Plataforma petrolífera Storm King
Frente a la costa de Groenlandia
Kevin Lindengood llegó a la conclusión de que, para trabajar en una plataforma petrolífera, había que ser una persona muy especial; había que estar mal de la cabeza.
Mientras él, taciturno, miraba su consola del Centro de Control de Perforaciones, al otro lado del cristal blindado el Atlántico Norte era una ventisca en blanco y negro. La espuma corría en furiosos remolinos por su superficie.
Claro que el Atlántico Norte siempre parecía furioso. Daba lo mismo que la plataforma Storm King dominase el océano desde una altura de más de trescientos metros, porque la inmensidad del Atlántico la hacía parecer minúscula, como un juguete que en cualquier momento pudiera salir volando.
—¿Estado del raspador? —preguntó John Wherry, el director de la plataforma.
Lindengood echó un vistazo a la consola.
—Setenta y uno negativo, y subiendo.
—¿Estado del conducto?
—Todos los valores están dentro de la normalidad. No se ve nada inusual.
Volvió a mirar por la ventana, oscura y mojada. Storm King era la plataforma más septentrional de todo el campo petrolífero de Maury. Unos setenta kilómetros al norte había tierra firme, si es que Angmagssalik, Groenlandia, merecía ese nombre, pero en días como aquel costaba creer que pudiera haber algo más que mar en toda la superficie del planeta.
Decididamente había que ser un hombre extraño para trabajar en una plataforma petrolífera (porque siempre eran hombres, desgraciadamente). Por alguna razón las únicas mujeres que pisaban la plataforma eran relaciones públicas y personal de apoyo psicológico, que después de aterrizar en helicóptero y de asegurarse de que no hubiera nadie desquiciado o deprimido se iban lo antes posible. Era como si todos los recién llegados trajesen consigo su cuota de asignaturas pendientes, tics nerviosos o neurosis cuidadas con amor. Aunque pensándolo bien, ¿qué podía impulsar a una persona a trabajar dentro de una caja metálica encaramada en palillos de acero sobre un mar helado, y a correr el riesgo de que en el momento menos pensado se la llevase al otro mundo una tormenta gigante? La respuesta habitual era el sueldo, pero había muchísimos empleos en tierra firme donde se pagaba casi lo mismo. La cruda realidad era que solo se llegaba a la plataforma huyendo de algo, o (peor aún) hacia algo.
El terminal pitó.
—El raspador ha acabado de limpiar el dos.
—Muy bien —dijo Wherry.
En el terminal contiguo al de Lindengood, Fred Hicks hizo crujir los nudillos y cogió un mando incorporado a la consola.
—Situando el raspador sobre la boca del pozo tres.
Lindengood lo miró de reojo. Hicks, el técnico de guardia especialista en procesos, era un modelo perfecto. Tenía un iPod de primera generación que solo contenía las treinta y dos sonatas para piano de Beethoven. Las escuchaba constantemente, día y noche, tanto si trabajaba como si descansaba y, por si fuera poco, las tarareaba. Lindengood ya las conocía todas. De hecho, a fuerza de oírlas en la voz sibilante de Hicks, se las sabía de memoria, como prácticamente todo el mundo en Storm King.
No era como para aficionarse a la música.
—Raspador en posición sobre el tres —dijo Hicks.
Se puso los auriculares y siguió tarareando la sonata Waldstein.
—Bajadlo.
—Recibido.
Lindengood volvió a mirar su terminal.
Eran los únicos en todo el Centro de Control de Perforaciones. Aquella mañana la inmensa plataforma parecía una ciudad fantasma; las bombas estaban en silencio, y todo el personal (desde los encargados hasta el último operario) descansaba en los camarotes, veía la tele por satélite en la sala común o jugaba al ping-pong o a la máquina. Como todos los últimos días de mes, la plataforma se había paralizado en espera de que los raspadores electromagnéticos limpiaran los conductos de perforación.
Los diez.
Pasaron diez minutos. Veinte. El canturreo de Hicks cambió de ritmo, a la vez que adquiría cierta rapidez nasal. Estaba claro que ya no tenía puesta la sonata Waldstein, sino la Hammerklavier.
Lindengood hizo unos cálculos mentales mirando la pantalla. El fondo marino estaba a más de tres mil metros, y el campo petrolífero como mínimo a trescientos más. Tres mil trescientos metros de tubos que limpiar; y a él, como técnico de producción, le correspondía subir y bajar el raspador bajo la atenta mirada del director de la plataforma.
La vida era maravillosa.
Fue como si Wherry le leyera el pensamiento, porque dijo:
—¿Estado del raspador?
—Dos mil seiscientos cincuenta metros y bajando.
Cuando llegase al fondo del tercer conducto (el que más se adentraba en el fondo marino), el raspador haría una pausa y volvería a subir muy despacio, con lo que iniciaría el lento y tedioso proceso de limpieza e inspección.
Lindengood miró disimuladamente a Wherry. El jefe era la confirmación de su teoría acerca de las personas especiales. Debían de haberle pegado más de la cuenta en el patio del colegio, porque tenía un grave problema de autoridad. Normalmente los jefes eran gente discreta y relajada; sabían que vivir en la plataforma no era ninguna juerga, y hacían todo lo posible por facilitar las cosas a sus hombres. En cambio Wherry era como una reencarnación del capitán Bligh: nunca estaba contento con el trabajo de nadie; a los operarios y a los técnicos de baja graduación los trataba como a perros, y te abría un expediente por cualquier tontería. Solo le faltaba el bastón y un…
De repente empezó a pitar la consola de Hicks, que se inclinó para leer los valores bajo la indiferente mirada de Lindengood.
—Tenemos un problema con el raspador —dijo Hicks con mala cara, quitándose los auriculares—. Se ha estropeado.
—¿Qué? —Wherry se acercó a mirar la pantalla de control—. ¿Demasiada presión?
—No. Es la señal, que no se puede leer. Nunca lo había visto.
—Reinícialo —dijo Wherry.
—Ahora mismo. —Hicks hizo unos ajustes en la consola—. Ya estamos otra vez. Vuelve a fallar.
—¿Otra vez? ¿Tan deprisa? ¡Mierda! —Wherry se volvió hacia Lindengood como un resorte—. Corta la alimentación del electroimán y haz un inventario de sistema.
Lindengood obedeció con un profundo suspiro. Aún quedaban siete conductos. Si a esas alturas el raspador ya hacía cosas raras, seguro que a Wherry le daba un ataque y…
Se quedó petrificado. No podía ser. Imposible.
Con la mirada fija en la pantalla, cogió la manga de Wherry y la estiró.
—John…
—¿Qué pasa?
—Mira los sensores.
El jefe se acercó a mirar los datos del sensor.
—Pero, ¿qué es esto? ¿No acabo de decirte que apagaras el electroimán?
—Ya lo he hecho. Está apagado.
—¿Qué?
—Míralo tú mismo —dijo Lindengood.
Tenía la lengua seca, y una extraña sensación en la boca del estómago.
El jefe prestó más atención a los controles.
—Entonces ¿de dónde salen estos…?
Enmudeció de golpe y se irguió muy despacio, mientras su cara palidecía a la luz azulada de la pantalla de cátodo frío.
—Dios mío…