—¿Le falta mucho, doctor?
Al volverse, Crane vio a Renault, el jefe de cocina. Estaba cerca, con los brazos cruzados y una mirada de reproche.
—No, muy poco.
Se acercó a una estantería con un centenar o más de envases de mantequilla para elegir uno al azar, retirar la tapa de plástico y meter aproximadamente una cucharada en un tubo de ensayo pequeño.
La nevera de Central había sido una revelación. Además de lo habitual en un restaurante (pollo, ternera, huevos, hortalizas, leche y demás) también contenía ingredientes más propios de un establecimiento europeo de tres estrellas. Trufas negras y blancas, minúsculos frasquitos de vinagre balsámico a precios astronómicos, faisanes, urogallos, ocas, chorlitos, grandes latas de caviar ruso e iraní… Y todo en un espacio que no podía tener más de tres por seis metros, aprovechado hasta el último milímetro. Ante semejante opulencia Crane no había tenido más remedio que limitar las muestras a los artículos más habituales, los que con más probabilidad ingería la gente a diario, y aun así ya tenía llenas casi las doscientas probetas del kit. El proceso había durado una hora, y la paciencia de Renault estaba a punto de agotarse.
Dejó la mantequilla y pasó a la siguiente estantería, donde estaban los ingredientes básicos para la vinagreta de la casa: envejecidos vinagres franceses de vino blanco y aceite de oliva prensado en frío.
—Es español —dijo al coger una botella de aceite y mirar la etiqueta.
—El mejor —se limitó a decir Renault.
—Creía que el italiano…
Los labios de Renault hicieron un ruido de desdén e impaciencia.
—C’est fouf No hay comparación. Estas aceitunas están recogidas a mano en olivares con diez árboles por hectárea, con poco riego, abonados con estiércol de caballo…
—Estiércol de caballo —repitió Crane, asintiendo despacio.
Renault se puso muy serio.
—Engrais. El fertilizante. Todo natural, sin nada químico.
Se había tomado la presencia de Crane como una afrenta personal a la calidad de su cocina, como si Crane fuese un inspector del departamento de sanidad, no un doctor que investigaba un enigma médico.
Crane desenroscó la tapa, sacó otra probeta de su kit, vertió unos centímetros cúbicos y tapó la botella. La dejó en su sitio y cogió una de otra fila.
—Muchos de estos alimentos son frescos. ¿Cómo evitan que se estropeen?
Renault se encogió de hombros.
—La comida es comida. Se estropea.
Crane llenó otro tubo.
—¿Entonces qué hacen?
—Algunas cosas las incineran, y lo demás lo empaquetan con el resto de la basura y lo mandan arriba en la Bañera.
Crane asintió con la cabeza. Ya sabía que la Bañera era un módulo de suministro grande y no tripulado que hacía viajes diarios entre el Complejo y la base auxiliar de la superficie. Su nombre oficial era «módulo suministrador de inmersión profunda LF2-M», y era un prototipo diseñado por la Marina para llevar suministros de emergencia a submarinos inmovilizados. El nombre se debía a su forma alargada y sin gracia, que recordaba mucho una bañera gigante.
—¿Las nuevas provisiones también las trae la Bañera? —preguntó.
—Claro.
Otra probeta de vinagre.
—¿Quién encarga los suministros?
—Compra de Alimentos, basándose en el control de inventario y en la planificación de los menús.
—Y ¿quién desplaza físicamente los suministros entre la Bañera y las cocinas?
—El jefe de inventario, bajo mi supervisión directa. Está a punto de llegar el envío de hoy. De hecho ya deberíamos estar de camino a Recepción. —Renault frunció el entrecejo—. Docteur, si está insinuando que…
—Yo no insinúo nada —contestó Crane, sonriendo.
Era verdad. Ya había hablado con los nutricionistas y los dietistas, y sus planes de alimentación parecían sanos y sensatos. Por mucho tiempo y esmero que hubiera invertido Crane en tomar muestras de decenas de productos de las despensas (primero del Alto y ahora de Central), no albergaba grandes esperanzas de encontrar algo dañino. Parecía poco probable que la comida estuviera contaminada, accidental o deliberadamente. Sus sospechas se centraban cada vez más en una intoxicación por metales pesados.
Los síntomas de la toxicidad de los metales pesados eran vagos y no específicos, como los que habían aparecido en todo el Complejo: fatiga crónica, trastornos gastrointestinales, pérdida de memoria a corto plazo, dolor de articulaciones, procesos mentales desordenados y un largo etcétera. Crane ya había encargado a dos miembros del equipo médico una investigación sobre el entorno laboral y de ocio de Deep Storm, por si se detectaba plomo, arsénico, mercurio, cadmio y una larga serie de metales pesados. Mientras tanto, se estaba pidiendo a todos los pacientes con síntomas que regresaran al centro médico a fin de dejar muestras de pelo, sangre y orina, para su posterior análisis. Lógicamente, la exposición no sería crónica, sino aguda. Teniendo en cuenta el poco tiempo que llevaba la gente en el Complejo, era la única posibilidad.
