Era una de la media docena de puertas que había en el pasillo del cuadrante nordeste de la tercera planta. Lo único que ponía era: RÁDIOLOGÍA-PING.
El comandante Korolis hizo señas a uno de los marines que lo acompañaban de que abriera la puerta, y entró. Al mirar por encima del hombro del comandante, Crane vio un laboratorio pequeño pero bien equipado. Incluso demasiado bien equipado, porque casi todo el espacio disponible estaba repleto de aparatos que ocupaban mucho sitio. Justo al otro lado de la puerta, una mujer asiática con bata blanca tecleaba deprisa en un ordenador. Al oír entrar a Korolis levantó la cabeza, se puso de pie y sonrió, haciendo una reverencia.
Korolis dio media vuelta sin saludar; lanzó una mirada de reproche a Crane con uno de sus ojos mientras con el otro observaba algún punto situado por encima de su hombro izquierdo.
—Debería servirle —dijo.
Miró otra vez todo el laboratorio, como si quisiera asegurarse de que Crane no pudiera robar nada, y salió al pasillo.
—Esto lo quiero vigilado por fuera —dijo a los dos marines.
Se volvió y se fue.
Después de ver cómo se iba, Crane saludó a los marines con la cabeza, entró en el laboratorio y cerró la puerta. Al ajustarse, el cierre aislante chirrió un poco con un ruido de goma. Crane se acercó a la científica, que seguía de pie al lado de la mesa, sonriendo.
—Peter Crane —dijo al darle la mano—. Perdone que entre de esta manera, pero es que aquí abajo no tengo donde trabajar, y me han dicho que este laboratorio tiene una mesa de luz.
—Ping —contestó ella, enseñando unos dientes muy blancos al sonreír—. Lo conozco de nombre, doctor Crane. Es el que está estudiando las enfermedades, ¿verdad?
—Exacto. Solo tengo que examinar algunas radiografías.
—No se preocupe. Use todo lo que quiera. —Hui era baja y delgada, con los ojos negros y brillantes. Hablaba un inglés perfecto, pero con mucho acento chino. Crane le calculó unos treinta años—. La mesa de luz está allá.
Crane siguió la dirección del dedo.
—Gracias.
—Si necesita algo, dígamelo.
Se acercó a la mesa de luz, la encendió y sacó las radiografías que acababa de pedir, correspondientes a varios trabajadores del Complejo de Perforación. Tal como sospechaba, todo estaba en orden. Las radiografías eran de una normalidad descorazonadora. Ni una sola anomalía.
Durante las últimas veinticuatro horas había hecho exámenes informales a varios operarios del Complejo de Perforación, y había descubierto que sus dolencias eran como las de la zona de libre acceso del Complejo: amorfas y de una diversidad exasperante. Uno se quejaba de unas náuseas muy fuertes, otro de que veía borroso y con alteraciones en el campo visual… Algunos problemas parecían psicológicos (ataxia, fallos de memoria). Por otra parte, ninguno de los casos revestía gravedad. Como siempre, no había ninguna interrelación. Solo había un caso de auténtico interés, el de una mujer que había manifestado una desinhibición muy llamativa. En los últimos días había pasado de ser tímida, callada y abstemia a decir tacos y mostrarse agresiva y sexualmente promiscua. El día anterior la habían confinado a su dormitorio, después de encontrarla borracha durante su turno de trabajo. Crane la había entrevistado, había hablado con sus compañeros de trabajo y pensaba mandar un informe completo a Roger Corbett (debidamente filtrado, por supuesto), para que lo evaluase.
Cogió las radiografías de la mesa de luz con un suspiro. Había encargado resonancias magnéticas para mandarlas al laboratorio junto a las muestras de sangre, aunque ya se temía que los resultados serían tan poco concluyentes como de costumbre. Lástima, porque tenía esperanzas para aquella fase de la investigación; lo último que deseaba eran nuevos casos, pero la presencia de estos en el Complejo de Perforación (donde se hacía el trabajo de verdad) le habría dado indicios. Pero no parecían salir peor parados que sus colegas de los pisos de arriba.
Ahora tenía claro que la preocupación repentina de Spartan no era una cuestión de gravedad, sino de selección. Hasta hacía poco, cuando los únicos afectados eran trabajadores prescindibles, el almirante había mostrado poco interés, pero ahora que estaban enfermando responsables directos de la perforación Spartan ya no podía cerrar los ojos.
