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Peter Crane había pasado casi cuatro anos de su vida en submarinos, pero era la primera vez que le tocaba asiento de ventanilla.

Tras varias horas en Storm King (sometiéndose a una larga serie de pruebas físicas y psicológicas, y después en la biblioteca, esperando a que cayera el manto de la oscuridad), le habían llevado a un embarcadero especial debajo de la plataforma, donde había un batiscafo del ejército amarrado a un contrafuerte de hormigón. El mar lamía traicioneramente el contrafuerte, y la pasarela que llevaba a la escotilla de entrada del batiscafo tenía dobles cuerdas de apoyo. Crane la cruzó, y al llegar a la torreta de mando bajó una escalera metálica resbaladiza por la condensación, cruzó la escotilla, atravesó el tanque de flotación y penetró en el exiguo espacio de una esfera de presión donde había un oficial muy joven en los controles.

—Siéntese donde quiera —dijo el muchacho.

Se oyó cómo se cerraba una escotilla muy por encima de ellos. Siguió otro impacto idéntico, dos golpes que reverberaron sordamente por todo el sumergible.

Crane miró la cabina. Aparte de los asientos vacíos (distribuidos en tres hileras de dos), cada centímetro cuadrado de las paredes estaba cubierto de tubos, cables, indicadores e instrumentos. La única excepción, situada en la pared del fondo, era una escotilla estrecha pero muy gruesa. En el espacio cerrado flotaba un olor (a lubricante, humedad y sudor) que despertó inmediatamente en Crane el recuerdo de cuando llevaba la insignia de los delfines.

Después de sentarse y de dejar su equipaje en el asiento de al lado, se volvió hacia la ventana, una pequeña anilla de metal tachonada de pernos de acero en toda su circunferencia. Frunció el entrecejo. Al innato respeto de submarinista a un buen casco de acero, aquel ojo de buey le pareció un lujo innecesario y alarmante.

El marinero debió de ver su expresión, porque se rio.

—No se preocupe, es un compuesto especial fundido con el casco. Ha llovido muchísimo desde las ventanas de cuarzo del Trieste.

Crane también se rio.

—No sabía que se me notara tanto.

—Así es como reconozco a los militares —dijo el joven—. Ha estado en submarinos, ¿verdad? Me llamo Richardson.

Crane asintió. Richardson llevaba galones de suboficial, y encima de ellos una insignia que le identificaba como especialista en operaciones.

—Primero dos años en nucleares —contestó Crane—, y luego dos en ataques rápidos.

—¿Lo ve?

Se oyó un chirrido, muy arriba. Crane supuso que estaban retirando la pasarela. Después se escuchó una radio escondida entre el instrumental.

«Eco Tango Foxtrot, todo a punto para la inmersión».

Richardson cogió un micrófono.

—Constante Uno, aquí Eco Tango Foxtrot. Recibido.

Un silbido de aire, el susurro apagado de las hélices. Durante unos segundos el batiscafo se meció al suave compás de las olas. Después el silbido aumentó de intensidad, hasta diluirse en el ruido del agua que llenaba los tanques de lastre. El sumergible empezó a bajar. Richardson se inclinó hacia los controles y encendió una batería de luces exteriores. Al otro lado del ojo de buey, donde hasta entonces todo había estado negro, apareció un remolino de burbujas blancas.

—Constante Uno, Eco Tango Foxtrot bajando —dijo Richardson por el micrófono.

—¿A qué profundidad está el Complejo? —preguntó Crane.

—A poco más de tres mil doscientos metros.

El remolino de burbujas desapareció paulatinamente en un mar verdoso. Crane miró buscando peces, pero solo vio formas borrosas y plateadas, justo donde no alcanzaba el círculo de luz.

Ahora que se había implicado de verdad, casi no podía reprimir su curiosidad. Se volvió hacia Richardson en busca de alguna distracción.

—¿Hace este viaje a menudo? —preguntó.

—Cuando construían el Complejo hacíamos de cinco a seis viajes al día, siempre llenos, pero ahora que funciona a pleno rendimiento pueden pasar varias semanas sin ninguna inmersión.

—Pero a alguien habrá que subir, ¿no?

—De momento aún no ha subido nadie.

Crane estaba sorprendido.

—¿Nadie?

—No, señor.

Volvió a mirar por la ventana. El batiscafo bajaba deprisa. El tono verdoso del agua se oscurecía por momentos.

—¿Cómo es por dentro? —preguntó.

—¿Por dentro? —repitió Richardson.

—El Complejo.

—Nunca he entrado.

Crane se volvió y lo miró con cara de sorpresa.

—Yo solo soy el taxista. El proceso de aclimatación es demasiado largo para hacer turismo. Dicen que se necesita un día para entrar y tres para salir.

Crane asintió con la cabeza. Al otro lado del ojo de buey, el agua estaba aún más oscura que antes, veteada por cintas de alguna materia hecha de partículas. La velocidad de descenso cada vez era mayor. Bostezó para destaparse las orejas. En su época de militar había hecho infinidad de inmersiones parecidas, siempre bastante tensas; los oficiales y la tripulación solían estar muy serios y de pie mientras el aumento de la presión hacía crujir y rechinar el casco. En cambio el batiscafo no hacía ningún ruido, aparte del silbido casi imperceptible del aire y del zumbido de los ventiladores del instrumental.

La oscuridad al otro lado del ojo de buey se había vuelto impenetrable. Clavó la vista en las profundidades negras. Más abajo, en algún lugar, había un complejo de ultimísima tecnología, así como algo más: algo desconocido que le esperaba bajo el limo y la arena del lecho.

