Crane se tumbó en la cama, exhausto. Casi eran las tres de la noche, y el Complejo estaba en silencio. Oyó cómo se deslizaban las notas seductoras de un clarinete de jazz, que se filtraba a duras penas desde el cuarto de baño común. Roger Corbett admiraba a Benny Goodman y Artie Shaw.
No recordaba otro día tan lleno de sorpresas en su vida, pero estaba tan cansado que en cuanto cerró los ojos se sintió invadido por el sueño. Sin embargo, aún no podía dormir. Primero tenía que hacer algo.
Acercó la mano a la mesa para coger una carpeta. La abrió y sacó un breve documento: el texto mencionado por Asher como testimonio de primera mano del hundimiento al fondo del mar. Se frotó los ojos y miró la primera página, casi sin fuerzas. Era una fotografía en gran formato de una página de un manuscrito iluminado, con letras minúsculas de color negro, una capitular muy adornada e ilustraciones al margen, inquietantes a pesar de su gran colorido. La vitela estaba muy desgastada en dos líneas horizontales que parecían corresponder a algún pliegue. Los bordes estaban oscurecidos por el uso y los años. El texto estaba en latín. Afortunadamente, el investigador de Asher había adjuntado una traducción en inglés, prendida a la foto. Crane empezó a leerla.
Aconteció en el año del señor de 1397 que yo, Jón Albarn, pescador de Staafhörn, fui convertido en testimonio.
En esa época me había roto el brazo de gravedad y no podía salir a la mar ni echar las redes. Habiendo salido cierto día a caminar por los acantilados, observé al punto que el cielo brillaba con gran fuerza, a pesar de que estaba nublado, y a mis oídos llegó un extraño canto, como de multitud de voces que hacían temblar el propio empíreo.
Regresé sin tardanza para informar a todas las gentes de esta revelación, pero en la aldea muchos habían oído ya con sus oídos, y visto con sus ojos, y emprendido el camino hacia la playa de guijarros; al ser domingo todos los varones de la aldea estaban en casa con sus familias, y así no pasó mucho tiempo hasta que la aldea quedó vacía, y se reunieron casi todos junto al agua.
El cielo se volvió aún más luminoso. La pesadez del aire era en extremo singular, y hubo muchos, yo entre ellos, que repararon en que el vello de nuestra piel se erizaba.
De pronto estallaron toda suerte de relámpagos y truenos, hasta que se abrieron las nubes sobre el mar, y de ellas brotaron arco iris y torbellinos de niebla. Luego apareció un agujero en el cielo, y por ese agujero se mostró un Ojo gigante envuelto en llamas blancas. Descendían de aquel ojo unos troncos de luz rectos cual columnas, y una calma extraña se hizo en el mar sobre el que se posaba la sagrada luz.
Todas las gentes de la aldea se alegraron en extremo, pues era el Ojo de maravillosa belleza, más luminoso de lo que pudiérase explicar, ceñido de arco iris que nunca dejaban de moverse. Todos decían que Dios Topoderoso había venido a Staafhörn para honrarnos con su gracia y bendición.
Los varones de la aldea, hablando entre sí, empezaron a decir que debíamos navegar hacia la luz maravillosa, a fin de alabar al Señor y recibir su bendición. Yo y otro dijimos que la distancia por mar era excesivamente grande, pero el Ojo era de tal belleza, y de tal pureza y blancura el fuego que lo rodeaba, que en poco tiempo todos subieron a sus barcas; no veían la hora de tocar la luz divina con sus propias manos, y lograr que sobre ellos se derramase. Nadie más que yo permaneció en la playa. La aldea entera iba en las barcas, con sus varones, mujeres y niños. Triste de mí, que no podía embarcarme a causa de mi brazo roto; y así, subí nuevamente a los acantilados para presenciar mejor aquel milagro.
Fueron minutos lo que tardaron las barcas, tres docenas o más, en adentrarse en la mar, mientras todos en ellas cantaban himnos de loanza y gratitud. También yo daba gracias sin cesar desde el acantilado por que entre todas las aldeas y pueblos del reino de Dinamarca el Señor favoreciese a Staafhörn. La línea de barcas parecía llevada por las aguas a una velocidad mágica, a pesar de que no soplaba el menor viento, y así en mi corazón, mientras oraba, sentí la gran melancolía de ser el único que se quedaba en tierra.
