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Kevin Lindengood lo tenía todo preparado hasta el último detalle, obsesivamente. Se daba cuenta del peligro (tal vez grave) que corría, pero todo era cuestión de preparación y de control, y él estaba preparado y lo tenía todo controlado. En consecuencia, no había nada que temer.

Se apoyó en el capó de su destartalado Taurus y vio pasar el tráfico de Biscayne Boulevard. Aquella gasolinera estaba en una de las calles más transitadas de Miami. No se podía encontrar un lugar más público. Y público era sinónimo de seguro.

Se quedó con la manguera de la bomba de aire en la mano, haciendo como si comprobara la presión de los neumáticos. Hacía calor, treinta y tres o treinta y cuatro grados, pero Lindengood lo agradecía. Ya había tenido suficiente hielo y nieve para varias vidas en la plataforma petrolífera Storm King. Hicks y su iPod de las narices, Wherry y su chulería… No, a esa vida no le apetecía volver por nada del mundo, ni tendría por qué hacerlo si jugaba bien sus cartas a lo largo del día.

Justo cuando se levantaba tras comprobar el neumático delantero derecho, un coche negro aparcó a cuatro o cinco metros del suyo, en el área de servicio. Con una emoción compuesta a medias de entusiasmo y miedo, Lindengood vio salir a su contacto por la puerta del conductor. Había seguido sus indicaciones: acudir al encuentro en camiseta y bañador, para no poder esconder ningún tipo de arma.

Miró su reloj. Las siete. Llegaba puntual.

Preparación y control.

Vio cómo se acercaba. En los encuentros anteriores se había presentado como Wallace, sin dar nunca su apellido. Lindengood estaba casi seguro de que el nombre de Wallace era falso. Era un hombre delgado, con cuerpo de nadador. Llevaba unas gafas de concha muy gruesas y cojeaba un poco, como si tuviera una pierna ligeramente más corta que la otra. Como era la primera vez que lo veía en camiseta, Lindengood no pudo evitar sonreír ante la blancura de su piel. Se notaba que se pasaba la vida delante del ordenador.

—Recibió mi mensaje —dijo al tenerle cerca.

—¿Qué ocurre?

—Creo que estaríamos más cómodos dentro de mi coche —contestó Lindengood.

Tras un momento de silencio, Wallace se encogió de hombros y subió al coche por la puerta delantera derecha.

Lindengood rodeó el vehículo y se puso al volante con la precaución de no cerrar la puerta. Conservó la manguera de la bomba de aire en la mano, jugueteando con ella. Seguro que el otro no intentaba nada. No era el lugar indicado, ni él daba el tipo físicamente. De todos modos, en caso de necesidad el manómetro podía servir de porra. Lindengood se recordó por enésima vez que no sería necesario. Hecha la transacción, se iría sin dejar rastro. Wallace no sabía su dirección, y él no tenía ninguna intención de dársela.

—Ya le han pagado, y bien —dijo Wallace con su calma habitual—. Su parte del trabajo ha terminado.

—Ya lo sé —contestó Lindengood, adoptando un tono de firmeza—, pero ahora que sé un poco más de su… hummm… empresa, empiezo a pensar que me han pagado poco.

—Usted no sabe nada de ninguna empresa.

—Sé que tiene muy poco de legal. Oiga, le recuerdo que fui yo quien les encontró a ustedes. Lo digo por si no se acuerda.

En vez de contestar, Wallace siguió mirando a Lindengood con una expresión neutral, casi plácida. Fuera del coche, el compresor hizo una serie de ruidos para mantener la presión.

—Resulta que fui de los últimos que salieron de Storm King —explicó Lindengood—, una semana después de que acabáramos nuestro pequeño negocio, y de que les pasara los últimos datos. De repente aquello se empezó a llenar de funcionarios y científicos, y me puse a pensar. Lo que pasaba era más gordo de lo que había podido imaginar. Conclusión: su interés por lo que yo les podía vender significaba que eran gente de recursos, con los bolsillos llenos.

—¿Adónde quiere llegar? —dijo Wallace.

Lindengood se humedeció los labios.

—Pues a que hay gente en el gobierno a quien le llamaría mucho la atención este interés por Storm King.

—¿Nos está amenazando? —preguntó Wallace.

Su tono se había vuelto aterciopelado.

—Es una palabra que no quiero usar. Digamos que intento equilibrar la balanza. Es evidente que mi sueldo se quedó muy corto. Al fin y al cabo, quien descubrió los datos y quien informó de la anomalía fui yo. ¿Qué pasa, eso no cuenta? Encima les pasé toda la información: las lecturas, los datos de triangulación, la telemetría de la sonda… Todo. De hecho soy el único que podía hacerlo. Soy quien vio los datos y los relacionó. No lo sabe nadie más.

—Nadie más —repitió Wallace.

—Sin mí no se habrían enterado del proyecto. Allí no tenían espías, supongo.

Wallace se quitó las gafas y empezó a limpiárselas con la camiseta.

—¿Cuánto había pensado?

—Cincuenta mil.

—Y luego desaparecería, ¿no?

Lindengood asintió.

—No oirán nada más de mí.

Wallace siguió limpiando las gafas, pensativo.

—Tardaré unos días en reunir el dinero. Tendremos que vernos otra vez.

—¿Unos días? Perfecto —contestó Lindengood—. Podemos quedar aquí, en el mismo…

Con la velocidad de una serpiente al ataque, el puño derecho de Wallace salió despedido hacia el plexo solar de Lindengood con los nudillos del índice y el anular un poco adelantados. Lindengood sintió en sus entrañas un dolor que lo paralizaba; se inclinó maquinalmente con las manos en la barriga, intentando respirar. Entonces la mano derecha de Wallace le cogió el pelo y tiró de él salvajemente para que se apoyara en el respaldo. Con los ojos desorbitados de dolor, Lindengood vio que Wallace (que ya se había desembarazado de las gafas) miraba hacia ambos lados para asegurarse de que no le viera nadie. A continuación, sin soltarle el pelo, se incorporó para cerrar la puerta del conductor. Cuando volvió a sentarse, Lindengood vio que tenía la manguera de la bomba de aire en la otra mano.

—Acaba de convertirse en un estorbo, amigo mío —dijo Wallace.

Finalmente, Lindengood recuperó la voz; pero justo cuando respiraba para gritar, Wallace le metió la manguera en la garganta.

Lindengood sintió una arcada y saltó violentamente en el asiento, arrancándose el cabello de raíz. Wallace le cogió otro manojo de pelo, tiró de su víctima hacia atrás y le embutió la manguera en la tráquea con un movimiento brutal.

La boca y la garganta de Lindengood se llenaron de sangre. Justo cuando soltaba una mezcla de grito y gárgara, Wallace apretó la palanca del compresor; salió un chorro de una fuerza tremenda. El pecho de Lindengood explotó con un dolor que nunca habría podido imaginar.