17

Estaba en el umbral de un gran abismo poco iluminado. Al menos fue su primera impresión. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se dio cuenta de que estaba en un acceso estrecho fijado con pernos a la piel exterior del Complejo. Detrás, y a sus pies, la pared caía a pico, salpicada por una red de escalerillas; se hundía doce plantas en la oscuridad, y Crane tuvo un momento de vértigo. Se aferró inmediatamente a la baranda de acero, mientras oía vagamente que uno de los marines le decía algo.

—Salga, por favor. Esta compuerta no puede quedar abierta.

—Perdón.

Apartó rápidamente el otro pie del umbral. Los dos marines cerraron la pesada escotilla. Los cerrojos rechinaron.

Crane miró a su alrededor sin soltar la baranda. Justo delante había una pared metálica curvada, que en la penumbra apenas se veía. Era la cúpula exterior. Tenía lámparas de sodio empotradas a distancias regulares, pero grandes (de ahí la escasez de la iluminación). Al mirar hacia arriba, Crane siguió la curvatura de la cúpula hasta el punto más alto, justo encima del Complejo. Entre el techo de este último y la parte inferior de la cúpula había unos tubos metálicos que supuso que serían los accesos a los batiscafos y al módulo de escape.

Su mirada bajó desde la cúpula hasta la pasarela donde se encontraban; esta se ensanchaba hasta convertirse en una suave rampa que salvaba el hondo abismo entre el Complejo y la cúpula. El resto del grupo ya la estaba cruzando en dirección a una gran plataforma fijada a la pared de la cúpula. Crane respiró hondo, soltó la baranda y empezó a seguirlos.

Fuera hacía más frío, y el olor a sentina era más pronunciado. El eco de sus pasos en la reja metálica de la pasarela se perdía en la inmensidad de aquel espacio. Se le apareció fugazmente una imagen mental de donde estaba: en el fondo del mar, caminando por un estrecho puente entre una caja metálica de doce pisos y la cúpula que la envolvía. Entre él y el lecho marino solo había el vacío. Como la imagen le ponía nervioso, intentó borrarla concentrándose en alcanzar al grupo, que casi había llegado a la plataforma.

Detrás de Renault y de los dos empleados de cocina iba Conrad. Crane se puso a su altura.

—Y yo que creía que Recepción sería un saloncito la mar de agradable —dijo—, con una tele y mesas con revistas…

Conrad se rio.

—Se tarda un poco en acostumbrarse, ¿eh?

—Sí, es una manera de decirlo. No tenía ni idea de que el espacio entre el Complejo y la cúpula estuviera presurizado. Me lo imaginaba lleno de agua.

—El Complejo no está construido para funcionar a tanta profundidad. Con esta presión no duraría ni un minuto. Nos protege la cúpula. Alguien me dijo que se complementan, como el doble casco de un submarino, o algo así.

Crane asintió con la cabeza. El concepto tenía una lógica impecable. En cierto modo sí era como un submarino, con su casco interior, su casco exterior y los tanques de lastre en medio.

—He visto que el Complejo tiene unas escalerillas por fuera. ¿Se puede saber para qué sirven?

—Ya le he dicho que esto lo construyeron para aguas mucho menos profundas, donde no habría hecho falta una cúpula de protección. Creo que las escalerillas eran para los submarinistas, para moverse por los lados del Complejo cuando hubiera que hacer reparaciones y otras cosas.

Al mirar hacia atrás, Crane reparó en dos grandes tirantes en forma de tubo que salían horizontalmente de ambos lados de la cúpula y llegaban al Complejo en un punto ligeramente por encima de su centro. Comprendió que era lo que Asher había llamado radios de presión, tubos abiertos al mar que constituían otro de los muchos sistemas para compensar la enormidad de la presión. Desde aquella distancia parecían dos radios de una rueda, en efecto, aunque a Crane le recordaban más bien un espetón de asar clavado en el Complejo. Estaba bien lo de la compensación, pero a él no le gustaba tener el mar tan cerca de la caja donde vivía.

Ya habían llegado a la plataforma del final de la rampa. Tenía unos dos metros cuadrados, y estaba pegada a la pared interna de la cúpula con grandes medidas de seguridad. En un lado había una compuerta estanca de un enorme grosor, vigilada por más marines. Crane tuvo la certeza de que conducía al exterior de la cúpula, a las profundidades marinas. Seguro que era donde se acoplaría la Bañera, y por donde entrarían los suministros.

En la plataforma ya había una docena de personas esperando: técnicos con bata de laboratorio, empleados de mantenimiento con mono… La mayoría traía contenedores de diversos tamaños. Los mayores, los de mantenimiento, eran recipientes de plástico negro con ruedas, cuyo gran volumen debía de dificultar su encaje en las compuertas. Crane dedujo que contenían los residuos que se enviaban a la superficie.

Al lado de la compuerta había un panel de control a cargo de una mujer alta y muy atractiva, con ropa militar. Crane vio que pulsaba unas teclas y miraba la pantalla.

—Dos minutos para la llegada-dijo por encima del hombro.

Se oyeron algunos suspiros de impaciencia.

