En el último confín de Escocia (más lejos que Skye, que las Hébridas e incluso que la pequeña y castigada cadena de islas que recibe el nombre de las Siete Hermanas) se alza el archipiélago de St. Kilda. Es la parte más remota de las islas Británicas, un grupo de montículos de piedra parda que pugna por sobresalir del oleaje; un lugar inhóspito, salvaje y castigado por el mar.
En el extremo occidental de Hirta, la isla principal, un promontorio de granito domina el bronco Atlántico desde una altura de trescientos metros. Está coronado por la línea larga y gris del castillo de Grimwold, antigua y laberíntica abadía protegida de las inclemencias del tiempo y de las catapultas, y rodeada por una cortina en estrella hecha con piedra del país. Fue construido en el siglo XIII por una orden de clausura que buscaba ser libre tanto de la persecución como de la creciente secularización de Europa. Durante muchas décadas, la orden acogió a diversos monjes (cartujos y benedictinos) que buscaban un lugar apartado para el culto y la contemplación espiritual, tras huir de la disolución de los monasterios ingleses. Enriquecida por las aportaciones personales de estos nuevos miembros, la biblioteca del castillo de Grimwold llegó a ser una de las principales colecciones monásticas de Europa.
Al pie del monasterio se desarrolló una pequeña comunidad de pescadores que atendía las pocas necesidades terrenales que no podían satisfacer los propios monjes. Al aumentar su fama, el monasterio empezó a recibir a algún viajero, además de a los nuevos iniciados. En su época de máximo esplendor había un Camino de los Peregrinos que partía de la sala capitular medieval, cruzaba un patio de hierba, atravesaba un rastrillo en el muro y bajaba sinuosamente al pueblecito, donde se podía encontrar pasaje a las Hébridas.
Actualmente el Camino de los Peregrinos ya no existe, más allá de algún mojón que destaca en un paisaje desolado. La aldea ya hace siglos que quedó despoblada. Tan solo permanece la abadía, mirando a occidente, al frío norte del Atlántico, con su adusta fachada enfrentándose a todas las tormentas.
En la sala principal de la biblioteca del castillo de Grimwold había un visitante sentado ante una larga mesa de madera. Llevaba guantes blancos de algodón, con los que hacía girar muy lentamente las páginas de vitela de un antiguo infolio colocado sobre una tela protectora. El aire estaba lleno de polvo, y la luz era escasa. El lector tenía que forzar la vista para descifrar las palabras. A su lado se amontonaban varios libros: manuscritos iluminados, incunables, antiguos tratados con encuadernación de piel… Aproximadamente cada hora aparecía un monje para llevarse los volúmenes que ya no precisaba el visitante y traerle otra remesa, además de intercambiar unas pocas palabras antes de irse de nuevo. De vez en cuando el visitante tomaba notas en un cuaderno, pero las pausas se espaciaron cada vez más a lo largo del día.
Casi al anochecer entró en la biblioteca otro monje con un nuevo cargamento de libros. Llevaba el mismo hábito que sus compañeros de orden, una simple casulla con un cordel blanco, pero les aventajaba en años, y su andar parecía más pausado.
Se acercó por el pasillo central de la biblioteca. Al llegar a la mesa del visitante (la única ocupada de toda la sala) posó cuidadosamente los antiguos textos sobre la tela blanca.
—Dominus vobiscum —dijo, sonriendo.
El visitante se levantó.
—Et cum spiritu tuo.
—Siéntese, por favor. Aquí tiene los otros manuscritos que había solicitado.
—Es usted muy amable.
—Es un placer. Hoy en día, por desgracia, recibimos muy pocas visitas. Parece que las comodidades se han vuelto más importantes que la ilustración.
El lector sonrió.
—O que la búsqueda de la verdad.
—Que a menudo son una sola cosa. —El monje se sacó un paño de la manga y quitó amorosamente el polvo a los antiguos libros—. Se llama Logan, ¿verdad? ¿Doctor Jeremy Logan, profesor de historia medieval en Yale?
El visitante lo miró.
—Sí, soy el doctor Logan, pero ahora mismo estoy en excedencia.
—Por favor, hijo mío, no se lo tome como una intromisión. Soy el padre Bronwyn, el abad del castillo de Grimwold. —El monje se sentó suspirando al otro lado de la mesa—. Es un trabajo harto fatigoso. En una abadía tan antigua, lo lógico sería que no hubiese burocracia ni rencores mezquinos, pero sucede justo lo contrario; y estamos tan alejados de todo, llevamos una vida tan sencilla y humilde, que son poquísimos los nuevos iniciados que llaman a nuestra puerta. En este momento hay menos de la mitad de monjes que hace cincuenta años. —Volvió a suspirar—. De todos modos, mi cargo tiene sus consuelos, empezando por el de dirigir todo lo relativo a los libros y la biblioteca; ya sabe que esta última es nuestra más preciada posesión, por no decir la única (y que Dios perdone mi codicia).
