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La voz que salía por el altavoz era un poco más aguda de lo normal, como si la persona del otro lado estuviera absorbiendo helio.

—En cinco minutos podrá cruzar la compuerta C, doctor Crane.

—¡Menos mal!

Peter Crane levantó las piernas del banco metálico donde había echado una cabezadita, se desperezó y miró su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Sospechó, sin embargo, que si el Complejo se parecía en algo a un submarino los conceptos de día y noche no tenían mucho sentido.

Habían pasado seis horas desde que salió del batiscafo y penetró en el laberinto de compuertas herméticas que recibía el nombre de Sistema de Compresión. Desde entonces lo único que hacía era esperar con impaciencia a que terminase la peculiar fase de aclimatación del Complejo. Como médico tenía curiosidad. Ignoraba completamente en qué podía consistir, o qué tecnología utilizaban. Lo único que le había dicho Asher era que facilitaba el trabajo a gran profundidad. Quizá habían modificado la composición atmosférica, reduciendo la cantidad de nitrógeno y añadiendo algún gas exótico. En todo caso estaba claro que se trataba de un avance significativo, sin duda uno de los elementos secretos que explicaban el hermetismo de la misión.

Cada dos horas, una incorpórea voz de pito (siempre la misma) le daba instrucciones de pasar a otra sala. Todas las habitaciones eran idénticas: grandes cubos con aspecto de sauna y literas metálicas. La única diferencia era el color. La primera sala de compresión era de un gris militar, la segunda azul claro, y la tercera, sorprendentemente, roja.

Después de leer un pequeño dossier sobre la Atlántida que había encontrado en la primera sala, Crane se entretuvo dormitando y hojeando la gruesa antología poética que se había traído. También estuvo pensando. Dedicó mucho tiempo a contemplar el techo metálico (y los kilómetros de agua que pesaban sobre su persona), y a meditar.

Se preguntó qué cataclismo podía haber sumergido a esa profundidad la ciudad de la Atlántida, y qué tipo de civilización albergaría. No podían ser griegos, fenicios o minoicos, ni ningún otro pueblo de los que gozaban del favor de los historiadores. El dossier dejaba claro que en el fondo nadie sabía nada sobre la civilización atlantidense. También explicaba que su situación exacta siempre había estado rodeada de misterio, incluso en las fuentes originales (aunque a Crane le sorprendía que estuviese tan al norte). El propio Platón no sabía prácticamente nada sobre sus pobladores y su cultura. Crane pensó que debía de ser una de las razones de que hubiera permanecido escondida durante tanto tiempo.

Las horas transcurrían lentamente. Sin embargo, su incredulidad no disminuía. Era como un milagro; no solo lo deprisa que ocurría todo, ni la sobrecogedora importancia del proyecto, sino que le hubieran elegido a él. Aunque no había insistido en aquel punto en su conversación con Asher, lo cierto era que seguía sin saber por qué querían sus servicios y no los de otra persona, sobre todo cuando su especialidad no era la hematología ni la toxicología. «Su doble condición de médico y ex oficial le hace más adecuado que nadie para tratar la dolencia», había dicho Asher. Sí, estaba versado en los trastornos asociados a entornos submarinos, pero de eso podían presumir muchos médicos.

Volvió a desperezarse con un encogimiento de hombros; pronto tendría la respuesta. De hecho no importaba demasiado. Si estaba allí era sencillamente por su buena estrella. Se preguntó qué extraños y maravillosos restos arqueológicos habían desenterrado, y qué antiguos secretos podían haber descubierto ya.

Un fuerte golpe metálico anunció la apertura de la escotilla del fondo.

—Por favor, cruce la compuerta y entre en el pasillo del otro lado —dijo la voz.

Tras cumplir la petición, Crane se encontró en un cilindro poco iluminado de unos tres metros de longitud, con una compuerta cerrada al fondo. Esperó. La primera compuerta se cerró con otro fuerte impacto, lo que provocó una corriente de aire tan violenta que a Crane se le destaparon dolorosamente los oídos. Después se abrió la compuerta del fondo y entró una luz amarilla. Una silueta recortada en el hueco le hizo un gesto de bienvenida con el brazo. Al pasar del conducto a la sala, Crane reconoció el rostro sonriente de Howard Asher.

—¡Doctor Crane! —El apretón de manos fue muy efusivo—. Bienvenido al Complejo.

—Gracias —contestó Crane—, aunque tengo la impresión de haber llegado hace bastante tiempo.

Asher se rio.

—Siempre decíamos que instalaríamos reproductores de DVD en las salas de compresión, para que se hiciera más llevadera la fase de aclimatación, pero ahora que ha bajado todo el personal ya no tendría sentido. La verdad es que no esperábamos visitas. ¿Qué le ha parecido la lectura?

