20

El camarote quedó un momento en silencio. Crane, inmóvil, pugnaba por asimilar lo que acababa de oír a medida que el significado de las palabras de Asher se asentaba en su interior.

—Tómese un minuto, Peter —dijo amablemente Asher—. Ya sé que cuesta acostumbrarse a la idea.

—No sé si me lo creo —acabó contestando Crane—. ¿Está seguro de que no hay ningún error?

—Ninguno. El ser humano no tiene la tecnología necesaria para introducir un aparato por debajo de la corteza terrestre, y menos todavía uno capaz de emitir una señal así. El cambio de fase natural a la que está sujeto el Moho hace que los sistemas de captación de señales de la superficie terrestre carezcan de la sensibilidad y la tecnología que harían falta para detectar determinados tipos de onda procedentes de debajo de la corteza. Lo que ocurre es que en esta zona el Moho está más alto de lo normal, a causa de la dorsal del Atlántico Medio; este factor, sumado a la profundidad de los pozos de la Storm King, explica el descubrimiento fortuito de la señal.

Crane cambió de postura.

—Siga.

—Como comprenderá, el gobierno estableció como meta prioritaria desenterrar la fuente de la señal y establecer sus características. Se tardó bastante en poner en marcha el proyecto e instalar el equipo necesario. La profundidad a la que trabajamos lo dificulta mucho. Este Complejo estaba hecho para cumplir otras misiones, no para funcionar a esta profundidad, ni mucho menos. De ahí la cúpula protectora.

—¿Cuánto duraron exactamente los preparativos?

—Veinte meses.

—¿Tan poco? —Crane no salía de su asombro—. En veinte meses General Motors ni siquiera puede diseñar un prototipo de coche.

—Esto demuestra que el gobierno se toma el proyecto muy en serio. La cuestión es que ahora ya hace casi dos meses que excavamos a un ritmo de locos, y hemos progresado bastante. Ya disponemos de un conducto vertical debajo del Complejo, y estamos excavando hacia la fuente de la señal.

—¿Cómo puede ser? ¿A esa profundidad la roca no está derretida?

—La corteza es relativamente fina, los valores geotérmicos bajos y la producción de calor radiogénico bastante inferior a lo que encontraríamos en la corteza continental. Las ondas P y las ondas S indican que la litosfera solo está a tres kilómetros debajo de nosotros; claro que el «solo» es relativo…

Crane sacudió la cabeza.

—Tiene que haber alguna explicación lógica, terrestre; algún invento ruso o chino, o algún fenómeno natural. Si algo aprendí en el curso de geología marina es que apenas sabemos nada sobre la composición de nuestro propio planeta, aparte de la capa más fina y superficial.

—No es ruso ni chino, y me temo que hay demasiadas cosas que no cuadran para que su origen sea natural, por ejemplo la geología del impacto. Normalmente, cuando algo se incrusta tan profundamente lo previsible es que vaya acompañado de una serie de perturbaciones geológicas considerables, el equivalente submarino de un cráter meteórico, pero en este caso las capas de sedimentación situadas encima de la anomalía están sincronizadas casi a la perfección con la matriz que las rodea. Imagínese un niño que hace un agujero en la playa, mete una concha y vuelve a echar la arena. Eso no puede explicarlo ningún fenómeno terrestre.

—Pero alguno tiene que haber…

—No. Me temo que la verdadera explicación está en otra parte. Debe saber que se han encontrado una serie de… artefactos.

Asher hizo una señal con la cabeza al hombre de la bata. Éste, que no había dicho nada, fue a una de las paredes del fondo y se arrodilló para abrir un contenedor de plástico. Sacó algo, se levantó y se lo dio a Asher.

Crane lo miró con curiosidad. Era un objeto de forma cúbica con una especie de protección metálica. Asher volvió la cabeza, y su mirada y la de Crane se encontraron.

—Acuérdese de lo que le he dicho, Peter. Lo del umbral.

Retiró suavemente el envoltorio y tendió el cubo a Crane.

Era hueco, de plexiglás transparente, con todos los bordes escrupulosamente sellados. Dentro había algo. Crane lo levantó de las manos de Asher, lo miró de cerca… y ahogó un grito de sorpresa.

Justo en el centro del cubo flotaba un objeto pequeño, no mayor que una ficha de dominó. Emitía una especie de luz láser, un haz fino como un lápiz e intensamente blanco que apuntaba hacia el techo. Por imposible que pareciera, el objeto no tenía un color único y definible, sino que titilaba con todos los del arco iris: oro, violeta, añil, canela… Y muchos otros que Crane jamás habría imaginado, todos en un estado de cambio constante. Era como si los colores brotasen de lo más profundo y salieran despedidos desde un núcleo central, como si aquel pequeño objeto ardiese con un extraño fuego interno.