Logan sonrió un poco.
—La consecuencia natural de todo ello es que estoy al corriente de lo que ocurre en la abadía, especialmente si se trata de personas tan bien apadrinadas como usted. Quedé impresionado por la lectura de sus cartas de recomendación.
El doctor Logan inclinó la cabeza.
—Inevitablemente, me fijé en que además de la solicitud de consulta también había un itinerario.
—Sí, fue un descuido. Estaba investigando en Oxford, salí con ciertas prisas y la premura hizo que se me traspapelase la documentación. No tenía ninguna intención de presumir.
—Naturalmente. Tampoco lo insinuaba. Ahora bien, no pude evitar cierta sorpresa al leer los lugares que ya ha visitado durante sus vacaciones. St. Urwick’s Tower, si no recuerdo mal… y Terranova, ¿no es cierto?
—Sí, en la costa, justo al sur de Battle Harbour.
—Y su siguiente escala… La abadía de la Ira.
El doctor Logan volvió a asentir.
—La conozco de nombre. Kap Farvel, en Groenlandia. Es casi tan remota como este monasterio.
—Cuenta con una biblioteca muy antigua, y extremadamente bien surtida, sobre todo en historia local.
—No lo dudo. —El abad se inclinó un poco más sobre la mesa—. Espero que sepa disculpar mi exceso de familiaridad, doctor Logan; le repito que hoy en día llegan muy pocos visitantes, y por desgracia mi capacidad para las sutilezas de la vida social está muy atrofiada, pero lo que más me sorprende de su viaje son las fechas. En cada uno de los lugares por donde ha pasado hay bibliotecas que merecerían varias semanas de estudio, y a todas cuesta esfuerzo, tiempo y dinero llegar, pero según su itinerario hoy es su tercer día de viaje. ¿Qué busca para tener que desplazarse a tal velocidad, e invertir tanto celo y dinero en ello?
El doctor Logan miró un momento al abad y carraspeó.
—Ya le he dicho que la inclusión del itinerario entre los papeles que envié fue un descuido, padre Bronwyn.
El padre Bronwyn se apoyó en el respaldo.
—Claro, claro. Soy un viejo curioso. No era mi intención ser indiscreto. —Se quitó las gafas, se las limpió con la punta de la manga de su casulla y volvió a colocárselas sobre la nariz, antes de apoyar una mano en los antiguos volúmenes de piel de becerro—. Aquí tiene los libros que ha pedido: las Anécdotas seglares de Maighstir Beatón, de hacia 1448, las Chronicles Diuerse and Sonderie de Colquhoun, de cien años más tarde, y naturalmente la Poligraphia de Trithemius.
Pronunció el último título con un pequeño escalofrío.
—Gracias, padre —dijo el doctor Logan, despidiéndose con la cabeza del abad, que ya se había levantado.
Una hora después regresó el primer monje que le había ayudado y se llevó los manuscritos y los incunables, junto con otro formulario de solicitud. Solo tardó unos minutos en reaparecer con una nueva remesa de volúmenes enmohecidos, que depositó sobre la tela limpia.
El doctor Logan se los colocó delante y empezó a hojearlos con sus guantes blancos. El primero estaba en inglés medieval, el segundo en latín vulgar y el tercero era una mala traducción del dialecto ático del griego conocido como koiné. Ninguno de los tres idiomas planteó grandes dificultades a Logan, que los leyó de corrido. La lectura, sin embargo, le fue sumiendo en el abatimiento. Apartó el último libro, parpadeó y se frotó los riñones. Se estaba resintiendo de los tres días de duro viaje a lugares dejados de la mano de Dios, con sus tres noches de dormir en frías habitaciones de piedra. Levantó la cabeza y miró la biblioteca, de grandes sillares, con bóveda románica y ventanas estrechas con vidrieras toscas pero encantadoras. En aquel momento se filtraba por ellas la luz del crepúsculo, que bañaba la biblioteca con un mosaico de colores. Se alojaría con los monjes, como era la costumbre. A fin de cuentas no había otro alojamiento en varios kilómetros a la redonda, ni carreteras por las que marcharse. Por la mañana se lo llevaría una barca pesquera a tierra firme. ¿Y desde ahí? Se le cayó el alma a los pies al darse cuenta de que no sabía por dónde continuar.
Un carraspeo rompió el silencio. Al volverse, el doctor Logan vio al abad con las manos en la espalda. El padre Bronwyn, que lo estaba observando, sonrió bondadosamente.
—¿No ha habido suerte? —preguntó en voz baja.
Logan sacudió la cabeza.
El abad se acercó.