—Increíble. ¿De verdad que han descubierto…?

Asher esquivó la pregunta tocándose la nariz, guiñando un ojo y esbozando una sonrisa cómplice.

—La verdad es más increíble de lo que pueda imaginar. Pero en fin, cada cosa a su tiempo. Voy a mostrarle su habitación. Ha sido un largo viaje y estoy seguro de que le apetece descansar.

Crane dejó que Asher cogiera parte de su equipaje.

—Me gustaría saber algo más del proceso de aclimatación.

—Claro, claro… Por aquí, Peter. ¿Ya le he preguntado si puedo llamarle Peter?

Se adelantó con otra sonrisa.

Crane miró a su alrededor con curiosidad. Se hallaban en un vestíbulo cuadrado, con el techo bajo y ventanas tintadas en las paredes laterales. Detrás de una ventana había dos técnicos sentados frente a un tablero de mandos. Lo miraron, y uno de los dos le saludó.

Al fondo del vestíbulo empezaba un pasillo blanco por el que se penetraba en la última planta del Complejo. Asher ya estaba en el pasillo, con el equipaje al hombro, y Crane corrió para alcanzarlo. Era un pasillo estrecho (naturalmente), pero mucho menos agobiante de lo que esperaba. Otro detalle inesperado era la iluminación, cálida e incandescente, nada que ver con la crudeza de los fluorescentes de los submarinos. El ambiente, caluroso y con una agradable humedad, también fue una sorpresa. Flotaba un vago olor que no reconoció, algo metálico, como de cobre. Se preguntó si estaría relacionado con la tecnología atmosférica que usaba el Complejo.

Pasaron ante varias puertas cerradas, del mismo blanco que el pasillo. En algunas había nombres, y en otras títulos abreviados como INST. ELEC. O SUBEST. II. Un trabajador joven y vestido con un mono abrió una de las puertas justo cuando pasaban, saludó a Asher con la cabeza, miró a Crane con curiosidad y se alejó en la dirección opuesta. Al mirar por la puerta, Crane vio una habitación llena de servidores blade montados en bastidor y una pequeña selva de hardware en red.

Se dio cuenta de que el blanco de las paredes y las puertas no era pintura, sino un extraño compuesto que parecía adoptar el color de su entorno, en aquel caso la luz del pasillo. Vio su reflejo fantasmal en la puerta, junto a un extraño tono subyacente de color platino.

—¿De qué material es todo esto? —preguntó.

—Una aleación recién creada, ligera, no reactiva y de una resistencia excepcional.

Al llegar a una bifurcación, Asher giró a la izquierda. Por su aspecto, Crane había supuesto que el director científico del National Ocean Service frisaba los setenta años, pero evidentemente tenía diez menos. Lo que al principio le habían parecido arrugas eran las huellas de toda una vida en el mar. Asher caminaba deprisa; llevaba el pesado equipaje de Crane como si fuera una pluma. De todos modos, aunque pareciese tan saludable iba con el brazo izquierdo pegado al cuerpo.

—Estas plantas, las más altas del Complejo, son un laberinto de despachos y dormitorios —dijo—. Al principio pueden desorientar. Si se pierde, consulte los esquemas que hay en las principales intersecciones.

Crane se moría de ganas de saber algo más sobre los aspectos médicos y la excavación en sí, pero prefirió que fuera Asher quien iniciara los temas de conversación.

—Cuénteme cómo es el Complejo.

—Tiene doce plantas y exactamente ciento veinte metros de lado. La base está incrustada en la matriz del fondo marino, y protegida con una cúpula de titanio.

—La cúpula la he visto mientras bajaba. ¡Qué obra de ingeniería!

—Ni que lo diga. Respecto a la cúpula, el Complejo en sí, donde estamos, es como un guisante debajo de una concha; el espacio intermedio está totalmente presurizado. Contando la cúpula y el propio casco del Complejo, son dos las capas de metal que nos separan del mar, pero no un metal cualquiera, porque la piel del Complejo es de HY250, un nuevo tipo de acero aeroespacial con una resistencia a la fractura próxima a los treinta mil newton-metros y un límite elástico del orden de trescientos ksi.

—Me he fijado en un tubo horizontal que penetra en la cúpula —dijo Crane—. ¿Para qué sirve?

—Debe de referirse al radio de presión. En realidad hay dos, uno en cada lado del Complejo. Teniendo en cuenta la presión del agua a estas profundidades, la forma ideal sería una esfera perfecta. Pero como la cúpula solo es la mitad de una esfera ideal, los dos tubos, abiertos al mar, ayudan a compensar la presión. También sujetan el Complejo a la cúpula. Seguro que los cerebritos de la séptima planta podrían darle más detalles.