Crane dio varias vueltas al cubo de plexiglás sin apartar la vista de su contenido. Daba igual hacia dónde lo girase, porque el objeto del interior siempre se quedaba en el centro. Examinó las características del cubo, buscando cables o imanes escondidos, pero era un simple cubo de plástico, sin trucos.

Lo sacudió con suavidad. Después de manera más brusca. La cosa brillante y palpitante del centro apenas subió y bajó. Siempre acababa parándose en el centro exacto, donde se quedaba flotando plácidamente, mientras el fino haz de luz blanca apuntaba hacia arriba.

Crane acercó el cubo a sus ojos y lo contempló boquiabierto. Reparó en que los bordes de la especie de ficha de dominó en realidad no estaban definidos con exactitud. De hecho el objeto palpitaba ligeramente. A veces los bordes se definían, y otras se atenuaban. Parecía que la masa y la forma del objeto estaban sujetos a una fluidez constante.

Levantó la cabeza. Asher sonreía con las manos tendidas. Crane vaciló un poco y le entregó el cubo a regañadientes. El director científico volvió a guardarlo en el envoltorio metálico y se lo dio a su ayudante, que lo introdujo otra vez en el contenedor.

Crane se apoyó en el respaldo, parpadeando.

—¿Se puede saber qué es? —preguntó al cabo de un rato.

—Desconocemos su función exacta.

—¿De qué está hecho?

—Tampoco lo sabemos.

—¿Es peligroso? ¿Podría ser la causa de los problemas de la estación?

—Yo me he hecho la misma pregunta, como todos, pero no, es inofensivo.

—¿Están seguros?

—Las primeras pruebas que hicimos eran para saber si emitía alguna radiación aparte de la luz, pero no, es completamente inerte. Lo han confirmado todas las pruebas posteriores. La razón de que lo haya metido en el cubo de plexiglás es que es un poco difícil de manipular. Siempre encuentra el centro exacto de la sala donde está, y se queda flotando.

—¿Dónde lo encontraron?

—Salió a la luz durante la excavación del pozo. A día de hoy han aparecido más de una docena. —Asher hizo una pausa—. Cuando empezamos, el plan estaba claro: excavar lo más deprisa que permitieran los parámetros de seguridad hacia la fuente de la señal. —Señaló el contenedor con un gesto—. Pero después, cuando empezamos a descubrir todo esto… se complicaron las cosas.

Asher se sentó y añadió con un susurro cómplice:

—Son algo extraordinario, Peter. Más de lo que parecen a simple vista. Para empezar, todo indica que son esencialmente indestructibles. No les afecta nada de lo que hemos probado en entornos controlados. Absorben algunas agresiones, como las radiaciones, y reflejan las demás. Ah, y parece que actúan como condensadores.

—¿Condensadores? —repitió Crane—. ¿Como baterías?

Asher asintió con la cabeza.

—¿Qué potencia generan?

—Aún no hemos podido medir los valores máximos, pero cuando les hemos puesto conductores han llegado a la zona roja de todos los aparatos de medición, hasta en los más potentes.

—¿Con qué valores?

—Un billón de vatios.

—¿Qué? ¿Esto tan pequeño? ¿Almacena mil megavatios de energía?

—Si lo pusieran en un coche, lo alimentaría de electricidad para toda su vida útil. Ciento cincuenta mil kilómetros. Y aún hay otra cosa.

Asher metió la mano en un bolsillo de su bata de laboratorio y sacó un sobrecito que dio a Crane.

Crane lo abrió y sacó una hoja. Estaba impresa con ordenador. Eran series de números que se repetían.

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—¿Qué es? —preguntó.

—Ha reparado en la luz, ¿verdad? El haz que sale del indicador. Pues no es continua. En realidad tiene millones de pulsaciones por segundo; pulsaciones muy regulares, que se encienden y se apagan.

—Unos y ceros. Digital.

—Creo que sí. Es lo que hace funcionar todos los ordenadores del mundo, y también las neuronas de nuestro cerebro. Es una ley básica de la naturaleza. Aunque este aparatito sea increíblemente complejo, no hay ninguna razón para que no se comunique digitalmente. —Asher dio un golpecito al papel—. Una secuencia de ochenta bits que se repite constantemente; secuencia que, a propósito, es bastante más corta que el otro mensaje, el que llegaba de debajo del Moho, el primero que se descubrió.

