10

Bishop pasó por recepción el tiempo justo para coger una radio.

—¡Avisa a Corbett! —le dijo a la enfermera de detrás del mostrador.

Salió del centro médico y corrió por el pasillo hacia Times Square, con Crane pisándole los talones.

Mientras corría introdujo un código en la radio y buscó por las frecuencias.

—Aquí la doctora Bishop. Solicito localización del código naranja.

La respuesta tardó un poco en llegar, a través del intercomunicador.

—Localización del código naranja: planta cinco, hangar de reparación de vehículos.

Al lado del bar había un ascensor abierto. Entraron. Bishop pulsó el botón inferior del panel, el siete.

Volvió a acercarse la radio a los labios.

—Solicitando características de la emergencia.

Otro graznido.

—Incidente código cinco dos dos.

—¿Qué significa? —preguntó Crane.

Bishop lo miró fugazmente.

—Psicosis florida.

Se abrieron las puertas. Crane siguió a la doctora hasta una confluencia de pasillos muy iluminada. Eran tres, cada uno procedente de una dirección distinta. Bishop se metió por el que tenían delante.

—¿Y el equipo médico? —preguntó Crane.

—En la cuarta planta hay una enfermería provisional. Si hace falta pasaremos a buscar material.

Crane observó que la séptima planta era más opresiva que las que había visto, con pasillos más estrechos y menos espacio en los compartimientos. La gente que se cruzaba con ellos llevaba bata o mono. Se acordó de que era la planta donde estaban la sección científica y el centro informático. A pesar del silbido del aire acondicionado, olía mucho a desinfectante, ozono y aparatos electrónicos calientes.

Llegaron a otra bifurcación. Bishop corrió hacia la derecha. Cuando Crane miró al frente, vio algo inesperado: que el pasillo se ensanchaba de golpe y terminaba en una pared negra. Aparte de una compuerta estanca en el centro, la pared era lisa. La compuerta estaba vigilada por cuatro policías militares con fusiles. El quinto policía estaba sentado en una garita muy bien equipada. Sobre la compuerta había un gran piloto rojo, que en aquel momento estaba encendido.

—¿Qué es? —preguntó, obedeciendo al impulso de correr más despacio.

—La Barrera —contestó Bishop.

—¿Cómo?

—El acceso a los niveles restringidos.

Al ver que se acercaban, dos de los policías militares se pusieron justo delante de la compuerta con los fusiles a la altura del pecho.

—Su autorización, señora —dijo uno.

Bishop se acercó a la garita. El quinto policía salió y le pasó un escáner muy grande por el antebrazo. Se oyó un pitido estridente.

El policía miró la pantallita LED de encima del escáner.

—No está autorizada.

—Soy Michele Bishop, directora del centro médico del Complejo. Estoy autorizada para acceder a las plantas cuatro, cinco y seis en caso de emergencia. Pruebe otra vez.

El policía entró en la garita, consultó un monitor y salió después de un rato.

—De acuerdo. Pase. Al otro lado hay alguien de seguridad que la acompañará.

Bishop caminó hacia la compuerta. Crane la siguió, pero los vigilantes le cerraron el paso. El policía del escáner se acercó y se lo deslizó por el antebrazo.

—Este hombre tampoco está autorizado —dijo.

Bishop volvió la cabeza.

—Es médico, asignado temporalmente al Complejo.

El policía se volvió hacia Crane.

—No puede seguir.

—Voy con la doctora Bishop —dijo Crane.

—Lo siento —dijo el policía con más dureza—. No puede seguir.

—Oiga —dijo Crane—, hay una urgencia médica y…

—Apártese de la Barrera, por favor.

El policía de la garita intercambió rápidas miradas con los demás.

—No puedo. Soy médico y colaboraré en la urgencia tanto si le gusta como si no.

Crane volvió a avanzar.

Los hombres que vigilaban la Barrera levantaron inmediatamente los fusiles, mientras el policía del escáner se llevaba la mano al cinturón y sacaba la pistola reglamentaria.

—¡Abajo el arma, Ferrara! —dijo una voz grave desde la oscuridad de la garita—. Wegman, Price y los demás, descansad.