El segundo pasillo, donde estaban, se parecía al primero, con el techo lleno de cables y tuberías y un gran número de puertas cerradas en las que colgaban letreros crípticos.

—También me he fijado en un objeto extraño, de unos diez metros de ancho, pegado al punto más alto de la cúpula.

—Es la cápsula de salvamento, por si alguien saca el enchufe sin querer.

Asher lo dijo riendo, con una risa abierta y contagiosa.

—Perdone que le haga esta pregunta, pero la cúpula que nos rodea no es precisamente pequeña. Supongo que habrá despertado el interés de algún que otro gobierno extranjero.

—Por supuesto. Hemos orquestado minuciosamente una campaña de desinformación. Se supone que en estas coordenadas se hundió un submarino secreto de investigación, y ahora creen que estamos intentando recuperarlo; lo cual, como comprenderá, no impide que de vez en cuando pase algún submarino ruso o chino, lo que angustia a nuestra guarnición militar…

Pasaron al lado de una puerta con un escáner de retina, y a cada lado un marine con fusil. Asher no dio explicaciones. Tampoco Crane se las pidió.

—Ahora estamos en la planta doce —siguió explicando Asher—. Casi todo son servicios de apoyo para el resto del Complejo. En las plantas once y diez vive el personal, y también hay un polideportivo. A propósito, usted se alojará en la diez. Le hemos asignado el mismo baño que a Roger Corbett, el jefe de psiquiatría. La mayoría de las habitaciones comparten baño. Como puede imaginar, aquí escasea el espacio. Ya estamos al máximo de nuestra capacidad, y usted es una incorporación inesperada.

Se paró delante de un ascensor y pulsó el botón.

—La planta nueve es la de servicios al personal. También está el centro médico, donde trabajará usted. En la planta ocho se encuentran los despachos de administración y toda la parte de investigación.

Un timbre suave precedió el susurro de las puertas al abrirse. Asher hizo señas a Crane de que entrase, y éste lo siguió.

El ascensor era del mismo material extraño que el pasillo. En el panel había seis botones sin marcar. Asher pulsó el tercero desde arriba. El ascensor empezó a bajar.

—¿Por dónde iba? Ah, sí… La planta siete es la científica: centro informático y laboratorios de todo tipo.

Crane sacudió la cabeza.

—Es increíble.

Asher sonrió con tanto orgullo como si el Complejo fuera de su propiedad y no del gobierno.

—Me he saltado cientos de detalles que descubrirá usted mismo. Tenemos comedores con un servicio especializado en alta cocina, media docena de salones comunitarios y espacio para que vivan cómodamente más de cuatrocientas personas. Es como un pueblo a tres mil metros de la superficie del mar, lejos de miradas indiscretas, Peter.

—«Oculto en el seno de los mares» —citó Crane.

Asher lo miró con curiosidad y una media sonrisa.

—Andrew Marvell, ¿verdad?

Crane asintió con la cabeza.

Bermudas.

—No me diga que es lector de poesía.

—De vez en cuando. Me acostumbré cuando pasaba mucho tiempo de inmersión en submarinos. Es mi vicio secreto.

En la cara de Asher, curtida por el viento, la sonrisa se amplió.

—Empieza a caerme bien, Peter.

Sonó otra vez el timbre del ascensor. Al abrirse, las puertas revelaron otro pasillo mucho más ancho y transitado que los anteriores. Crane se quedó atónito con la decoración. La moqueta era muy elegante, y todas las paredes estaban empapeladas, con cuadros al óleo enmarcados. Le recordó la recepción de un hotel de lujo. Pasaba gente uniformada y con batas de laboratorio, hablando. Todos tenían una identificación prendida a la solapa o al bolsillo de la camisa.

—El Complejo es una maravilla de ingeniería —añadió Asher—. Ha sido una enorme suerte poder disponer de él. En fin, ya estamos en la décima planta. ¿Alguna pregunta más antes de que le muestre su habitación?

—Solo una. Me había dicho que había doce plantas, pero solo ha descrito seis, y este ascensor solo tiene seis botones. —Crane señaló el panel de control—. ¿Y el resto de la estación?

—Ah… —Asher titubeó—. Las seis plantas inferiores son secretas.

—¿Secretas?

Asintió.

—Pero, ¿por qué? ¿Qué pasa abajo?

—Lo siento, Peter; me gustaría decírselo pero no puedo.

—No lo entiendo. ¿Por qué no?

Asher no contestó. Se limitó a sonreír otra vez, con una sonrisa entre compungida y cómplice.