Transcurrido poco tiempo, cuando las barcas aún no se habían alejado de la costa más de una legua, el gran Ojo empezó a bajar despacio de los cielos. La corona de nubes que lo rodeaba seguía moviéndose; colgaban de él grandes cortinas de niebla cruzadas por infinitos arco iris, pero la columna de luz blanca que caía desde el Ojo hasta la superficie del mar empezó a cambiar. Vi que empezaba a girar y retorcerse como un ser viviente, y que también cambiaba el punto de las aguas en donde caía. Ya no estaba en calma, sino que empezó a hervir cual si lo consumiese un gran horno. El canto etéreo se volvió más fuerte, pero sus notas ya no parecían voces celestiales. Tan agudas se tornaron que al final más parecían los gritos de una liebre en una trampa. Eran tan insoportables que caí de rodillas y me tapé los oídos.
Desde lo alto del acantilado vi que las barcas vacilaban en su rumbo. Hubo una o dos que se detuvieron, mientras otras trataban de virar, pero era como si el mar hubiese montado en cólera, y empezaron a brotar chorros de agua alrededor de la columna de luz, que se levantaban con inusitada velocidad, como cuando se arroja una gran piedra en un pequeño estanque. Mientras bajaba el gran Ojo, la columna de luz se convirtió en una columna de fuego blanco que todo lo consumía, y que daba pavor solo de verla.
Las barcas ya se retiraban, pero entonces estalló un gran terremoto, y se abrieron las nubes con un fragor tan grande que pareció que en un momento cayeran al mar todas las estrellas del cielo. Llamas prodigiosas se alzaban donde se había desplomado cada una de ellas, y una gran cantidad de vapor corrió desde el centro hacia fuera, ocultando todas las barcas a mi vista.
La fuerza del terremoto me había postrado en el suelo, pero a pesar de mi pavor no lograba despegar mi mirada del horrendo espectáculo. La niebla devoradora se acercaba a la orilla. Creí ver llamaradas rojas y cárdenas que se levantaban hasta el mismo cielo antes de caer al mar en mil lenguas de fuego. En medio de todo descendía el gran Ojo, rodeado de llamas tan blancas y luminosas que en todo penetraban, incluso a través de la niebla. Parecióme que caía con gran lentitud. Cuando tocó la superficie del mar, el cielo sufrió una sacudida de tal fuerza y magnitud que no se podría describir aquel poder. Los truenos y el temblor se prolongaron durante casi una hora; agitaban la tierra con tal fuerza que estuve seguro de que se desgarrarían las mismísimas entrañas de la tierra. Harto tiempo hubo de pasar para que empezasen a apagarse los rugidos, y a despejarse las nieblas.
¡Oh, cuan extraño y terrible! No parecía sino que el diablo había engañado a las gentes de Staafhörn a fin de que corriesen al más triste fin bajo aquella guisa angelical, porque cuando por fin se despejó la niebla el mar se había tornado todo él de un oscuro rojo; hasta donde alcanzaba la vista lo cubrían peces muertos y otros moradores de las profundidades; no así las barcas ni los aldeanos, que de ellos ningún rastro había. Yo, en mi triste y lamentoso estado, también estaba muy perplejo, pues ¿acaso Lucifer no se habría quedado para gozar de su victoria? Mientras que del gran Ojo de fuego blanco nada se veía. Era como si ese mal enemigo no se cuidara del terrible destino de los ocupantes de las tres docenas de barcas.
Desde aquel día vagué por Dinamarca, contando mi historia a quien tuviese a bien prestar oídos y hacer caso a mi advertencia, pero rápidamente fui acusado de herejía, y salí del reino temiendo por mi vida. Solo me detengo brevemente en este castillo de Grimwold para mi socorro y sostén. Adonde iré no lo sé, pero es menester que me vaya.
JÓN ALBARN
Púsolo en letra Martín de Brescia, que solemnemente jura haber consignado fielmente la dicha relación. En el día de la Candelaria del año del Señor de 1398.
En el momento de dejar las hojas sobre la mesa, acostarse y apagar la luz, Crane estaba tan cansado como antes, pero a pesar de todo se quedó despierto en la cama con una sola imagen en la cabeza: un ojo enorme que no parpadeaba, rodeado de llamas blancas y puras.