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En el silencio de su habitación de la décima planta, Crane se acariciaba la barbilla, pensativo. Era un dormitorio pequeño y con una iluminación muy suave, como todos los del Complejo. Estaba amueblado con una cama estrecha, dos sillas y una mesa con un ordenador conectado a la red central del Complejo. También disponía de un vestidor. Al lado de la mesa había un intercomunicador empotrado, para llamar al centro médico, reservar plaza en la bolera o incluso pedir una pizza a Times Square. En las paredes, de color azul claro, no había cuadros ni decoración, solo un gran televisor de pantalla plana.

También había dos puertas, del mismo metal color platino que le había sorprendido en otras partes del Complejo, pero con un elegante marco de madera clara. Por una de ellas se salía al pasillo, y por la otra se entraba en el cuarto de baño compartido con Roger Corbett. El psiquiatra le había propuesto que fueran a comer al Alto (prosaico nombre del comedor de la planta once), y a instancias de Crane, que quería quedarse unos momentos a solas, habían quedado directamente en el restaurante.

Sobre la mesa había una carpeta sellada, con su nombre y un código de barras en el borde. La cogió, rompió el sello con una uña y esparció su contenido. Salió una identificación bastante grande, con una banda magnética y un clip, otro ejemplar del código de la Marina para misiones secretas, dos páginas de bibliografía sobre la Atlántida (con libros disponibles en la biblioteca o que podían descargarse en el ordenador) y un sobre con una lista de contraseñas temporales para la red general y la red médica.

Se prendió la identificación en el bolsillo. Después se sentó y se quedó mirando la pantalla negra; finalmente suspiró, encendió el ordenador e introdujo su contraseña temporal. Mientras se abrían los programas, se hizo un masaje en la parte superior del brazo, donde le habían insertado el chip hacía unos minutos. Empezó a escribir en el procesador de textos.

Sintomatología no específica:

problemas fisiológicos (¿y neurológicos?)

y psicológicos - desapego / disociación

Consultar cuadros clínicos

¿Buscar primer caso?

¿Ambiental?

Intoxicación. ¿Sistémica o general?

¿Problema(s) previo(s)?

Se apartó de la mesa, mirando la pantalla. «¿Síndrome de descompresión? ¿Narcosis por nitrógeno?», le había preguntado a Asher en la plataforma petrolífera Storm King. Respuesta: «Más lo primero que lo segundo». Empezaba a entender cuánto tenía de evasiva esa respuesta. En realidad, por muy afable y abierto que aparentara ser el doctor Asher, no le había dicho prácticamente nada.

Era una situación enojosa, tal vez incluso algo alarmante, pero en cierto modo daba igual, porque al fin Crane empezaba a entender la razón de que Asher le hubiera buscado específicamente a él y…

—¿Qué, empieza a verlo claro? —preguntó una voz a sus espaldas.

Estuvo a punto de caerse del susto. Al volverse, con el pulso acelerado, descubrió una imagen bastante singular. Era un hombre mayor, con un mono de peto. Tenía los ojos de un azul muy penetrante, y el pelo blanco y revuelto, a lo Einstein. Era muy bajo (apenas metro y medio) y delgado. Al principio, Crane pensó que venía a reparar alguna cosa. La habitación estaba cerrada. No había oído que llamaran a la puerta, ni ruido de pasos. Era como si el viejo hubiese aparecido por arte de magia.

—¿Perdón?

El desconocido miró la pantalla por encima del hombro de Crane.

—¡Caray! ¡Qué pocas palabras y cuántos signos de interrogación!

Crane cambió de pantalla con una tecla.

—Creo que no nos conocemos —dijo secamente.

El viejo se rio. Era una risa aguda, como de pájaro.

—Ya, ya lo sé. He venido a presentarme. Estaba intrigado porque me habían dicho que había un tal doctor Crane a bordo. —Tendió la mano—. Me llamo Flyte, doctor Flyte.

—Mucho gusto.

Se hizo un silencio incómodo. Crane buscó una pregunta neutra y educada.

—¿En qué trabaja, doctor Flyte?

—Sistemas mecánicos autónomos.

—¿Y eso qué es?