—Me alegraría poder ayudarlo. No sé qué busca, pero es evidente que se trata de algo importantísimo, al menos para usted. Seré un viejo tonto y entrometido, pero sé guardar los secretos que se me confían. Déjeme ayudarle. Cuénteme qué busca.
Logan titubeó. Su cliente había insistido varias veces en que la discreción era esencial, pero ¿de qué servía si no tenía nada sobre lo que ser discreto? Su misión le había llevado a visitar tres archivos cruciales, así como otros menos relevantes; una misión tan vaga que no era de extrañar que siguiera con las manos vacías.
Miró atentamente al abad.
—Busco testimonios locales, preferiblemente presenciales, sobre determinado hecho.
—Ajá. ¿De qué hecho se trata?
—No lo sé.
El abad arqueó las cejas.
—¿De verdad? Eso dificulta las cosas.
—Lo único que sé es que fue un hecho suficientemente importante o inhabitual para que lo consignasen en algún texto histórico, con toda probabilidad un texto histórico eclesiástico.
El abad rodeó lentamente la mesa y se sentó sin apartar la vista ni un momento de los ojos del doctor Logan.
—Un hecho inhabitual. Por ejemplo… ¿un milagro?
—Es muy posible. —Logan vaciló—. Pero a mi juicio el milagro… ¿Cómo se lo diría? Podría no tener su origen en una fuente divina.
—Su fuente, por decirlo de otra manera, podría ser demoníaca.
El doctor Logan asintió.
—¿Es toda la información que tiene?
—No, toda no. También tengo una localización temporal y geográfica aproximada.
—Siga, por favor.
—Debió de suceder hace unos seiscientos años. Ahí.
Levantó la mano, señalando la pared noroeste de la biblioteca.
El abad no escondió su sorpresa.
—¿En el mar?
—Sí, algo visto por un pescador que se hubiera apartado mucho de la costa, o si el día era excepcionalmente despejado, algo observado desde los acantilados por algún caminante.
El abad estuvo a punto de decir algo, pero hizo una pausa como si se lo pensara.
—Las otras dos bibliotecas monásticas que ha visitado… —dijo en voz baja—, también estaban en la costa, ¿verdad? Las dos miran hacia el Atlántico, como la nuestra.
Logan se lo pensó ante de hacer un gesto casi imperceptible de asentimiento con la cabeza.
Al principio el abad no contestó. No miraba a Logan, sino a la lejanía, como si estuviera viendo algo muy remoto en el espacio o el tiempo. En la entrada de la biblioteca, un monje se puso varios libros bajo el brazo y salió sin hacer ruido. En la vieja y polvorienta habitación se hizo un profundo silencio.
Al final el padre Bronwyn se levantó.
—Espere, por favor —dijo—. Vuelvo ahora mismo.
Logan obedeció. Diez minutos después, al regresar, el abad transportaba algo con mucho cuidado entre las manos. Era un objeto rectangular envuelto en una tela negra y basta, que apartó después de haber depositado el objeto sobre la mesa. Se trataba de una caja de plomo adornada con pan de oro y plata. La abrió con una llave que llevaba al cuello.
—Usted se ha sincerado conmigo, hijo mío —dijo—. Ahora lo haré yo con usted. —Dio un golpecito a la caja—. El contenido de esta caja siempre ha sido uno de los mayores secretos del castillo de Grimwold. Al principio se consideró muy peligroso tener una relación escrita de los acontecimientos que refiere. Más tarde, cuando crecieron el mito y la leyenda, la propia relación se hizo demasiado valiosa y polémica para ser mostrada. En su caso, sin embargo, creo que puedo hacer una excepción, aunque solo sean unos minutos, doctor Logan. —El abad deslizó lentamente la caja sobre la mesa—. Espero que no le importe que me quede mientras lo lee. No puedo perderlo de vista. Lo juré al ser nombrado abad del castillo de Grimwold.
Al principio, en vez de abrir la caja, Logan contempló los adornos de oro y plata de la tapa. A pesar de su impaciencia, vacilaba.
—¿Debo saber algo antes de empezar? —preguntó—. ¿Algo que quiera explicarme?
—Creo que el texto hablará por sí mismo. —De pronto apareció una sonrisa en las facciones del abad, no exactamente siniestra, pero tampoco afable—. Supongo que conoce el dicho «Aquí hay monstruos», doctor Logan.
—Sí.
—Aparece en los mapas antiguos, en los espacios vacíos de los mares. —El abad hizo otra pausa, antes de dar un golpecito muy suave en la caja—. Léalo atentamente, doctor Logan. A mí no me gusta apostar, como no sea por la calidad del vino del hermano Frederick cada vez que se prueba una cosecha, pero apostaría a que el origen de la expresión se halla aquí dentro.