Crane levantó la vista de la tabla digital donde había estado haciendo anotaciones con un marcador de plástico.
—¿Ya está? ¿Solo un ligero dolor de piernas?
El paciente asintió con la cabeza. La sábana de la cama de hospital no lograba esconder su estatura ni su fuerte constitución física. Tenía buen color y los ojos brillantes.
—¿Cómo puntuaría la intensidad del dolor en una escala del uno al diez?
Se lo pensó.
—Depende. Digamos que seis, a veces un poco más.
«Mialgia no febril», escribió Crane.
Parecía imposible (no, no parecía, lo era) que apenas dos días antes aquel hombre hubiera sufrido una pequeña embolia. Era demasiado joven, y para colmo ninguna de las pruebas indicaba la existencia del ataque. Todo se reducía a los síntomas iniciales: parálisis parcial y problemas de habla.
—Gracias —dijo Crane, cerrando la tablilla de metal—. Si tengo más preguntas ya le avisaré.
Se apartó de la cama.
A pesar de su nombre, el centro médico de la estación Deep Storm estaba dotado de instrumentos que habrían sido la envidia de un hospital mediano. Además de urgencias, quirófanos y dos docenas de habitaciones, había diversos departamentos especializados, desde Radiología hasta Cardiología. También había un ala reservada al personal, con zonas de trabajo y salas de reuniones, donde a Crane le habían adjudicado un despacho pequeño pero suficiente, con su laboratorio adjunto.
Solo tres de los últimos casos descritos por la doctora Bishop eran bastante graves para haber requerido hospitalización. Crane ya había hablado con dos de los pacientes; un hombre de cuarenta y dos años con náuseas y diarrea y aquel supuesto caso de embolia. En el fondo no era imprescindible ingresar a ninguno de los dos. Seguro que la doctora Bishop solo los tenía en observación.
Se volvió hacia la doctora, que estaba bastante lejos, y le hizo una señal con la cabeza.
—No hay indicios de AIT —le dijo al salir al pasillo.
—Excepto el cuadro inicial.
—¿Dice que lo vio personalmente?
—Sí, y era evidente que estaba sufriendo un ataque isquémico transitorio.
Crane titubeó. Aunque Bishop no hubiera dicho casi nada durante el examen de los dos pacientes, su hostilidad seguía latente, y seguro que no le gustaría que cuestionasen su diagnóstico.
—Hay diversos síndromes que pueden presentar un cuadro parecido… —empezó a decir Crane con diplomacia.
—Hice la residencia en una unidad de cuidados vasculares. He visto a montones de pacientes con cuadros de AIT, y sé reconocerlos.
Crane suspiró. La actitud defensiva de Bishop empezaba a cansarle. A nadie le gustaban los intrusos, evidentemente, y tal vez él lo fuera, pero la cuestión era que el equipo médico del Complejo solo había realizado pruebas superficiales; había tratado cada caso de forma independiente. Él estaba convencido de que si profundizaban más y hacían tests más exhaustivos aparecería algo en común, y al margen de lo que ella dijera seguía apostando por el síndrome de descompresión como diagnóstico diferencial principal.
—No ha contestado a mi pregunta de antes —dijo—. Tienen cámara hiperbárica, ¿verdad?
La doctora asintió.
—Pues me gustaría que la usaran con este paciente, para ver si la represurización y el oxígeno puro alivian el dolor de las extremidades.
—Pero…
—Doctora Bishop, el señor Asher me explicó que en este Complejo se usa algún tipo de tecnología secreta de presurización, que prácticamente no se ha probado sobre el terreno. Así las cosas, el principal candidato es con diferencia el síndrome de descompresión.
En vez de contestar, Bishop frunció el entrecejo y apartó la vista.
Crane sintió que empezaba a impacientarse.
—Si no le gusta, solo tiene que ir a hablar con Asher —dijo secamente—, que es quien me ha traído justamente para esto, para dar ideas. Haga el favor de meter al paciente en la cámara. —Hizo una pausa para que recapacitara—. ¿Visitamos al paciente número tres?
Había dejado para el final el caso más interesante, una mujer con adormecimiento y debilidad en las manos y la cara. Cuando entraron en la habitación la encontraron despierta, rodeada de varios aparatos de última generación que pitaban suavemente. Crane se percató enseguida de la diferencia. Se fijó en su mirada de angustia, en el color amarillento de sus ojos y en que tenía todo el cuerpo tenso de preocupación. No le hacía falta seguir los pasos del diagnóstico para saber que podía ser grave.
