A sesenta kilómetros de la costa de Groenlandia, la plataforma petrolífera Storm King se elevaba estoicamente entre un cielo borrascoso y "un mar embravecido. Un barco que pasara (o más probablemente un satélite de reconocimiento cuya órbita hubiera sido modificada por algún gobierno extranjero curioso) no habría advertido nada fuera de lo normal. Por la superestructura de la plataforma se movían despacio algunos operarios, como si trabajaran en las torres de perforación o inspeccionasen la maquinaria. A grandes rasgos, sin embargo, Storm King respiraba tanta placidez como inquietud el mar. La gigantesca plataforma parecía dormida.
Sin embargo, dentro de su piel de acero, Storm King hervía de actividad. El módulo suministrador de inmersión profunda LF2-M (la Bañera) acababa de volver de su viaje diario al Complejo, a tres mil metros de profundidad, y en aquel momento casi tres docenas de personas esperaban en la Sala de Recogida, mientras un cabrestante gigantesco subía el módulo de suministros no tripulado por una compuerta colosal situada en el nivel más bajo de la plataforma petrolífera. La estrambótica embarcación fue izada cuidadosamente del agua, alejada de la compuerta y depositada en un muelle de recepción. Bajo la mirada vigilante de un marine, dos encargados abrieron la escotilla del morro de la Bañera, dejando a la vista un mamparo de acceso. Después, empezaron a descargar la Bañera; sacaron todo lo que se había introducido en el Complejo. Los objetos que aparecieron llamaban la atención por su diversidad: grandes contenedores negros de basura destinados al incinerador, paquetes confidenciales herméticamente cerrados, muestras médicas en recipientes de seguridad que serían sometidas a pruebas demasiado especializadas para que las realizasen en el propio Complejo… A su debido tiempo, cada artículo fue puesto en manos de alguna de las personas que esperaban. La gente empezó a dispersarse por la plataforma petrolífera. En quince minutos la Sala de Recogida se quedó vacía, a excepción del marine, el operador del cabrestante y dos encargados de suministros, que cerraron el mamparo de acceso y la escotilla delantera de la Bañera, para dejarla lista para el viaje del día siguiente.
Uno de los hombres que esperaban, un mensajero de Servicios Científicos, salió de la Sala de Recogida con media docena de sobres cerrados bajo el brazo. Era una incorporación bastante reciente a la plataforma. Llevaba gafas de concha y cojeaba un poco, como si tuviera una pierna algo más corta que la otra. Decía llamarse Wallace.
De regreso al sector científico instalado en el Nivel de Producción de la plataforma, Wallace, a pesar de su cojera, recorrió deprisa los laboratorios, donde entregó los cinco primeros sobres a sus destinatarios. En cambio el último no lo entregó enseguida, sino que se retiró a su pequeño despacho, encajado en un apartado rincón.
Wallace tomó la precaución de encerrarse con llave antes de abrir el sobre y volcar su contenido (un solo CD) sobre sus rodillas. Después se volvió hacia su ordenador e introdujo el CD en el lector. Un rápido examen de su contenido reveló un solo archivo cuyo nombre era 108952.jpg. Una imagen, probablemente una fotografía. Clicó sobre el icono del archivo, y el ordenador lo mostró obedientemente en la pantalla. En efecto, era una imagen fantasmagórica en blanco y negro, claramente una radiografía.
A Wallace, sin embargo, no le interesaba la imagen, sino algo de lo que contenía.
Las referencias de Wallace eran buenísimas, y la investigación de su historial había dado un resultado irreprochable; aun así, como recién llegado al proyecto Deep Storm, estaba entre los últimos clasificados en cuanto a seguridad. Entre otras cosas, esto último significaba que su ordenador era un simple terminal que dependía para todo de la unidad central de la plataforma, sin disco duro propio y con la limitación de no poder abrir archivos ejecutables desde un CD. El resultado era que solo podía usar software autorizado, y que no podía instalar programas piratas.
Al menos en teoría.
Wallace se acercó el teclado, abrió el rudimentario procesador de textos preinstalado en el sistema operativo y escribió:
void main (void)
{
char keyfile = fopen (‘108952.jpg’);
criar extract;
while (infile)
{
extract = (asc ((least_sig_bit (keyfile))/2)^6);
stdoutput (extract);
}
}
void least_sig_bit (int sent_bit)
{
int bit_zero;
bit_zero = «(sent_bit, 6);
return (bit_zero);
bit_zero =» (sent_bk, 6);
}
Examinó el programa, repasó los pasos mentalmente y verificó que su lógica fuera sólida. Después de un gruñido de satisfacción volvió a mirar la radiografía.
Cada píxel de la imagen ocupaba un solo byte del archivo jpg del disco. Aquel programa, corto pero potente, quitaba los dos bits menos significativos de cada byte, convertía los números en sus equivalentes ASCII y mostraba las letras resultantes en la pantalla.
Compiló y ejecutó rápidamente el programa. La nueva ventana que se abrió en el monitor no contenía la imagen de rayos X, sino un mensaje de texto.
SE SOLICITA APLAZAMIENTO EN LA SEGUNDA TENTATIVA
PENDIENTE DE PERFORACIÓN
NOVEDADES EN LA ACCIÓN SECRETA
Leyó y releyó el mensaje con los labios apretados.
Los ordenadores permitían esconder mensajes secretos casi en todas partes: en el ruido de fondo de una grabación musical, en la textura granulada de una foto digital… Wallace estaba usando la antigua técnica de espionaje de la esteganografía (esconder información donde no se advirtiese su presencia en vez de encriptarla), trasladándola a la era digital.
Borró la pantalla y el programa, y guardó el disco en el sobre. Todo el proceso había durado menos de cinco minutos.
Sesenta segundos después, en los laboratorios científicos, un radiólogo alzó la cabeza al ver que le dejaban discretamente un sobre encima de la mesa.
—Ah, sí, estaba esperando esta radiografía —dijo—. Gracias, Wallace.
Wallace se limitó a sonreír.