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Cuando Crane entró en la sala de reuniones A, la menor de las dos del centro médico, vio que Michele Bishop ya había llegado, y que tomaba notas en su ordenador portátil con un marcador de metal. La superficie brillante de la mesa de reuniones estaba tan desnuda que llamaba la atención. Las reuniones de médicos a las que estaba acostumbrado Crane siempre comportaban un alud de papeles: gráficos, informes, historiales… En aquel caso, sin embargo, lo único de papel era una carpeta fina que el propio Crane llevaba debajo del brazo. Como los soportes físicos ocupaban un espacio muy valioso, en la estación Deep Storm se mantenían los datos escrupulosamente en el ámbito digital siempre que fuera posible.

Cuando Crane se sentó, Bishop alzó la cabeza y esbozó una sonrisa. Después bajó la vista para seguir con sus anotaciones.

—¿Cómo sigue Waite? —preguntó él.

—He aconsejado que mañana le den el alta.

—¿En serio?

—Roger ya le ha dado el alta psicológica, y Asher ha accedido a confinarle en su habitación. Ya no tiene sentido que nos lo quedemos.

Justo en ese momento entró Roger Corbett en la sala con un café con leche en una mano, probablemente del bar, que estaba cerca. Sonrió a los dos, se sentó en una punta de la mesa y dejó el café y el portátil.

—Michele me estaba diciendo que le ha dado el alta a Waite —dijo Crane.

Corbett asintió.

—Le he hecho un análisis completo y han salido algunos problemas de ansiedad que no aparecieron en los tests de selección. También podría tener un poco de depresión no específica, pero responde bien a la medicación. Le hemos retirado los antipsicóticos sin efectos adversos. Creo que se trata de un simple trastorno emocional que debería responder bien a la terapia.

Crane frunció el entrecejo.

—No es que quiera meterme, pero hace setenta y dos horas este «simple trastorno emocional» tomó una rehén y se clavó un destornillador en el cuello.

Corbett bebió un poco de café con leche.

—Está claro que Waite tiene algunos conflictos sin resolver, y no sabemos desde cuándo los interioriza. A veces estas cosas explotan de golpe. Aquí se vive con mucho estrés. Por muy a fondo que investigues a la gente, no se pueden predecir todos los comportamientos posibles. Mi intención es seguir con sesiones diarias en su habitación y observarlo de cerca.

—Perfecto —dijo Crane.

«Al menos así Korolis y sus matones no se pasarán el día por el centro médico».

Miró a Bishop.

—¿Algún caso nuevo?

La doctora consultó su portátil.

—Un técnico con colon espástico y otro con palpitaciones. También hay un empleado de mantenimiento con sintomatología no específica: insomnio y problemas de concentración.

—Ya. Gracias. —Crane les miró a los dos—. ¿Seguimos, entonces?

—¿Seguir con qué? —preguntó Bishop—. No tengo muy claro el motivo de la reunión.

Crane la miró mientras se preguntaba si aquella lucha no terminaría nunca.

—El motivo es saber con qué nos enfrentamos.

Ella se apoyó en el respaldo.

—¿Ya hemos reducido los factores a uno solo?

—Sí, solo hay uno. El problema es que aún no lo hemos identificado.

La doctora cruzó los brazos y miró atentamente a Crane.

—Una cuarta parte de los ocupantes de esta estación presenta síntomas de enfermedad —explicó él—. No es coincidencia. Los problemas de salud no se producen aisladamente. Es verdad que al principio di por sentado que era síndrome de descompresión, y que fue un error partir de esa premisa sin conocer los datos, pero algo ocurre.

—Sin embargo no hay síntomas comunes —dijo Corbett—; al menos ninguno específico.

—Algo en común tiene que haber. Lo que ocurre es que aún no lo hemos encontrado. Hemos estado demasiado ocupados apagando fuegos para formarnos una idea general. Tenemos que tomar un poco de distancia y hacer un diagnóstico diferencial.

—¿Cómo propone que lo hagamos? —preguntó Bishop.

—Como nos enseñaron en la facultad, observando los síntomas, proponiendo explicaciones y eliminando cada hipótesis que se demuestre que es falsa. Empezaremos haciendo una lista. —Sacó algunas hojas de su carpeta, y un bolígrafo. Después miró los dos portátiles que brillaban sobre la madera—. Perdón —dijo, riéndose un poco—. Es que prefiero hacerlo a la antigua.

Corbett asintió, sonriendo, y bebió un poco más. En toda la sala de reuniones flotaba un delicioso olor a café italiano.

—Ahora sabemos que el aire de la estación no contiene ningún gas ni ningún agente atmosférico especial (aspecto que, dicho sea de paso, no hay que divulgar). Por lo tanto, podemos eliminar esa posibilidad. ¿Qué nos queda? Doctora Bishop, usted mencionó algunos casos graves de náuseas. Podría indicar una intoxicación: sistémica, por algún alimento o bebida, o general, por interacción con alguna toxina de la estación.

—O simplemente un problema de nervios muy agudo —respondió Bishop.

—Es verdad. —Crane hizo una anotación—. Existen bastantes argumentos a favor de que sea psicológico, como nos ha demostrado Waite. Vivimos en un entorno extraño y lleno de tensión.

—¿Y una infección? —preguntó Corbett—. ¿Una epidemia de algún tipo desconocido?