Justo entonces, Richardson sacó algo de debajo de su asiento y se lo entregó.

—El doctor Asher me pidió que se lo diera. Quizá le haga más corto el viaje.

Era un sobre grande de color azul, cerrado y cubierto de sellos: INFORMACIÓN CONFIDENCIAL. DE USO EXCLUSIVO. MÁXIMO SECRETO. En una esquina había un sello del gobierno y un cúmulo de advertencias en letra pequeña que amenazaban con graves consecuencias a quien osase infringir el pacto de confidencialidad.

Crane dio varias vueltas al sobre. Ahora que había llegado el gran momento, sentía una perversa reticencia a abrirlo. Después de otro instante de vacilación, rasgó el cierre con cuidado y puso el sobre al revés.

En su regazo cayeron una hoja plastificada y un pequeño folleto. Cogió la primera y la miró con curiosidad. Era un esquema de algo que parecía un gran complejo militar, o un barco, con la leyenda CUBIERTA 10 - HABITACIONES DEL PERSONAL (INFERIOR). Se quedó mirándolo. Luego lo dejó y cogió el folleto.

Llevaba impreso en la cubierta el título «Código de Conducta Naval Clasificada». Después de leer por encima los artículos, lo cerró de golpe. ¿Qué era? ¿Una muestra del sentido del humor de Asher? Antes de guardar el sobre echó otro vistazo a su interior.

De repente vio que quedaba un papel doblado. Lo sacó y lo desdobló. En el momento de empezar a leerlo sintió un hormigueo muy extraño que arrancaba en las yemas de los dedos y se propagaba rápidamente por todo su cuerpo.

LO QUE SIGUE ES UN FRAGMENTO

Ref.N.° CER—10230a

Fuente: Platón, Timeo (dialogo)

Nuestros libros nos refieren que una formidable escuadra invadió los mares de Europa, procedente de una isla mayor que Libia y Asia reunidas; los navegantes pasaban de esta isla a otras y de estas al continente que tiene sus orillas en aquel mar verdaderamente digno de su nombre.

En esta isla Atlántida sus reyes habían llegado a constituir un gran estado que dominaba toda la isla, muchas otras y hasta diversas partes del continente. Más en los tiempos sucesivos, ocurrieron intensos terremotos e inundaciones, y en un solo día, en una noche fatal, la isla Atlántida desapareció entre las olas.

FINAL FRAGMENTO

En la hoja solo había aquella cita de Platón. Pero era suficiente.

Crane dejó caer el documento en sus rodillas, con la mirada perdida en el ojo de buey. Era la tímida bienvenida a bordo de Asher, su manera de anunciar con precisión qué se estaba excavando a tres mil metros de profundidad.

La Atlántida.

Parecía increíble, pero todas las piezas encajaban: el hermetismo, la tecnología… Incluso el gasto. Era el mayor misterio del mundo, la próspera civilización de la Atlántida, interrumpida en su mejor momento por una erupción catastrófica. Una ciudad sumergida. ¿Quiénes eran sus habitantes? ¿De qué secretos eran poseedores?

Esperó sentado, sin moverse, pero no consiguió que se le pasara el hormigueo de nerviosismo. Se dijo que quizá fuera un sueño. En pocos minutos podía sonar el despertador, marcando el principio de otro día de bochorno en North Miami. Todo se desvanecería y él volvería a la rutina de siempre, al dilema entre dos puestos de investigador; seguro, porque no era posible que estuviese bajando hacia una ciudad antigua y perdida, ni a punto de incorporarse a la excavación arqueológica más compleja e importante de la historia.

—¿Doctor Crane?

La voz de Richardson le devolvió a la realidad.

—Nos acercamos al Complejo.

—¿Ya?

—Sí, señor.

Crane miró rápidamente por el ojo de buey. A tres mil trescientos metros de profundidad, el océano era de un negro tan denso y cenagoso que ni siquiera los focos exteriores podían atravesarlo. Sin embargo, había un extraño y etéreo resplandor que contra toda lógica no procedía de arriba, sino de abajo. Se acercó, y al mirar se quedó sin aliento.

Estaban unos treinta metros por encima de una inmensa cúpula de metal que se elevaba sobre el lecho marino. Aproximadamente a media altura de la cúpula había un acceso en forma de túnel de unos dos metros de diámetro, como una boca de embudo. Por lo demás, la superficie era lisa y sin marcas. No tenía relieve ni inscripciones. Su aspecto era idéntico al de la mitad de una canica de plata hundida en la arena. Al otro lado había un batiscafo que no se diferenciaba en nada del de Crane, amarrado a una compuerta de emergencia. Del punto más alto de la cúpula brotaba un bosquecillo de sensores y aparatos de comunicación, alrededor de un objeto en forma de taza invertida. Miles de minúsculas luces parpadeaban por toda la superficie de la cúpula como piedras preciosas; se encendían y se apagaban en función de las corrientes de las profundidades marinas.

Bajo aquella cúpula protectora se escondía Deep Storm, una ciudad de maravillas tecnológicas, lo más avanzado del momento. Y todavía más abajo (¿cuánto?), tan antiguos como nuevo era el Complejo, el misterio y la promesa de la Atlántida.

Crane, hipnotizado, se dio cuenta de que sonreía como un tonto. Miró a Richardson con disimulo. El suboficial también sonreía, pero le miraba a él.

—Bienvenido a Deep Storm, señor —dijo.