—El «otro» mensaje, dice… ¿O sea, que usted cree que esta palpitación luminosa intenta decirnos algo?

—Sí, siempre que podamos descifrarla.

Crane cogió la hoja.

—¿Puedo quedármelo?

Asher titubeó.

—De acuerdo, pero no se lo enseñe a nadie.

Crane volvió a meterla en el sobre y lo dejó sobre la mesa.

—Y los objetos…

—Nosotros los llamamos indicadores, o centinelas.

—¿Centinelas? ¿Por qué?

—Porque parece que hayan estado esperando y observando durante todos estos años para darnos algo.

Crane reflexionó.

—Bueno, muy bien, están excavando hacia la fuente de la señal. Y cuando lleguen, ¿qué?

—En ese aspecto también se han complicado un poco las cosas. —Asher hizo otra pausa—. Los sensores ultrasónicos que hemos bajado por el pozo… han detectado indicios de que hay algo debajo de donde han aparecido los centinelas, un objeto de grandes dimensiones enterrado a mayor profundidad que la fuente de la señal.

—¿Qué tipo de objeto?

—Sabemos que tiene forma de bocel, y que es enorme, de varios kilómetros, pero aparte de eso es un misterio.

Crane sacudió la cabeza.

—Alguna teoría tendrán.

—¿Sobre la razón de su presencia? Por supuesto. —Asher parecía un poco más a gusto, como si se hubiera quitado de encima el peso de una verdad dolorosa—. Tras largas discusiones, los científicos y los militares del Complejo se han puesto de acuerdo en que es algo que dejaron para que lo descubriera la humanidad cuando estuviera bastante avanzada.

—¿Una especie de regalo?

—Podría llamarlo así. ¿Quién sabe qué descubrimientos son obra de la humanidad, y cuáles, de alguna manera, nos fueron dados? ¿Quién sabe si el fuego, por ejemplo, no fue un regalo de más allá de las estrellas? ¿O el hierro? ¿O los conocimientos para construir pirámides?

—Un regalo de más allá de las estrellas —repitió Crane, aparentemente poco convencido.

—Los griegos creían que el fuego procedía de los dioses. Hay otros pueblos con mitos parecidos. ¿Y si existe algo en común? Cuando nuestra tecnología hubiera progresado bastante para captar una señal de debajo del Moho, y cuando pudiéramos excavar hacia la fuente emisora, se nos consideraría preparados para el siguiente paso.

—O sea, ¿que el objeto enterrado al que intentan llegar contiene tecnología útil de algún tipo? ¿Una tecnología benigna que solo podíamos descubrir cuando estuviéramos preparados para utilizarla?

—Exacto, como la tecnología que creó el dispositivo que acabo de mostrarle; algo que ayudaría a la humanidad a seguir desarrollándose y dar el siguiente salto.

Crane lo asimiló en silencio.

—Entonces ¿cuál es el problema? —acabó preguntando.

—Al principio yo estaba tan convencido como los demás, pero últimamente no lo veo tan claro. En el fondo todo el mundo tiene ganas de creer que abajo hay algo maravilloso. Mis científicos están emocionados con la idea de nuevas fronteras para el conocimiento; los agentes secretos de la Marina babean con la posibilidad de dar un uso armamentístico a una nueva tecnología, pero ¿cómo podemos estar seguros de lo que hay? Los indicadores que hemos ido encontrando son como un camino de migas de pan que promete un festín, pero no podremos saber qué hay enterrado más abajo hasta que hayamos traducido las señales.

Asher se enjugó otra vez la frente.

—Además ha pasado algo, Peter. Siempre habíamos dado por supuesto que el objeto llevaba millones de años sumergido, pero hace unos días descubrimos que lo está desde hace relativamente poco, más o menos desde 1400. En ese momento me di cuenta de que podía haber constancia escrita de alguien que presenciara el sumergimiento; por eso envié a un investigador para que recorriera la zona visitando bibliotecas, abadías, universidades… Cualquier lugar donde pudiera haber testimonios escritos de primera mano. Hemos encontrado uno en el castillo de Grimwold, un antiguo monasterio de una isla escocesa. —Se puso muy serio—. Es un texto inquietante y terrorífico.

—¿Está completamente seguro? Me refiero a que el texto que han encontrado describa este fenómeno.

—Seguro del todo no puedo estar.