Los policías se apartaron, bajando sus armas con la misma rapidez con que las habían levantado. Al mirar hacia la garita, Crane vio que en realidad era la puerta que daba acceso a una sala mucho mayor, probablemente el control de la Barrera. Tenía una docena de pantallas empotradas en la pared, e infinidad de lucecitas que parpadeaban en la penumbra. Dentro, algo se acercó a la luz hasta exponerse a ella. Era un hombre ancho de hombros, con uniforme blanco de almirante. Tenía el pelo canoso y los ojos marrones. Miró a Crane, después a Bishop y nuevamente a Crane.

—Soy el almirante Spartan —dijo.

—Almirante Spartan —dijo Crane—, yo soy…

—Ya sé quién es: la baza de Asher.

Crane asintió con la cabeza, porque no sabía qué contestar.

Spartan volvió a mirar a Bishop.

—La urgencia es en el cinco, ¿verdad?

—Sí, en el hangar de reparación de vehículos.

—Muy bien. —Spartan se volvió hacia el policía que se llamaba Ferrara—: Autorízale, pero solo para esta incidencia. Asegúrate de que vayan acompañados en todo momento por un hombre armado y que sigan un camino seguro hasta el lugar del incidente. Ocúpate personalmente, Ferrara.

El policía se cuadró e hizo un saludo militar.

—Señor, sí, señor.

La mirada de Spartan se posó un momento en Crane. Después hizo una señal con la cabeza a Ferrara y volvió a desaparecer en la sala de control.

Ferrara entró en la garita y tecleó una serie de órdenes en una consola. Se oyó un zumbido. Después parpadearon varias lucecitas en el perímetro de la compuerta. El LED de encima de la Barrera se puso verde. Tras el ruido metálico de una cerradura de seguridad, y un silbido de descompresión, la compuerta se abrió. Ferrara dijo algo por un micrófono incorporado a la consola. Después indicó a Bishop y a Crane que pasaran, y los siguió.

Al otro lado de la compuerta había una sala de unos cuatro metros de lado, con dos policías militares que se cuadraron. No había nada en las paredes, de color beis, ni ningún aparato aparte de un pequeño panel al lado de uno de los vigilantes. Crane vio que consistía en un simple lector de la palma de la mano, y en un mango revestido de goma.

Cerraron la compuerta. El policía militar puso una mano en el lector y la otra en el mango. Durante la lectura de su palma se encendió una luz roja. Después el policía giró el mango en el sentido de las agujas del reloj, y el estómago de Crane dio un vuelco cuando empezaron a bajar. En realidad no era una sala, sino un ascensor.

Pensó en el almirante Spartan. En el ejército había conocido a diversos altos oficiales, y a todos se les veía cómodos mandando, acostumbrados a que se les obedeciera de inmediato y sin cuestionamientos; aun así, a pesar de que solo le hubiera visto unos segundos, percibía algo ligeramente distinto en Spartan. Su aplomo era inusual, incluso para un almirante. Recordó su última mirada. Había algo inescrutable en sus ojos oscuros, como si nunca se pudiera adivinar del todo su siguiente movimiento.

El ascensor se paró con suavidad. Después de otro zumbido, y de otro ruido metálico de mecanismos de cierre, la compuerta fue abierta desde el exterior por otro grupo de policías militares armados.

—¿La doctora Bishop? —preguntó uno de ellos—. ¿El doctor Crane?

—Somos nosotros.

—Les acompañaremos al hangar de reparación. Síganme, por favor.

Se pusieron rápidamente en camino, entre dos parejas de vigilantes. El último del grupo era Ferrara, el hombre de Spartan. En circunstancias normales, a Crane le habría irritado tanta compañía, pero esta vez casi la agradeció. «Psicosis florida», había dicho Bishop. Significaba que era una persona gravemente trastornada, con delirios, y tal vez violenta. En casos así había que esforzarse por no perder la calma, inspirar confianza y tender puentes, aunque si se trataba de un paciente realmente fuera de control lo prioritario era reducirlo entre varias personas.

Pasaron ante una sucesión borrosa de laboratorios. La parte «restringida» del Complejo, como la llamaban, no parecía diferenciarse mucho de las plantas de arriba, al menos desde fuera. Se cruzaron con varias personas que corrían en sentido opuesto. A partir de cierto momento Crane oyó algo que le heló la sangre: los gritos de un hombre.

Se agacharon para cruzar una compuerta. De pronto estaban en una sala enorme. Crane, que en el poco tiempo que llevaba en el Complejo ya había perdido la costumbre de ver tanta amplitud, parpadeó. Parecía un taller de maquinaria y de reparación de robots sumergibles, los vehículos mencionados por Bishop.

