? —preguntó Grove.
—El Gusanito. No está bajando. ¡Viene hacia nosotros!
Adkinson se volvió para ver la pantalla central del ingeniero. En efecto, el resplandor verdoso del sonar recogía la imagen del robot subiendo. Tuvo la impresión de que aumentaba de velocidad.
—¡Pues páralo! —exclamó Grove—. ¡Apágalo!
Horst tecleó desesperadamente.
—No puedo. No responde en ninguno de los canales.
De repente se disparó una alarma estridente.
«Atención, peligro de choque —dijo una voz inmaterial de mujer—. Atención, peligro de choque».
—¡Nada, no hay manera! —dijo Horst en voz alta—. Está a quince metros y sigue acercándose.
Adkinson sintió una punzada de miedo aún más fuerte en las entrañas. Si el Gusanito se les echaba encima, y provocaba daños en el exterior de la Canica, podía afectar al complejo entramado de tirantes que mantenía su integridad estructural…
Se volvió, invadido por el pánico, abriendo y cerrando los puños mientras buscaba una salida.
—¡Voy a suspender la misión! —vociferó Grove por encima de la alarma—. Horst, desactiva el vínculo electromagnético. Volvemos a la superficie.
—Ya está desactivado, pero el Gusanito sigue moviéndose. ¡Está a diez metros y se acerca muy deprisa!
—Mierda. —Grove empuñó la radio—. Control de Inmersión, aquí Canica Uno. Finalizamos la misión y regresamos.
«Repite, Canica Uno», chisporroteó la radio.
—Está fallando el Gusanito. Vamos a hacer una subida de emergencia.
Adkinson se aferró a la silla en un esfuerzo desesperado por no perder el control. Notó que habían empezado a subir, pero a una velocidad angustiosamente lenta. No podía apartar la vista de las pantallas de Horst. «Deprisa, hombre, date prisa…».
«Choque inminente —dijo la sedosa voz de mujer—. Choque inminente».
—¡Tres! —dijo Horst, casi gritando—. ¡Ay, mi madre!
—¡Preparaos para el impacto! —se desgañitó Grove.
Adkinson se hizo un ovillo sobre el tablero de mandos, agarrándose con todas sus fuerzas al mamparo de refuerzo. Apretó la mandíbula. Hubo un momento en que pareció que la explosión de ruido en el interior de la Canica (el ulular de la alarma de proximidad, los gritos de Grove) quedaba enmudecida por la agonía de la espera. De repente un impacto en la parte inferior hizo que temblara todo. La Canica se inclinó hacia un lado con un chirrido de metal que se desgarraba. Una subida brusca, incontrolada. El cráneo de Adkinson chocó brutalmente contra el suelo… y todo quedó sumido en la oscuridad.