—Es otra posibilidad. En Deep Storm, o en alguno de sus habitantes, podría concentrarse alguna enfermedad, vírica, fúngica o bacteriana, y sus portadores podrían ser algunos o todos los pacientes que acuden a nosotros.

—No sé si estoy de acuerdo —dijo Bishop—. Lo único que se me ocurre capaz de manifestarse de tantas maneras sería un efecto secundario del consumo de fármacos.

—Muy buena sugerencia. El agente causal también podría ser un fármaco. —Crane hizo otra anotación—. ¿Se administró algo a la gente antes de entrar en la estación? ¿Una inyección o algo por el estilo? ¿Alguna vitamina? ¿Los trabajadores reciben algún tipo de medicación para mantenerse concentrados?

—Que yo sepa, no —dijo Bishop.

—Habría que investigarlo. Otra posibilidad son los fármacos o drogas ilegales.

—Como la metanfetamina —añadió Corbett.

—O el éxtasis. Inhibe la transmisión del glutamato y puede provocar comportamientos similares al de Waite.

—También podría ser la alimentación —propuso Bishop—. Nuestro equipo de nutricionistas ha desarrollado una dieta especial alta en proteínas y baja en hidratos de carbono. El ejército la está probando en el Complejo.

—Interesante. Habría que volver a consultar los análisis de sangre, por si estuviera relacionado con la alimentación. —Crane miró a Bishop y a Corbett, contento de que colaborasen—. Están saliendo bastantes posibilidades. A ver si hay alguna que podamos descartar. Sabemos que los síntomas no se limitan a ninguna zona o tipo de trabajo concretos de la estación. ¿Podrían estar relacionados con la edad o el sexo?

Bishop tecleó en su portátil.

—No. Los pacientes tienen diversas edades, y la distribución por sexos es la misma que en la estación en general.

—Muy bien. Al menos ya tenemos un punto de partida. —Crane examinó sus notas—. A primera vista, lo más prometedor parece la intoxicación, o el consumo de fármacos. Una intoxicación por metales pesados, por ejemplo, podría explicar la gran variedad de síntomas. En tercer lugar, pero bastante lejos, tendríamos una enfermedad contagiosa. De todos modos vale la pena investigarlo. —Miró a Corbett—. ¿Quién es el mejor técnico del centro médico?

Corbett pensó un poco.

—Jane Rand.

—Pregúntele si puede reunir toda la información de los pacientes a los que se ha atendido y programar una búsqueda de correspondencias ocultas. Dígale que lo cribe todo, desde el historial laboral hasta los resultados médicos. —Crane hizo una pausa—. ¿También podría acceder a las consumiciones de los pacientes en la cafetería?

Corbett pulsó algunas teclas de su portátil, alzó la cabeza y asintió.

—Pues añádalo a la lista, por si sale algo. Lo siguiente sería comparar los historiales de los pacientes con la población sana de Deep Storm. Quizá haya divergencias. —Crane miró a Bishop—. Doctora Bishop, ¿podría volver a examinar los análisis de sangre en busca de indicios de intoxicación o consumo de drogas?

—De acuerdo —dijo ella.

—Por favor, que el personal tome muestras de pelo de todos los pacientes que hayan pasado por el centro médico en las dos últimas semanas. Tampoco estaría de más, como medida preventiva, tomar muestras de sangre y de orina de todos los pacientes nuevos, aunque solo se hayan clavado una espina. Bueno, ahora que lo pienso lo mejor será hacerles todas las pruebas: electrocardiograma, ecografía, electroencefalograma… Todo.

—Ya le dije que no tenemos encefalógrafo —dijo Bishop.

—¿Y posibilidades de tenerlo?

Se encogió de hombros.

—Tardaría un poco.

—Pues haga la solicitud, por favor. Me daría mucha rabia dejar alguna piedra sin levantar. ¡Ah! Por cierto, podría pedir a todos sus investigadores que examinen los historiales de los pacientes más antiguos. Si hay alguna clase de epidemia, quizá podamos identificar al primer portador. —Crane se levantó—. Creo que iré a hablar con los nutricionistas, para enterarme de todo lo que pueda sobre la dieta especial. Volveremos a reunimos mañana para poner en común los resultados.

Se quedó en la puerta.

—A propósito, quería preguntarles algo: ¿quién es el doctor Flyte?

Bishop y Corbett se miraron.

—¿El doctor Flyte? —preguntó ella.

—Sí, un griego bastante mayor que lleva un mono de peto. Entró en mi camarote sin llamar poco después de mi llegada. Es un personaje raro, que parece que disfruta hablando de forma enigmática. ¿De qué trabaja?

Hubo una pausa.

—Lo siento —dijo Corbett—, pero a mí no me suena.

—¿No? —Crane se volvió hacia Bishop—. Bajo, nervudo, con una mata de pelo blanco despeinado. Me dijo que su trabajo era confidencial.

—Aquí no hay nadie que responda a esa descripción —respondió ella—. El trabajador más viejo tiene cincuenta y dos años.

—¿Qué? —dijo Crane—. Imposible. Le vi con estos ojos.

Bishop bajó la vista hacia su portátil, introdujo una orden breve, echó un vistazo a la pantalla y levantó la cabeza.

—Lo que le digo, doctor Crane. En Deep Storm no hay nadie que se llame Flyte.