—¿Me permite leerlo?

—Le mandaré una copia, pero a lo que iba: suponiendo que sí, que describa el sumergimiento, este testimonio es la invitación más clara que puedo imaginar a que nos andemos con cuidado.

Crane se encogió de hombros.

—Parece lo más sensato, sobre todo teniendo en cuenta que aún no han descifrado la señal digital.

—Lo malo es que la Marina cada vez está más lanzada. El almirante Spartan no comparte mi opinión. Lo que más teme él es que otros países se enteren del descubrimiento. Quiere que se extraiga y se analice el objeto lo antes posible, y que se tomen y estudien muestras de su contenido.

—¿Lo sabe alguien más fuera del área restringida?

—Algunos. Corren rumores. La mayoría sospecha que hay algo más que toda esa historia de la Atlántida. —De repente, Asher se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación—. Pero existe otro motivo para ser prudentes. Sabemos que la corteza se compone de tres capas: la sedimentaria, la continental y la oceánica. Ya hemos perforado las dos primeras, y estamos a punto de llegar a la tercera y más profunda. Debajo de eso ya está el Moho. La cuestión es que en el fondo nadie sabe qué es el Moho, ni qué ocurrirá cuando lleguemos. Tenemos que ser cautos. Lo malo es que cuanto más protesto más nos marginan a mí y a la NOD. Ahora están llegando más militares, y ya no son de la Marina normal, sino «destacamentos negros», que son temibles.

—Como Korolis —dijo Crane.

Al oír su nombre, Asher endureció su expresión, aunque se le pasó enseguida.

—Sí, es quien los ha pedido, y su superior directo. Personalmente, lo que temo es que dentro de poco Spartan tome el control absoluto de la operación, con Korolis como brazo ejecutor. Si protesto demasiado podrían relevarme de mi cargo y expulsarme de la estación. —Asher dejó de caminar y miró a Crane fijamente—. Ahí es donde interviene usted.

Crane puso cara de sorpresa.

—¿Yo?

—Lo siento mucho, Peter. No era mi intención cargar en sus hombros el peso de este conocimiento ni de esta responsabilidad. Tenía la esperanza de que el problema médico se resolviera deprisa, y de que usted pudiera volver a la superficie creyendo que habíamos encontrado la Atlántida, pero con el descubrimiento de este testimonio escrito, y la actitud cada vez más agresiva de Spartan…

—Pero ¿por qué yo? Contármelo todo es un riesgo muy grande.

Asher sonrió cansadamente.

—Le recuerdo que estuve investigando. Mis hombres son científicos. Se dejan intimidar demasiado por Korolis y los de su calaña. En cambio usted… No solo tiene los conocimientos necesarios para tratar enfermedades submarinas, sino que sirvió en un submarino de inteligencia. Me temo que a esta iniciativa le falta poco tiempo para convertirse precisamente en eso, en una misión de inteligencia. Como mínimo.

—¿Qué quiere decir?

—Que cada día se acercan más al Moho, y yo ya no puedo esperar. De algún modo tenemos que saber qué hay abajo antes de que lleguen las excavadoras de Spartan.

—¿Por qué está tan seguro de que me pondré de su parte? Soy ex militar. Lo ha dicho usted mismo. Podría estar de acuerdo con el almirante Spartan.

Asher sacudió la cabeza.

—No, usted no. Escúcheme bien. De todo esto ni palabra. —Vaciló—. Es posible que sea innecesario. Quizá nuestros analistas descifren mañana mismo los indicadores, o pasado mañana, y todo lo que he dicho ya no tenga sentido. —Señaló con la cabeza al hombre de la bata, que no había dicho una sola palabra durante toda la conversación—. Éste es John Marris, criptoanalista de mi equipo, que ha estado trabajando día y noche en el problema. Lo que voy a pedirle…

En ese momento llamaron bruscamente a la puerta. Los golpes se repitieron dos veces.

Crane miró a Asher. El director científico se había quedado como una estatua al lado de la silla, con una repentina palidez en su rostro lleno de arrugas. Sacudió con vehemencia la cabeza.

Se oyeron golpes más fuertes e insistentes.

—¡Doctor Crane! —tronó desde el pasillo una voz ronca.

Crane se volvió hacia la puerta.

—¡Un momento! —dijo Asher en voz baja y urgente.

Justo entonces se abrió la puerta. A la luz del pasillo se recortó la silueta del almirante Spartan con una tarjeta roja de acceso ilimitado en la mano, y a cada lado un marine con una carabina M1.