Apagó la mesa de luz. Aunque los nuevos casos no aportaran datos concluyentes, le habían abierto muchas puertas. Ahora podía acceder a los niveles reservados del Complejo, lo cual duplicaba a todos los efectos el número de personas que podía someter a un seguimiento, por no hablar de las nuevas posibilidades de buscar posibles factores ambientales.
Hui Ping lo miró. Era como un estudio en blanco y negro: pelo, ojos y gafas negros, bata blanca y piel casi traslúcida.
—No parece muy satisfecho —dijo.
Crane se encogió de hombros.
—Es que no encaja todo tan deprisa como esperaba.
Ping asintió, mientras se ponía unos guantes de látex.
—Lo mismo me ocurre a mí.
Su pelo, brillante y corto, se movía con cada sacudida de la cabeza.
—¿En qué trabaja?
—En esto.
Ping señaló la otra punta de un aparato muy grande.
Crane se acercó, y al asomarse al borde descubrió con sorpresa a otro de los centinelas, idéntico al que le había enseñado Asher. Flotaba en el aire, brillando con una infinidad de colores cambiantes, y tenía el mismo haz finísimo de luz blanca directamente orientado al techo.
—¡Vaya! —dijo, lleno de asombro—. ¡Si tiene uno!
Ping se rio alegremente.
—Tampoco es que escaseen, la verdad. De momento hemos encontrado más de veinte.
Crane la miró con cara de sorpresa.
—¿Veinte?
—Sí, y cuanto más bajamos más encontramos.
—Si han encontrado tantos en el recorrido del pozo es que la corteza de esta zona debe de estar infestada.
—No, si no están en el recorrido del pozo…
Crane frunció el entrecejo.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, el primero sí, pero desde entonces han venido ellos a nosotros.
—¿Venido?
Ping volvió a reírse.
—No se me ocurre otro modo de decirlo. Vienen a la Canica, como si los atrajese.
—¿Quiere decir que perforan la roca?
Se encogió de hombros.
—No sabemos exactamente cómo lo hacen, pero la cuestión es que vienen.
Crane prestó más atención al objeto. Era algo inverosímil verlo flotar en medio del laboratorio con su profundo resplandor interno, como un arco iris de infinitos matices. De repente, al contemplarlo, llegó a la profunda convicción de que los temores de Asher eran infundados. El inquietante testimonio escrito que había leído antes de acostarse podía referirse a otra cosa, sin la menor relación con el centinela. Seguro que la causa de las enfermedades tenía un origen totalmente distinto. Aquel objeto tenía que ser benigno. Solo una cultura moralmente avanzada, que hubiera dejado atrás las guerras, la violencia y la maldad, podía crear algo de una belleza tan indescriptible.
—¿Qué estudia? —murmuró.
—La lucecita fina que emite. La he sometido a refractómetros y radiómetros espectrales para analizar sus componentes, pero es difícil.
—¿Por qué? ¿Porque tiene que mover los aparatos a su alrededor?
Ping volvió a reírse.
—Sí, por eso también, pero me refiero a que me está ocurriendo lo mismo que a usted. No acaban de encajar las piezas.
Crane cruzó los brazos y se apoyó en el aparato, muy voluminoso.
—Cuénteme, cuénteme —dijo.
—Con mucho gusto. Los únicos que se interesan de verdad por los centinelas son los científicos. El resto solo tiene ganas de llegar al filón. A veces creo que me asignaron este trabajo tan insignificante solo porque Korolis no quiere que moleste. Me trajeron para programar los ordenadores científicos, no para manejarlos.
El tono de Ping delataba su amargura. «Así que Korolis la ha apartado de un trabajo importante y la ha relegado a este laboratorio de mala muerte —pensó Crane—, donde malgasta su talento en teorías y mediciones secundarias…».
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Korolis no se fía de usted?
—Korolis no se fía de nadie, y menos si estudió en la Universidad Politécnica de Pekín. —Ping se levantó, se acercó y señaló el objeto flotante—. En fin… ¿Ve el rayo que emite? Parece que no se mueva, ¿verdad? Pues cuando se procesa resulta que tiene unas pulsaciones increíblemente rápidas, más de un millón por segundo.
—Sí, ya me lo comentó Asher.
—Otra cosa: ¿verdad que parece luz normal?
—Sí, muy blanca pero sí.
—Pues dista mucho de serlo. De hecho es una paradoja. Prácticamente todos los tests que he hecho han arrojado resultados anómalos.
—Pero ¿la luz no es luz?
—Es lo que pensaba yo, pero mis tests están demostrando lo contrario. Le daré un ejemplo: ¿ve el aparato donde está apoyado? Es un espectrógrafo.