Tapó la última probeta, la colocó en la gradilla portátil y cerró la cremallera de la bolsa de análisis con cierto grado de satisfacción. Si descubrían que la causa era una intoxicación por metales pesados, o un caso de mercurialismo, podrían usar queladores potentes como el DMPS y el DMSA como tratamiento, no solo como agente en los tests. Lo que parecía inevitable era encargar las cantidades necesarias para que las trajese la Bañera, porque en la farmacia no habría bastante para tratar a todos los pacientes del Complejo.
Al dar media vuelta, vio que Renault ya se había ido. Recogió la bolsa de análisis y salió de la nevera, dejando la puerta cerrada. Renault estaba al fondo de la cocina, hablando con alguien vestido de chef. Se volvió hacia Crane, que se acercaba.
—Ya ha terminado —dijo.
No le dio entonación de pregunta.
—Sí, solo me queda hacerle unas preguntas sobre el cocinero que se puso enfermo, Robert Loiseau.
Renault puso cara de incredulidad.
—¿Más preguntas? Con todas las que me hizo la doctora…
—Serán pocas.
—Pues tendrá que acompañarnos, porque ya llegamos tarde a Recepción.
—De acuerdo.
A Crane no le importaba. De ese modo tendría la oportunidad de presenciar el traslado de los alimentos entre la Bañera y las cocinas, relajarse mentalmente y eliminarlo como posible fuente de contaminación. Le presentaron rápidamente al hombre vestido de chef (Conrad, el jefe de inventario) y a otros dos miembros del equipo de cocina que llevaban grandes contenedores de comida. Después, con Crane un poco rezagado, salieron de la cocina y empezaron a recorrer el frío pasillo que llevaba al ascensor.
Renault no paraba de hablar con el jefe de inventario sobre que les faltaban tubérculos. Cuando llegaron a la planta doce, Crane solo había conseguido deslizar una pregunta acerca de Loiseau.
—No —dijo Renault al abrirse las puertas. Salió—. No hubo señal de aviso. Ninguna.
Aunque Crane no había vuelto desde el primer día, aún se acordaba del camino hacia el Sistema de Compresión; sin embargo, Renault salió en la dirección contraria y se internó por un laberinto de pasillos estrechos.
—Aún está en coma y no hemos podido hacerle ninguna pregunta —dijo Crane, caminando—. ¿Está seguro de que nadie vio nada raro o que se saliera de lo habitual?
Renault reflexionó.
—Me acuerdo de que Tanner comentó que Loiseau parecía un poco cansado.
—¿Tanner?
—Nuestro jefe pastelero.
—¿Dijo algo más?
Renault sacudió la cabeza.
—Tendrá que preguntárselo a monsieur Tanner.
—¿Sabe si Loiseau consumía algún tipo de drogas?
—¡Por supuesto que no! —dijo Renault—. En mi cocina no se droga nadie.
El pasillo acababa en una compuerta grande y ovalada, vigilada por un solo marine. Encima había un letrero donde ponía: ACCESO AL CASCO EXTERNO. El marine los miró uno a uno, examinó el formulario entregado por Renault y los dejó pasar con una señal de la cabeza.
Al otro lado de la compuerta había un pequeño pasadizo de acero iluminado con bombillas rojas dotadas de una gruesa protección. Al fondo había otra compuerta, cerrada y atrancada desde el otro lado. La primera se cerró a la espalda del grupo con un ruido metálico. Se oyó el ruido de los retractores volviendo a su sitio. Los ecos se apagaron lentamente. Mientras esperaban en la penumbra rojiza, Crane se percató de que hacía un poco de frío y humedad, y de que el aire era un poco salobre, como el de la sentina de un submarino.
Al cabo de un momento se oyó otro chirrido, esta vez por delante. La compuerta del fondo basculó. Penetraron en una sala más pequeña. La compuerta volvió a cerrarse y a atrancarse de manera automática. El frío y el olor se habían acentuado. Al fondo de la sala había otra compuerta, la tercera y mayor de todas, asegurada con unos pernos enormes y vigilada por una pareja de marines armados. En las paredes de la sala había varios carteles de peligro y listas de prohibiciones.
Esperaron en silencio a que los marines volvieran a examinar los documentos de Renault. Después uno de los dos se volvió y pulsó un botón rojo de una consola. Sonó un timbre estridente. Ambos marines dieron media vuelta a uno de los pernos, con visible esfuerzo. Acto seguido giraron entre ambos la gran rueda de la compuerta en el sentido de las agujas del reloj. Primero se oyó un ruido metálico, y después el silbido del aire al escaparse. Crane notó que se le destapaban las orejas. Los marines empujaron la compuerta hacia fuera e hicieron señas de que pasara el grupo. Los primeros en hacerlo fueron los empleados de cocina que llevaban los contenedores de comida, seguidos por Conrad y Renault. Crane los siguió con otra pregunta preparada, pero se le olvidó al cruzar la compuerta. Se había quedado de piedra, hipnotizado.