6

Respecto a la parte residencial del Complejo, que a Crane le recordó un hotel de lujo, la novena planta tenía un ambiente más parecido al de un crucero.

Asher le dio una hora para ducharse y dejar el equipaje, antes de acompañarlo al centro médico.

—Ha llegado el momento de que conozca al resto de los presos —bromeó.

De camino lo obsequió con una breve visita guiada de la planta que había justo debajo de la suya, la que recibía el nombre oficial de Servicios al Personal.

No era un nombre que le hiciera justicia. Después de mostrarle al vuelo un teatro de cien butacas y una biblioteca digital muy bien surtida, Asher llevó a Crane a una gran plaza llena de gente. Se oía música, que salía de una especie de minúscula cafetería. Crane vio una pizzería al fondo, junto a un pequeño oasis de vegetación rodeado de bancos. Todo estaba miniaturizado para caber en el exiguo espacio del Complejo, pero lo habían hecho con tanta gracia que el ambiente no resultaba saturado ni claustrofóbico.

—La planta nueve está organizada de una manera muy especial —dijo Asher—. Básicamente hay dos grandes pasillos perpendiculares. Alguien ha bautizado el cruce como Times Square.

—Interesante.

—Por allí se va a la zona multimedia y a la lavandería, y más allá está el economato.

Asher señaló un escaparate que más que de un economato parecía de unos elegantes grandes almacenes.

Crane observó a los pequeños grupos de trabajadores que lo rodeaban. Algunos charlaban, otros bebían café en una mesita, leían o tecleaban en un ordenador portátil… Había uniformes militares, pero la mayoría de la gente iba vestida de calle o con bata de laboratorio. Sacudió la cabeza. Parecía inconcebible que tuviesen encima varios kilómetros de mar.

—Me parece mentira que el ejército haya construido algo así —dijo.

Asher sonrió.

—Dudo que los diseñadores lo destinasen a esta función. De todos modos, recuerde que el proyecto durará varios meses, y que no se puede salir a menos que sea por algo muy grave. A diferencia de usted, la mayoría de los trabajadores no tiene experiencia en submarinos. Como nuestros científicos no están acostumbrados a vivir dentro de una caja de acero sin puertas ni ventanas, hacemos todo lo posible por hacerles la vida soportable.

Al aspirar el aroma de café recién molido que llegaba del bar, Crane pensó que era una vida francamente soportable.

Vio que al otro lado del pequeño parque había una pantalla plana muy grande, de unos tres metros por tres, frente a un grupo de bancos. Al observarla se dio cuenta de que en realidad se trataba de diversas pequeñas pantallas unidas en cuadrícula para proyectar una sola imagen. Era una imagen borrosa de las profundidades marinas, en cuyas aguas, de un verde casi negro, flotaban peces muy raros, como de otro mundo: anguilas articuladas de manera extraña, medusas colosales, peces en forma de globo con un solo tentáculo en la cabeza… Reconoció algunas especies: el pez ogro, el rape abisal y el pez víbora.

—¿Es lo que hay en el exterior? —preguntó.

—Sí, puede verse a través de una cámara que hay en el exterior de la cúpula. —Asher señaló la plaza con un gesto del brazo—. Muchos trabajadores vienen aquí a pasar el tiempo libre; se relajan en la biblioteca o ven películas interactivas en la zona multimedia. También está muy concurrido el polideportivo de la décima planta. Recuérdeme que se lo muestre más tarde. También tendremos que ponerle el chip.

—¿Qué chip?

—UnchipRFID.

—¿Identificación por radiofrecuencia? ¿Es necesario?

—Aquí todo está muy controlado. Me temo que sí.

—¿Duele? —preguntó Crane, medio en broma medio en serio.

Asher se rio con socarronería.

—Es como un granito de arroz que se implanta subcutáneamente. Bueno, vamos al centro médico; nos están esperando Michele y Roger. Es por allá, al final del pasillo.

Asher señaló con la mano derecha uno de los anchos pasillos. Al fondo, después del economato, del café y de media docena de accesos, Crane entrevió una doble puerta de cristal esmerilado con cruces rojas.

Volvió a percatarse de que Asher llevaba el brazo izquierdo pegado al cuerpo, y rígido.

—¿Le pasa algo en el brazo? —preguntó cuando ya estaban en el pasillo.

—Insuficiencia vascular de la extremidad superior.

—¿El dolor es intenso?

—No, no. Solo hay que tener un poco de cuidado.

—Sí, por supuesto. ¿Desde cuándo lo tiene?

—Hace poco más de un año. La doctora Bishop me ha recetado Coumadin, y hago ejercicio con regularidad. En el polideportivo hay varias pistas de squash que no están nada mal.

Asher caminó deprisa, como si tuviera ganas de cambiar de tema. Crane pensó que de no ser el director científico, su enfermedad probablemente le habría obligado a quedarse en tierra firme.