Dentro se oían con más fuerza los gritos, auténticos y desgarradores aullidos. Cerca de la entrada había pequeños grupos de trabajadores retenidos por la policía militar, y más al fondo un cordón de soldados y policías militares que impedía el paso. Varios agentes hablaban por radio, mientras otros miraban fijamente un compartimiento de la pared del fondo. Era de donde salían los gritos.

Bishop avanzó, seguida de cerca por Crane y los de la policía militar. Al ver que se acercaban, uno de los integrantes del cordón salió a su encuentro.

—Doctora Bishop —dijo, haciéndose oír por encima de los gritos—, soy el teniente Travers. Estoy al mando de esta operación.

—Denos los detalles —dijo Crane.

Travers lo miró. Después miró a Bishop, que asintió ligeramente.

—Se llama Randall Waite y es operario de primera clase.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Crane.

—Nadie lo sabe muy bien. Parece que llevaba un par de días raro, muy callado, como si fuera otra persona. Justo antes del final del turno ha empezado a exteriorizarlo.

—A exteriorizarlo —repitió Bishop.

—Sí, ha empezado a dar gritos y a ponerse como loco.

Crane miró hacia el origen de los gritos.

—¿Está furioso? ¿Delira?

—Delirar sí. Furioso no. Es más como si estuviera… no sé, desesperado. Dice que quiere morir.

—Siga —dijo Crane.

—Algunos hombres han ido a ver si lo calmaban, y a preguntarle qué pasaba. En ese momento, Waite ha pillado a uno de ellos.

Las cejas de Crane se arquearon de golpe. «Mierda. Esto se pone feo».

El noventa y nueve por ciento de las tentativas de suicidio eran un modo de llamar la atención y pedir ayuda; solían hacerse cortes en las muñecas, más que nada para impresionar. En cambio, con rehenes la cosa cambiaba radicalmente.

—Pero hay algo más —murmuró Travers—. Tiene una pastilla de C4 y un detonador.

—¿Qué?

Asintió, cariacontecido.

La radio se encendió.

—Travers —dijo, poniéndola delante de la boca. Escuchó un momento—. Vale. Esperad a que os dé la señal.

—¿Qué pasa? —preguntó Bishop.

Travers señaló una pared con la cabeza. Había una ventana de cristal ahumado que daba a una sala de control con vistas al hangar.

—Tenemos un tirador intentando conseguir un blanco claro.

—¡No! —dijo Crane. Respiró—. No. Primero quiero hablar con él.

Travers frunció el entrecejo.

—Pero ¿no nos ha llamado para rebajar la tensión? —preguntó Crane.

—Desde entonces se ha puesto más nervioso. Además, cuando dimos la alerta no sabíamos lo del C4.

—¿El tirador ya tiene un blanco claro? —preguntó Crane.

—Intermitente.

—Entonces no hay ninguna razón para que no me dejen intentarlo.

Travers vaciló un segundo.

—De acuerdo, pero si amenaza al rehén, o intenta activar el detonador, tendré que ordenar que le peguen un tiro.

Crane hizo una señal con la cabeza a Bishop y caminó despacio hasta llegar al cordón. Lo cruzó suavemente y se paró.

Siete metros más lejos, a la sombra del compartimiento, había un hombre con un mono naranja. Tenía los ojos enrojecidos y llorosos, y la barbilla sucia de mocos, saliva y espumarajos de sangre. La pechera naranja del mono estaba salpicada de vómito. «¿Veneno?», se preguntó Crane con objetividad, pero a simple vista no se advertían indicios de dolor abdominal, parálisis u otros síntomas sistémicos.

El hombre sujetaba a una mujer de unos treinta años, menuda, con el pelo rubio oscuro y el mismo tipo de mono. Él le rodeaba el cuello con un brazo, obligándola a erguir incómodamente la cabeza, a la vez que apretaba un destornillador contra su yugular. La rehén tenía los labios apretados y los ojos desorbitados por el miedo.

En la otra mano del hombre sobresalía una pastilla blanquecina de C4 y un detonador sin montar.

A esa distancia los gritos eran de una fuerza sorprendente, tan seguidos que Waite apenas podía respirar, ni Crane pensar.

«Tranquilízalo hablando —decía el manual—. Cálmalo y que lo reduzcan». Eso era muy fácil de decir. Crane había disuadido con palabras a un hombre a punto de arrojarse del puente George Washington, y a individuos que se metían una Luger en la oreja o mordían el cañón de una escopeta, pero nunca a alguien con una carga explosiva equivalente a diez granadas.