—Se nota que es nuevo. El Complejo es como un pueblo del Oeste. Si es tan aficionado como yo a las películas de vaqueros, sabrá que en los pueblos del Oeste hay dos preguntas que no se hacen: ¿de dónde viene? y ¿por qué está aquí? —Flyte hizo una pausa—. Me limitaré a decir que soy indispensable, por desgracia. Mi trabajo es de altísimo secreto.

—Ah, qué bien —dijo Crane. Sabía que era una respuesta pobre, pero era la única que se le había ocurrido.

—¿Le parece bien? Pues a mí no. No es un trabajo agradable, doctor Crane, estar tan abajo en νύμε eoς όαίρω.

Crane parpadeó.

—¿Cómo dice?

—¡Válgame Dios! ¿Otro? —Flyte puso los ojos en blanco—. ¿Qué pasa, que ya no habla nadie la lengua madre? En otros tiempos el griego antiguo estaba en todos los labios civilizados. —Regañó a Crane con el dedo—. «Océano, que es de hecho el origen de todo». Homero era compatriota mío, para que lo sepa. Haría bien en leerlo.

Crane reprimió las ganas de mirar el reloj. Roger Corbett le esperaba en el Alto.

—Ha sido un placer conocer…

—Lo mismo digo —le interrumpió Flyte—. Soy un gran admirador de cualquier practicante del noble arte.

Crane empezaba a molestarse. Le extrañaba que alguien como Flyte hubiera conseguido superar la criba obligatoria para cualquier candidato a trabajar en el Complejo. Llegó a la conclusión de que la mejor actitud era frustrar cualquier acercamiento amistoso por parte del viejo.

—Doctor Flyte, seguro que tiene por delante un día tan ajetreado como yo…

—¡En absoluto! Tengo todo el tiempo del mundo… de momento. Mientras no empiecen otra vez a perforar, no me necesitarán ni a mí ni a mi arte.

Alzó unas manos pequeñas, moviendo los dedos como un concertista de piano. Sus brillantes ojos no se quedaban quietos ni un segundo. Volvieron a mirar el petate abierto.

—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó, cogiendo un par de libros que sobresalían.

Levantó uno de los dos, Antología poética del siglo XX.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó de malos modos.

—¿A usted qué le parece? —dijo Crane, exasperado—. Es un libro de poesía.

—A mí la poesía moderna no me interesa, y a usted tampoco debería interesarle. Ya le he dicho que lea a Homero.

Dejó caer el libro en la bolsa y miró el otro. Pi: su historia y su misterio.

—¡Ajá! ¿Y esto?

—Es un libro sobre los números irracionales.

Flyte se rio, asintiendo con la cabeza.

—¡No me diga! ¡Qué oportuno!

—¿Oportuno? ¿Por qué?

Miró a Crane con cara de sorpresa.

—¡Los números irracionales! ¿No se da cuenta?

—No, no me doy cuenta.

—¡Pues es evidente! ¿Acaso no somos irracionales numerosas personas aquí? Y si no, me temo que pronto lo seremos. —Desplegó un índice nudoso y dio un golpecito en el pecho de Crane—. Por eso usted está aquí abajo, porque se ha roto.

—¿Roto? ¿El qué?

—Se ha roto todo —susurró Flyte con énfasis—. O al menos pronto se romperá.

Crane frunció el entrecejo.

—Doctor Flyte, si no le importa…

Flyte alzó una mano. Parecía haber abandonado el tono enfático.

—Aunque todavía no se haya dado cuenta, tenemos algo en común.

Hizo una pausa cómplice.

Crane tragó saliva. No pensaba preguntar. Por desgracia Flyte tampoco parecía necesitarlo.

El viejo se inclinó con ademán confidencial.

—Nuestros apellidos, Crane y Flyte[2], ¿entiende?

Crane suspiró.

—No se ofenda, pero tengo que pedirle que se vaya. He quedado para comer y ya llego tarde.

El viejecito ladeó la cabeza y asió con fuerza la mano de Crane.

—Encantado de conocerle, doctor Crane. Repito que tenemos algo en común. Haríamos bien en unir nuestras fuerzas.

Flyte se fue guiñando un ojo, y dejó abierta la puerta del pasillo. Poco después, cuando se levantó a cerrarla, Crane miró con curiosidad hacia ambos lados. El pasillo, que era largo, estaba vacío, sin rastro del extraño viejo. Era como si no hubiera entrado.