El centro médico seguía las mismas pautas que los espacios que ya había visto Crane: todo diseñado al milímetro para que cupiera el máximo de cosas en el mínimo espacio, pero sin que pareciese atiborrado. A diferencia de los hospitales normales, la luz era indirecta, e incluso suave, y se oía música clásica en todas partes, aunque no parecía salir de ningún punto en concreto. Al cruzar la sala de espera, Asher saludó al recepcionista con la cabeza.

—El centro médico es de última tecnología, como todo el Complejo —dijo, mientras llevaba a Crane por un archivo y un pasillo con moqueta—. Aparte del médico tenemos cuatro enfermeras, tres residentes, un especialista en nutrición y dos técnicos de laboratorio. Ah, y una unidad de urgencias con todo lo necesario. Hay instrumentos prácticamente para todas las pruebas que puedan ocurrírsele, desde una sencilla radiografía hasta escáneres de todo el cuerpo, y contamos con el refuerzo de un laboratorio muy completo de patología en la séptima planta.

—¿Camas?

—Cuarenta y ocho, con posibilidad de doblarlas en caso de necesidad, aunque esperemos que no haga falta, porque se paralizaría el trabajo. —Asher se detuvo delante de una puerta donde ponía: SALA DE REUNIONES B—. Ya hemos llegado.

Era una habitación pequeña, con una luz todavía más tenue que la de la sala de espera. En una pared había una gran pantalla de videoconferencia y en las otras, acuarelas inocuas, de paisajes y marinas. Casi todo el espacio lo ocupaba una gran mesa redonda, a la que estaban sentados un hombre y una mujer. Ambos llevaban uniformes de oficial bajo una bata blanca de laboratorio.

Al ver entrar a Crane, el hombre se levantó como un resorte.

—Roger Corbett —dijo, tendiendo la mano para estrechar la de Crane por encima de la mesa.

Era un hombre bajo, con poco pelo, entre castaño y gris, y unos ojos de un azul desvaído. Su barba, pequeña y muy bien recortada, era la que solían llevar los residentes de psiquiatría.

—Usted debe de ser el jefe de psiquiatría —dijo Crane durante el apretón—. Vamos a ser vecinos.

—Sí, ya me lo han dicho.

La voz de Corbett era grave para su estatura. Tenía un hablar pausado, como si sopesara cada frase. Llevaba unas gafas redondas con montura fina y plateada.

—Perdone que irrumpa en su espacio vital.

—Mientras no ronque…

—No le prometo nada. Mejor que cierre la puerta.

Corbett se rio.

—Le presento a Michele Bishop. —Asher señaló a la mujer sentada al otro lado de la mesa—. Doctora Bishop, el doctor Crane.

Ella asintió con la cabeza.

—Mucho gusto.

—Lo mismo digo —contestó Crane.

Era joven, delgada y tan alta como bajo era Corbett, con el pelo rubio oscuro y una mirada intensa; una mujer atractiva, pero sin exagerar. Crane supuso que se trataba de la responsable médica de la estación. Era interesante que no se hubiera levantado ni le hubiera tendido la mano.

—Siéntese, por favor, doctor Crane —dijo Corbett.

—Llámeme Peter.

Asher sonrió a los tres como un padre orgulloso.

—Peter, le dejo al cuidado de estas dos personas, que le pondrán al día de todo. Michele, Roger, pasaré más tarde.

Se despidió con un guiño y un gesto de la cabeza. Cerró la puerta al salir al pasillo.

—¿Le sirvo algo de beber, Peter? —preguntó Corbett.

—No, gracias.

—¿Algo para picar?

—No, de verdad, estoy bien. Cuanto antes vayamos al problema médico, mejor.

Corbett y Bishop se miraron.

—En realidad no es un problema, doctor Crane —dijo Bishop—. Son varios.

—¿Ah, sí? Bueno, en realidad no me sorprende. El síndrome de descompresión suele presentarse de diversas maneras, y si el de aquí es una variante…

El síndrome de descompresión también recibía el nombre de «enfermedad de Caisson», debido a que los primeros pacientes a quienes se les diagnosticó, a mediados del siglo XIX, trabajaban en entornos de aire comprimido, entre ellos el primer pozo de cimentación (caisson) que se excavaba en el lecho del East River de Nueva York para el puente de Brooklyn. Si los excavadores salían al aire libre demasiado deprisa después de haber trabajado bajo presión, se les formaban burbujas de nitrógeno en el torrente sanguíneo. Algunos de los síntomas eran dolor agudo en los brazos y las piernas. Teniendo en cuenta la profundidad a la que estaban trabajando allí, Crane intuía la presencia de algún tipo de síndrome de descompresión.

—Supongo que tienen una cámara de oxigenoterapia hiperbárica, o algún otro tipo de dispositivo de recompresión con el que hayan tratado a los pacientes… —dijo—. Si no les importa, me gustaría hablar directamente con los enfermos después de la reunión.