—Otra vez con retraso —murmuró alguien.

A Crane ya se le había pasado el vértigo. Su mirada saltó de la mujer del panel a la piel de la cúpula. Tenía una curva suave y perfecta, diseñada para el máximo de resistencia y con un extraño atractivo visual. Parecía increíble que estuviese sometida a una presión tan aterradora, a una masa de agua cuyo peso casi no se podía concebir. La experiencia de Crane en submarinos le había enseñado a no pensar demasiado en esas cosas. Tendió inconscientemente una mano y acarició ligeramente la superficie de la cúpula. Era seca, suave y fría.

Renault, el jefe de cocina, miró su reloj con impaciencia y se volvió hacia Crane.

—Pues nada, doctor —dijo con algo parecido a la satisfacción—, cuando llega la Bañera mis hombres sacan la comida y Conrad repasa la lista por si han olvidado algo. Todo bajo mi supervisión. ¿Satisfecho?

—Sí-contestó Crane.

—Un minuto para la llegada —dijo la mujer.

Renault se acercó un poco más.

—¿Tenía otras preguntas? —dijo.

Volvió a mirar su reloj, como diciendo: «Pregúntelo ahora que ya estoy malgastando mi valioso tiempo».

—¿Ha habido algún otro de sus subordinados que se haya puesto enfermo últimamente?

—Mi saucier tiene sinusitis, pero ha seguido viniendo a trabajar.

Crane ya esperaba esa respuesta. Ahora que había hecho todas las comprobaciones necesarias sobre la manipulación de alimentos, no veía la hora de ponerse a trabajar en la posibilidad de la intoxicación por metales pesados. Empezó a mirarlo todo: la gente, la mujer atractiva del panel de control, el mamparo eléctrico que había al lado de ella… En la parte inferior del mamparo se habían condensado gotas que caían despacio. Tuvo la tentación de despedirse y volver a la compuerta del Complejo por la pasarela, pero estaba prácticamente seguro de que necesitaría a Renault y sus documentos para entrar.

Al otro lado de la cúpula se oyó una especie de golpe. La plataforma tembló un poco. Había llegado la Bañera. Todos empezaron a moverse, preparándose para la apertura de la compuerta.

—Acoplamiento correcto —dijo la mujer—. Iniciada la descompresión de la compuerta.

—¿Y las pautas de comportamiento? —preguntó Crane al jefe de cocina—. ¿Alguien ha hecho cosas extrañas o fuera de lo habitual?

Renault frunció el entrecejo.

—¿Fuera de lo habitual? ¿En qué sentido?

Crane no contestó. Su mirada había vuelto a posarse en el mamparo, que ahora goteaba más deprisa. «Qué raro… —pensó—. ¿Qué sentido tiene que la condensación…?».

Se oyó un ruido muy extraño, agudo, como el de un gato enseñando los dientes, y tan breve que Crane no estuvo seguro de haberlo oído. De repente, donde se habían formado las gotas brotó un chorrito de agua fino como la punta de un alfiler. Al principio Crane lo contempló con incredulidad. El chorro, de una horizontalidad perfecta, como un rayo láser, cruzaba silbando treinta metros o más, y poco antes del Complejo empezaba a curvarse en un arco gradual a causa de la gravedad.

Todo quedó en suspenso. Luego se disparó una sirena y empezaron a sonar alarmas.

—¡Rotura del perímetro! —tronó una voz electrónica por el enorme espacio—. ¡Rotura del perímetro! ¡Esto es una emergencia!

Un grito de sorpresa se elevó entre los ocupantes de la plataforma. La mujer uniformada cogió la radio y habló deprisa.

—Aquí Waybright, del control de la Bañera. Hay una perforación muy pequeña en el tubo de control. ¡Repito, es aquí, la rotura es aquí! ¡Mandad ahora mismo una brigada de contención!

Alguien gritó. La gente se retiró a los bordes de la plataforma, y algunos empezaron a retroceder despacio por la pasarela, hacia el Complejo.

—¡Se va a agrandar! —exclamó alguien.

—¡No podemos esperar a la brigada! —dijo Conrad.

Hizo el gesto maquinal de acercar una mano al agujero para taparlo.

Crane se le echó inmediatamente encima.

—¡No! —exclamó, intentando retenerle con el brazo, pero no tuvo tiempo de evitar que la mano izquierda del jefe de inventario pasara por el chorro de agua.

Con la precisión de un escalpelo, el agua a presión seccionó todos los dedos a la altura del segundo nudillo.

La plataforma era un pandemónium. Chillidos, gritos de sorpresa y horror, órdenes a pleno pulmón… Conrad cayó al suelo con la boca muy abierta de sorpresa, sujetándose la mano herida. Varias botas hicieron vibrar la pasarela; se había abierto la escotilla del Complejo, para dejar pasar a varios hombres con pesados trajes que llegaron corriendo con grandes aparatos en las manos. Mientras tanto Crane, que se había agachado, cogió los dedos cortados (con la precaución de no exponerse al mutilador chorro) y se los guardó cuidadosamente en el bolsillo de la camisa.