Abrió la tablilla. Nada más encenderse la pantalla LCD, apareció automáticamente el historial de la paciente. «Debe de estar grabado en su chip RFID», pensó Crane.
Leyó el resumen por encima:
Nombre: | Philips, Mary E. |
Sexo: | F |
Edad: | 36 |
Resumen del cuadro: | Debilidad bilateral / adormecimiento de las manos y la cara |
Al alzar la vista, vio que había entrado sigilosamente un oficial de la Marina. Era alto, delgado y con los ojos claros, más juntos de lo normal. El derecho parecía estrábico. Llevaba galones de comandante en las mangas y la insignia dorada del Servicio de Inteligencia en la solapa izquierda. Estaba apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos, como si no existieran Crane ni Bishop.
Crane se concentró otra vez en la paciente.
—¿Mary Philips? —preguntó, adoptando automáticamente el tono neutro que había aprendido a usar con los pacientes tiempo atrás.
Ella asintió con la cabeza.
—No la entretendré mucho —dijo Crane, sonriendo—. Estamos aquí para intentar que se restablezca lo antes posible.
La paciente correspondió a su sonrisa con una contracción fugaz de los labios.
—¿Todavía siente adormecimiento en las manos y la cara?
Asintió, parpadeó y se pasó un pañuelo por los ojos. A Crane le pareció que no se le cerraban del todo los párpados al pestañear.
—¿Cuándo empezó a darse cuenta? —preguntó.
—Hace diez días o dos semanas. Al principio era tan ligero que casi no lo notaba.
—¿Estaba trabajando la primera vez que se fijó en esa sensación?
—Sí.
Crane dio otra ojeada a la tabla digital.
—Aquí no figura su empleo.
Quien contestó fue el hombre de la puerta.
—Porque no es pertinente, doctor.
Crane se volvió hacia él.
—¿Quién es usted?
—El comandante Korolis.
Tenía una voz grave, de una suavidad casi meliflua.
—Pues a mí me parece muy pertinente saber en qué trabaja, comandante.
—¿Por qué? —preguntó Korolis.
Crane se volvió hacia la paciente, que lo miraba con ansiedad. Pensando que lo menos conveniente era aumentar su nerviosismo, Crane hizo señas al comandante Korolis de que saliesen al pasillo.
—Estamos haciendo un diagnóstico —dijo donde la paciente no pudiera oírlos—. En un diagnóstico diferencial todo es pertinente. No se puede descartar que el entorno laboral de esta mujer tenga parte de culpa.
Korolis sacudió la cabeza.
—No la tiene.
—¿Cómo lo sabe?
—Tendrá que fiarse de mí.
—Disculpe, pero no me basta.
Crane se volvió.
—Doctor Crane —dijo Korolis sin alterarse—, Mary Philips trabaja en una zona restringida del Complejo, y en una parte restringida del proyecto. No está permitido hacerle preguntas concretas sobre su trabajo.
Crane volvió a girarse.
—¿Cómo que…?
Hizo un esfuerzo por callar y aguantarse la rabia. Saltaba a la vista que Korolis tenía autoridad, o como mínimo eso creía él. ¿A qué venía tanto secretismo en una base científica?
Tuvo que recordarse que acababa de llegar, y que aún no conocía las reglas, ni explícitas ni implícitas. Lo más probable era que tuviese perdida la batalla de antemano. A lo que no pensaba renunciar era a comentárselo a Asher, pero de momento no había más remedio que hacer el diagnóstico de la paciente lo mejor que pudiese.
Volvió a la habitación. La doctora Bishop seguía al lado de la cama con una expresión de neutralidad estudiada.
—Perdone la interrupción, señora Philips —dijo Crane—. Sigamos.
Inició una exploración física y neurológica a fondo que duró un cuarto de hora. Poco a poco, a medida que se concentraba en el cuadro clínico de la mujer, Crane se olvidó de la vigilancia del comandante Korolis.
Era un caso intrigante. La debilidad bilateral en los músculos faciales superiores e inferiores era muy marcada. Las pruebas de sensibilidad demostraban que la paciente tenía problemas de distribución trigeminal. La flexión del cuello estaba intacta, al igual que la extensión, pero Crane observó una considerable reducción de la sensación de temperatura tanto en el cuello como en la parte superior del tronco. Sorprendentemente, también observó un deterioro notable (y parecía que bastante reciente) de los músculos de la mano. Al comprobar los reflejos profundos de los tendones, y las respuestas plantares, empezó a cobrar forma una sospecha.
