15

Robert Loiseau se apartó de los fogones industriales y se quitó el gorro de cocinero para secarse el sudor de la cara con el trapo de la cintura. A pesar de lo fresco que se estaba en la cocina, sudaba como un cerdo, y eso que había entrado a trabajar hacía media hora. Se anunciaba un día largo, larguísimo.

Miró el reloj de la pared. Las tres y media. Ya había pasado el desenfreno de la hora de comer. Los de la limpieza habían lavado las ollas y sartenes y en la cocina reinaba la calma, pero una calma relativa, porque ya hacía tiempo que Loiseau sabía que ser cocinero en la Marina no tenía nada que ver con serlo en tierra firme. No había horarios fijos. La gente podía presentarse en cualquier momento. Como en el Complejo había tres turnos, no era infrecuente servir un desayuno a las ocho de la tarde o un almuerzo a las dos de la madrugada.

Se secó otra vez la cara y dejó colgado el trapo. Desde hacía unos días no dejaba de sudar, en la cocina y en todas partes, y no era lo único que le llamaba la atención. También le temblaban un poco las manos, y su pulso era más rápido de lo que habría deseado. Estaba cansado todo el día, pero después no podía dormir. No sabía exactamente desde cuándo tenía aquellas sensaciones, pero era evidente que empeoraban, a paso lento pero firme.

Al Tanner, el jefe pastelero, pasó silbando «Some Enchanted Evening». Llevaba una manga de pastelero al hombro, como si fuera una oca recién muerta. Solo dejó de silbar para decir:

—¡Eh, Luasé!

—Es «Luasó» —murmuró Loiseau entre dientes.

En una cocina de nivel, como aquella, lo normal habría sido que la gente supiera pronunciar un apellido francés. Quizá le tomaban el pelo… El único que lo pronunciaba bien era Renault, el jefe de cocina, que casi nunca se dignaba llamar a la gente por su nombre. Prefería hacerlo con un gesto seco del índice.

Se volvió hacia los fogones suspirando. No era el momento de ponerse a pensar. Lo más urgente era preparar la bechamel, que hacía falta en abundancia; Renault iba a servir tournedós sauce Mornay y côtelettes d’agneau a l’Écossaise, dos salsas con base de bechamel. Naturalmente, Loiseau sabía hacer bechamel hasta dormido, pero la experiencia le había enseñado que cocinar era como correr una maratón: si te parabas, los demás seguían corriendo, y si hacías una pausa demasiado larga ya no podías alcanzarlos.

Rehogar la cebolla, incorporar la harina con la mantequilla… Mientras seguía los pasos, Loiseau sintió que se aceleraban de nuevo su pulso y su respiración. Podía ser alguna enfermedad, por supuesto que sí, pero él tenía otra explicación más verosímil (al menos a su juicio) para las palmas sudadas y el insomnio: la ansiedad. Una cosa era trabajar en un portaaviones, con sus enormes hangares y sus pasillos interminables, llenos de ecos, y otra aquello. Durante el proceso de selección, con su inacabable serie de entrevistas, no se había parado a pensar en cómo sería vivir en Deep Storm. El sueldo era fabuloso, y la idea de participar en un proyecto secreto y de última generación resultaba tentadora. A fin de cuentas, después de cinco años trabajando en cocinas de barcos, ¿podía ser muy diferente cocinar bajo el mar en vez de hacerlo flotando sobre él?

La realidad le había tomado por sorpresa.

«¡Qué calor, por Dios!». Añadió lentamente la mezcla sin dorar de harina y mantequilla a la base de leche, tomillo, laurel, mantequilla y cebolla. Al inclinarse hacia el cazo para batir la mezcla con vigor, se apoderó de él un súbito mareo que lo obligó a retroceder y aspirar una bocanada de aire. Estaba hiperventilando. «Controla esos nervios, tío, que acaba de empezar el turno y queda la hostia de trabajo».

Tanner ya volvía de la despensa con un gran saco de harina en las manos. Se paró al ver a Loiseau.

—¿Qué, tío, va todo bien?