—Mire, doctor —dijo Bishop con voz tensa—, creo que iremos más deprisa si me deja resumir la sintomatología antes de dar nada por supuesto.

Sus palabras tomaron por sorpresa a Crane, que la miró sin explicarse a qué venía tanta sequedad.

—Perdone si me precipito o le parezco impertinente, pero el viaje ha sido muy largo y tengo mucha curiosidad. Adelante.

—La primera vez que observamos algo raro fue hace unas dos semanas. Al principio parecía más psicológico que físico. Roger detectó un gran aumento de visitas sin cita previa.

Crane miró a Corbett.

—¿Con qué síntomas?

—Algunos se quejaban de problemas para dormir —dijo Corbett—, y otros de malestar. También había un par de casos de trastornos de alimentación. La queja más habitual era que les costaba concentrarse en lo que hacían.

—Entonces empezaron los síntomas físicos —dijo Bishop—. Estreñimiento, náuseas, neurastenia…

—¿Hay gente que haga turno doble? —preguntó Crane—. Porque no me sorprendería que estuvieran cansados…

—Otros se quejaban de tics y espasmos musculares.

—¿Solo tics? —preguntó Crane—. ¿Sin dolor asociado?

Bishop lo miró con cierta expresión de reproche, como diciendo: «Si hubiera dolor ya se lo habría comentado, ¿no?».

—Pues entonces no es síndrome de descompresión —dijo Crane—. Al menos ninguna de las variantes que conozco. La verdad es que no entiendo que estén tan preocupados. Problemas de concentración, estreñimiento, náuseas… Es todo muy vago. Podría ser simplemente estrés laboral. Teniendo en cuenta que el entorno es tan particular, y el trabajo también…

—Aún no he terminado —dijo Bishop—. La situación ha empeorado durante esta última semana. Tres casos de arritmia en pacientes sin historial de problemas cardíacos, una mujer con debilidad bilateral en las manos y la cara, y dos pacientes que parecían sufrir ataques isquémicos transitorios.

—¿AIT? ¿De qué alcance?

—Parálisis parcial y problemas de habla; en ambos casos de duración inferior a dos horas.

—¿Qué edad tenían?

—Un poco menos y un poco más de treinta años.

—¿De verdad? —Crane frunció el entrecejo—. Parecen muy jóvenes para un ataque. Y encima son dos casos… ¿Les han realizado exámenes neurológicos?

—Doctor Crane, por favor… Naturalmente que se los hemos hecho. TAC de cráneo sin contraste, electrocardiogramas para descartar riesgo cardioembólico… Todo lo que pueda imaginar. En la estación no hay electroencefalógrafo (ya sabe que para lo que más se usan es para la epilepsia o el coma), pero tampoco hacía falta. Todo salió absolutamente normal, excepto por los síntomas del ataque.

El tono de la doctora volvía a ser seco. «Está defendiendo su territorio —pensó Crane—. Son sus dominios, y no le gusta que me meta».

—De todos modos —dijo él—, es el primer indicio de disbarismo que oigo en todo el día.

—¿Disbarismo? —preguntó Corbett, pestañeando al otro lado de sus gafas redondas.

—Síndrome de descompresión.

Bishop suspiró.

—Sinceramente, para mí lo único que podemos descartar con certeza es el síndrome de descompresión.

—¿Por qué? Pensaba que…

Crane se quedó callado. En realidad Asher no le había expuesto claramente el problema en ningún momento. Si él había partido de la premisa del síndrome de descompresión era por las características de la estación Deep Storm.

—Disculpe —dijo más despacio—, pero supongo que no acabo de entender por qué me han llamado.

—Le ha llamado Howard Asher —dijo Bishop.

Fue la primera vez que sonrió. La sala de reuniones quedó un rato en silencio.

—¿Han conseguido identificar algo en común? —preguntó Crane—. ¿Los pacientes trabajan todos en la misma planta, o más o menos en la misma zona del Complejo?

Bishop negó con la cabeza.

—Han venido pacientes de casi todas las plantas y casi todas las ocupaciones.

—O sea, que no hay un origen determinado, ni síntomas comunes. Me suena a coincidencia. ¿Cuántos pacientes han recibido en total?

—Roger y yo lo hemos estado calculando mientras le esperábamos. —Bishop sacó una hoja del bolsillo de su bata de laboratorio y la consultó—. El Complejo lleva casi cinco meses en funcionamiento. Sumando el consultorio de salud mental y la parte médica, debemos de tener un promedio de quince pacientes por semana. Hasta hace poco lo peor era un dolor de garganta, pero desde que ha empezado todo esto hemos visitado a ciento tres.

Crane se quedó de piedra.

—¿Ciento tres? Dios mío, pero si eso es…

—Una cuarta parte de la población, doctor Crane, muy por encima de cualquier coincidencia.

Se guardó la hoja en el bolsillo con gesto casi triunfal.