Todos los médicos sueñan con encontrar un caso particularmente raro o interesante, de los que aparecen en la literatura médica, pero no es habitual. Sin embargo, era justo lo que presentaba Mary Philips, al menos por lo que llevaban observado. Crane (que muchas noches se quedaba leyendo revistas médicas hasta altas horas) empezó a pensar que podía haber descubierto uno de aquellos casos. «Quizá sí que estoy aquí por algo especial…».
Siguiendo una corazonada, examinó las amígdalas de la paciente. Eran más grandes de lo normal, amarillentas y lobuladas. «Qué interesante…».
Dio las gracias a la mujer por su paciencia y fue a consultar el análisis de sangre en la tablilla.
Leucocitos (por mm) | 3.100 |
Hematocrito (%) | 34,6 |
Plaquetas (por mm) | 104.000 |
Glucosa (mg/dl) | 79 |
Triglicéridos (mg/dl) | 119 |
Velocidad de sedimentación de eritrocitos (mm/h) | 48,21 |
Se apartó con la doctora Bishop para preguntarle:
—¿Qué? ¿Qué le parece?
—Tenía la esperanza de que me lo dijera usted, que es el experto —contestó ella.
—No soy ningún experto. Solo soy un médico que pide la colaboración de otro médico.
La única respuesta de Bishop fue mirarlo. Crane sintió que su ira brotaba con más fuerza que antes. Le indignaba aquel inexplicable secretismo, la intromisión del comandante Korolis y, sobre todo, la actitud desapegada y resentida de la doctora Bishop. Pero ya le bajaría los humos. Iba a enseñarle lo que sabía.
Cerró la tablilla con un golpe seco.
—Doctora, ¿han realizado tests de anticuerpos a la paciente?
Bishop asintió con la cabeza.
—Hepatitis viral A y B, sulfátido, IgM… Todo negativo.
—¿Estudios de conducción motora?
—Normal en ambos hemisferios.
—¿Factor reumatoide?
—Positivo. Ochenta y ocho unidades por milímetro.
Crane se quedó callado. Eran las mismas pruebas que habría hecho él.
—Tampoco había historial de artralgia, anorexia o fenómeno de Raynaud —añadió ella voluntariamente.
Crane la miró con cara de sorpresa. No era posible que se le hubiese ocurrido la misma y peregrina conclusión. ¿O sí?
Decidió ponerla en evidencia.
—El deterioro incipiente de los músculos de la mano podría indicar siringomielia. La pérdida de sensibilidad en la parte superior del tronco también.
—Pero no hay rigidez en las piernas —contestó ella enseguida—, y la disfunción medular es insignificante. No es siringomielia.
Crane cada vez estaba más sorprendido por la profundidad de la técnica de diagnóstico de su colega, pero en algún momento fallaría.
«Ha llegado el momento de poner las cartas encima de la mesa», pensó.
—¿Y los defectos sensoriales? ¿Y la neuropatía? ¿Se ha fijado en las amígdalas?
Bishop seguía mirándolo, impasible.
—Sí, me he fijado en las amígdalas. Están hinchadas y amarillentas.
Hubo un momento de silencio.
En las facciones de Bishop se insinuó una sonrisa.
—Pero doctor —dijo—, ¿no estará diagnosticándole la enfermedad de Tangier?
Crane se quedó de piedra. Después, muy lentamente, empezó a relajarse. A él también se le escapaba la sonrisa.
—Pues la verdad es que sí —dijo, un poco avergonzado.
—La enfermedad de Tangier… ¡Vaya, ahora resultará que en Deep Storm hay un centenar de enfermedades genéticas raras!
Por una vez, el comentario estaba exento de malicia y de reproche, al menos que notara Crane. Hasta la sonrisa le pareció sincera.
Justo entonces se dispararon varias alarmas rápidas y penetrantes que se sobrepusieron a la pieza clásica del hilo musical; en el pasillo se encendió una luz naranja.
La sonrisa de Bishop desapareció.
—Código naranja —dijo.
—¿Qué?
—Emergencia médico-psiquiátrica. Vamos.
Ya corría hacia la puerta.