Respiró hondo dos veces y avanzó.

—En el fondo no quieres hacerlo —dijo.

La mirada huidiza del hombre se posó un momento en él. Los gritos continuaban.

—En el fondo no quieres hacerlo —repitió Crane, subiendo un poco el tono.

Los gritos le impedían oírse a sí mismo. Dio otro paso.

Los ojos del hombre volvieron a enfocarle. Cogió con más fuerza a la rehén e hincó la punta del destornillador en su cuello.

Crane se quedó muy quieto; podía sentir la mirada suplicante de la rehén, que tenía el miedo grabado en las facciones. Al mismo tiempo se dio cuenta de lo vulnerable de su propia situación, y no le gustó. Estaba entre un cordón de militares y un hombre con una rehén y una pastilla de C4. Reprimió las ganas de retroceder.

Siguió inmóvil, pensando. Después de un rato se sentó lentamente en el suelo de metal, se quitó un zapato después del otro y los dejó bien alineados. Lo mismo hizo con los calcetines, con una precisión maniática. Luego se estiró con la cabeza apoyada en las palmas de las manos.

En ese momento se dio cuenta de que en el hangar había cambiado algo. Ya no se oía nada, ni siquiera los gritos. Waite lo miraba fijamente, aunque seguía presionando peligrosamente el cuello de la rehén con el destornillador.

—Es mejor que no lo hagas —dijo Crane, en tono paciente y razonable—. Todos los problemas pueden arreglarse. No vale la pena hacerte daño, o hacérselo a otra persona. Solo empeoraría las cosas.

Waite no contestó. Se limitó a seguir mirando con los ojos muy abiertos, y la respiración entrecortada.

—¿Qué quieres? —preguntó Crane—. ¿Qué podemos hacer para ayudarte?

La reacción de Waite fue gemir y tragar saliva con dificultad.

—Haced que paren —dijo.

—¿El qué? —preguntó Crane.

—Los ruidos.

—¿Qué ruidos?

—Aquellos —contestó Waite con una mezcla de susurro y sollozo—. Los ruidos que nunca… nunca paran.

—De los ruidos ya hablaremos. Podríamos…

Pero Waite volvía a gemir, con un lloriqueo cada vez más agudo y estridente. Faltaba poco para que volvieran a empezar los gritos.

Crane cogió rápidamente el cuello de su camisa y estiró hacia abajo. La tela se desgarró ruidosamente, a la vez que se oía cómo los botones caían al suelo. Crane se quitó la camisa hecha jirones y la puso al lado de sus zapatos.

Waite volvía a observarlo.

—Podemos arreglarlo —dijo Crane—. Podemos hacer que paren los ruidos.

Waite, atento a sus palabras, empezó a llorar.

—Pero me estás poniendo muy nervioso con el detonador.

Cada vez lloraba más.

—A ella suéltala. Tenemos que enfrentarnos a los ruidos, no a ella.

Waite ya lloraba a moco tendido. Las lágrimas salían casi a chorro.

Crane había esperado con prudencia el momento justo para llamarlo por su nombre de pila. Decidió usarlo.

—Suéltala, Randall; suéltala, deja el explosivo y lo arreglaremos. Conseguiremos que cesen los ruidos. Te lo prometo.

De repente fue como si Randall se viniese abajo. Bajó lentamente el destornillador y dejó colgando la otra mano. El C4 cayó pesadamente al suelo. La rehén dio un grito y corrió hacia el cordón. Un policía militar que estaba de cuclillas en un lado se levantó como un rayo, recogió el C4 y se lo llevó.

Crane respiró hondo y se levantó despacio.

—Gracias, Randall —dijo—. Ahora ya podremos ayudarte. Ahora conseguiremos que paren los ruidos.

Dio un paso hacia delante.

Waite retrocedió, con los ojos peligrosamente en blanco.

—¡No! —dijo—. No pueden hacer que paren. ¿No lo entiende? ¡Nadie puede hacer que paren esos ruidos!

Y con un movimiento tan brusco como inesperado levantó el destornillador hacia su propio cuello.

—¡Detente! —exclamó Crane.

Pero justo en el momento en que iba a lanzarse hacia Waite vio horrorizado que la punta del destornillador desaparecía en la carne blanca del cuello.