—Sí, perfecto —dijo Loiseau.

Esperó a que se fuera para volver a secarse la cara y seguir batiendo. Si paraba se quemaría la salsa y tendría que empezar desde cero.

No había previsto que echara tanto de menos el sol y el aire fresco. ¡Al menos los portaaviones se movían! Él nunca se había considerado claustrofóbico, pero vivir en una caja de metal, sin ninguna posibilidad de salir, con tanto mar sobre la cabeza… Acababa afectando, la verdad. Al que hubiera diseñado Deep Storm había que felicitarlo por su ingenio de miniaturista. Al principio, cuando trabajaba en el Alto, el comedor de la cubierta once, Loiseau no lo había notado tanto, pero luego le habían trasladado a Central, la cocina de la séptima planta, y ahí sí que se notaba uno un poco más apretado. Cuando estaba el comedor a tope, y la cosa hervía de verdad, se apretujaba tanta gente que casi no podías moverte. Era el momento en que Loiseau se había sentido peor durante los últimos días. Esa misma mañana, sin ir más lejos, lo primero que había pensado al despertar era en el follón de la hora de comer, y ya le habían empezado los sudores, antes de levantarse de la litera de las narices…

Tuvo un calambre de indigestión en el estómago, que le hizo apretar con todas sus fuerzas el botón de acero inoxidable del fogón. Otro mareo. Ligeramente inquieto, sacudió la cabeza para despejarse. No, si al final tendría algo… Quizá fueran los primeros síntomas de una gripe. Decidió pasar por el centro médico a la salida del trabajo. Seguro que podían ayudarle, tanto si era un problema de nervios como una enfermedad.

Haciendo de tripas corazón, siguió batiendo y apartó con cuidado la salsa del fogón para comprobar su color y su aroma. En pleno esfuerzo de concentración vio a un «corredor» (uno de los empleados del Bajo, la sala comunitaria más baja del Complejo) que salía corriendo con un montón de platos preparados. Como en el Bajo tenían una cocina muy pequeña, solían mandar corredores (gente que trabajaba y vivía en el área restringida de Deep Storm, y que contaba con todos los permisos necesarios) para bajar platos cocinados en Central a los niveles inferiores.

Esa era otra cosa que le fastidiaba: las medidas de seguridad. Abajo se notaban mucho más que en el Alto. Reconocía enseguida a los que trabajaban en las áreas restringidas, porque siempre se sentaban a la misma mesa, apartados del resto, y hablaban en voz baja, juntando las cabezas. ¿A qué venía tanto hermetismo en una expedición científica? Todo era tan confidencial que Loiseau no sabía si la expedición iba bien o mal, ni si avanzaban, lo cual significaba que tampoco tenía la menor idea de cuándo podría salir y volver a su casa.

Su casa…

De repente le invadió un mareo más fuerte, que le hizo perder el equilibrio y cogerse otra vez al mango del fogón. No era un ataque de nervios. Era otra cosa, algo grave. Hizo un esfuerzo para no caer al suelo, mientras el miedo recorría todo su cuerpo.

De repente empezó a verlo todo borroso. La gente interrumpía su trabajo y dejaba el cuchillo, la espátula o la cuchara de madera para mirarlo. Alguien le estaba diciendo algo, pero no lo entendió, porque todos los sonidos se habían reducido a un murmullo. Tendió el brazo para no perder el equilibrio, buscando la cazuela llena de bechamel, pero falló y cayó al suelo. No sentía nada. Otro mareo, aún más fuerte que el anterior. De repente su olfato captó un olor desagradable, a pelo quemado y a carne chamuscada. Se preguntó si era una alucinación. Varias personas corrían hacia él. Al mirar hacia abajo, observó con una mezcla de curiosidad y desapego que su mano había empujado la cazuela de bechamel y se había caído sobre el fogón encendido. Entre sus dedos saltaban llamas azules. Aun así no sentía nada. Una extraña negrura le envolvía como una manta. De pronto le pareció lo más normal del mundo derrumbarse en el suelo y resbalar hacia sueños oscuros.