—Nunca había visto uno tan grande.
Ping volvió a sonreír.
—Bueno, digamos que es un espectrógrafo fotoeléctrico muy especial, pero hace lo mismo que los demás, aunque mucho más deprisa y con mucho más detalle. ¿Sabe cómo funciona un espectrógrafo?
—Divide la luz en las longitudes de onda de las que está compuesta.
—Exacto. La materia, cuando se ioniza (por ejemplo a causa del calor), desprende luz. Los diferentes tipos de materia despiden distintos tipos de luz. Se llaman «emisiones de líneas». El espectrógrafo puede reconocerlas y clasificarlas. Para los astrónomos son muy importantes, porque pueden determinar la composición de una estrella estudiando sus emisiones de líneas.
—Siga.
—Usé este espectrógrafo para analizar el rayo de luz que emite esta cosa y aquí tiene el resultado.
Ping se volvió, cogió una hoja y se la dio a Crane, que la leyó. No vio nada inhabitual. Mostraba una línea errática llena de picos y valles que cruzaba la página sinuosamente de izquierda a derecha. Pensó que no se diferenciaba mucho de un electrocardiograma.
—No sé mucho de espectroscopia fotoeléctrica —dijo—, pero no veo nada raro.
—No sería raro para una estrella lejana, pero ¿para este objeto tan pequeño? Es tan raro que parece imposible. —Señaló varios picos muy pronunciados—. Esto son líneas de absorción.
—¿Y qué?
—Pues que solo aparecen espectros de absorción cuando hay algo delante de la estrella que se mira, una nube de gas o algo que bloquea una parte de la luz y absorbe longitudes de onda específicas. Un rayo de luz que está en la misma sala que la persona que lo analiza nunca daría un resultado así.
Crane volvió a mirar el gráfico, frunciendo el entrecejo.
—¿Qué quiere decir, que el tipo de luz que emite este objeto solo puede verse desde una estrella lejana?
—Exacto. El espectro de luz que desprende este centinela es esencialmente imposible.
Crane devolvió la hoja a Ping en silencio.
—Solo es una de las muchas paradojas que he descubierto sobre esta criatura. Cada prueba que hago arroja resultados incomprensibles. Es fascinante, y a la vez frustrante. Por eso me molesté en usar un espectrógrafo, porque ya que es un instrumento que usan los astrónomos supuse que sería seguro. —Ping sacudió la cabeza—. Luego están los componentes físicos. Para empezar, ¿por qué emite un rayo de luz? Y ¿se ha fijado en que el rayo siempre va en la misma dirección, hacia arriba, se gire como se gire el objeto?
—No, no me había fijado.
Crane cogió el objeto flotante y lo giró en su mano, ligeramente distraído. A pesar de que el objeto cedía a la suave presión de sus dedos, el rayo se quedó en su sitio, firme como una roca, apuntando en todo momento al cielo, mientras su punto de origen se deslizaba suavemente por la superficie en rotación. El tacto del centinela era frío, extrañamente resbaladizo.
—¡Qué curioso! —dijo—. La luz siempre parte de la misma posición relativa, independientemente de su orientación en el espacio. Es como si toda la superficie tuviera la capacidad de iluminar. —Miró atentamente el centinela. Seguro que eran imaginaciones suyas, pero parecía más caliente que antes. Miró a Hui Ping—. Me gustaría saber si…
Enmudeció de golpe. Ping se había apartado, con una expresión de susto y miedo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Crane.
La doctora Ping retrocedió y se colocó detrás de otro gran aparato.
—Guantes… —dijo con voz ahogada.
De pronto Crane se dio cuenta de que las yemas de sus dedos estaban tan calientes que casi le dolían. Apartó enseguida la mano y soltó el centinela, que volvió a ocupar su posición en el centro exacto de la sala.
Lo contempló, inmovilizado por el miedo. Ping solo había dicho una palabra, pero su significado se abrió camino en la conciencia de Crane como un cuchillo:
«Nunca lo ha tocado nadie sin guantes…».
La quemazón iba rápidamente en aumento. Sintió que se le aceleraba el pulso y que se le secaba la boca. Acababa de cometer un pecado capital, el error más garrafal en el que podía incurrir un novato. Y ahora…
No pudo seguir pensando, porque justo entonces se disparó una bocina muy fuerte y se oyeron chirridos de metal. Eran los orificios de ventilación, que se habían cerrado en todo el laboratorio. También se apagaron las luces del techo, sustituidas por una luz roja de emergencia.
Ping había pulsado el botón de emergencia de la pared; los había dejado encerrados.