5

Las acusaciones, las duras palabras, el oprobio, todo le resbalaba como el agua. ¿Qué significaban unas horas de insultos en comparación con años de culpa? ¿Qué significaban unas horas de insultos frente a una vida sin su princesa de hielo?

Él se reía de los intentos, patéticos por demás, de asumir la culpa uno mismo. No veía razón alguna para ello. Mientras no viese razón para ello, ellos no lo conseguirían.

Pero tal vez ella tuviese razón. Tal vez el día del juicio hubiese llegado ya. A diferencia de ella, él sí sabía que el juez no vendría vestido de carne humana. Lo único que podía juzgarlo a él tenía que ser algo más grande que el hombre, más grande que la carne, pero tan digno como el espíritu. A mí sólo podrá juzgarme quien pueda ver mi alma, se decía.

Era curioso ver cómo sentimientos totalmente opuestos podían mezclarse hasta convertirse en un sentimiento nuevo. Amor y odio resultaban en indiferencia. El deseo de venganza y el perdón se convertían en determinación. La ternura y la amargura, en dolor; un dolor tan grande que podía destrozar a un hombre. Ella siempre había sido para él una extraña mezcla de luz y oscuridad, como el rostro de Jano, que unas veces juzgaba y otras se mostraba comprensivo. En ocasiones, ella lo cubría de ardientes besos, pese a que era abominable. Otras, lo humillaba y lo odiaba precisamente porque era abominable. En los contrastes no era posible el descanso.

La última vez que la vio fue el día que más la amó. Por fin era del todo suya. Por fin le pertenecía por completo, para disponer de ella como se le antojase. La última vez que la vio, el velo había perdido su misterio y sólo quedaba la carne. Claro que aquello la convirtió en un ser accesible. Por primera vez le pareció poder sentir quién era ella. Había tocado sus miembros rígidos por el frío y había sentido el alma que aún aleteaba en su gélida prisión. Jamás la había amado tanto como entonces. Ahora había llegado el momento de enfrentarse al destino, cara a cara. Esperaba que el destino se mostrase condescendiente. Pero no lo creía.

La despertó el teléfono. ¿Por qué no podía llamar la gente a unas horas más sensatas?

—Erica.

—Hola, soy Anna. —Parecía en guardia y, en opinión de Erica, no le faltaban motivos para ello.

—Hola —Erica no pensaba ponérselo fácil.

—¿Cómo estás? —Anna caminaba como por un campo de minas.

—Bien, gracias. ¿Y tú?

—Bueno. No estoy mal. ¿Qué tal llevas el libro?

—Unos días mejor, otros días peor. Pero al menos voy avanzando. ¿Y los niños? —Erica decidió ceder un poco.

—Emma tiene un buen resfriado, pero el cólico de Adrian parece estar remitiendo, así que ahora puedo dormir algunas horas por las noches.

Anna se rio, pero Erica creyó distinguir cierta amargura en su risa.

Hubo un momento de silencio.

—Oye, tenemos que hablar sobre la casa.

—Sí, eso creo yo también.

En esta ocasión, fue Erica quien contestó con amargura.

—Tenemos que venderla Erica. Si tú no puedes comprar nuestra parte, tenemos que venderla.

Al ver que Erica no respondía, Anna siguió hablando, bastante nerviosa.

—Lucas ha estado hablando con la inmobiliaria y dicen que la pongamos en venta por tres millones. Tres millones, Erica, ¿te das cuenta? Con un millón y medio, que es lo que te corresponde, podrías dedicarte a escribir tranquilamente, sin tener que pensar en tu economía. No debe de ser fácil vivir de lo que escribes en tu situación actual. ¿Cuántos ejemplares se editan de cada uno de tus libros? ¿Dos mil? ¿Tres mil? Y no creo que ganes mucho por cada libro vendido, ¿a que no? No lo comprendes, Erica, también para ti es una oportunidad. Tú siempre has dicho que querías escribir una novela. Y, con ese dinero, podrás disponer del tiempo necesario para hacerlo. El agente inmobiliario opina que será mejor esperar hasta abril o mayo para enseñar la casa, para que venga el mayor número de gente posible, pero que una vez que la anunciemos, la venta debería estar lista en un máximo de dos semanas. Tú comprendes que debemos hacerlo, ¿verdad?

Anna hablaba en un tono suplicante, pero Erica no se sentía compasiva. El descubrimiento de la noche anterior la había mantenido despierta y cavilando casi toda la noche, y se sentía más bien decepcionada e irritable.

—No, Anna, no lo comprendo. Ésta es la casa de nuestros padres. Aquí crecimos. Mamá y papá la compraron de recién casados. Ellos adoraban esta casa. Y yo también, Anna. No puedes hacer esto.

—Pero el dinero…

—¡A mí me da igual el dinero! Me las he arreglado hasta ahora y pienso seguir haciéndolo.

Erica estaba tan enfadada que le temblaba la voz.

—Pero Erica, tienes que comprender que no puedes obligarme a conservar la casa si no quiero. La mitad es mía.

—Si de verdad fueses tú quien lo quisiese así, yo habría pensado que era una verdadera pena, claro, pero habría aceptado tu opinión. El problema es que sé que las razones que aduces son la opinión de otra persona. Es Lucas quien quiere vender, no tú. La cuestión es si tú sabes lo que quieres. Dime, Anna, ¿lo sabes?

Erica no se molestó en esperar su respuesta.

—Y me niego a permitir que Lucas Maxwell gobierne mi vida. Tu marido es un cerdo redomado. Y tú tendrías que venirte aquí y ayudarme a ordenar las cosas de mamá y papá. Ya llevo varias semanas intentando organizarlo todo y aún queda trabajo para otras tantas. No es justo que tenga que hacerlo yo sola. Si estás tan amarrada a los fogones que no se te permite ni encargarte de la herencia de tus padres, deberías pararte a pensar en serio si es así como quieres vivir el resto de tu vida.

Erica colgó el auricular con tal violencia que el aparato cayó al suelo. Estaba tan encolerizada que le temblaba todo el cuerpo.

En Estocolmo estaba Anna, sentada en el suelo, con el auricular en la mano. Lucas estaba en el trabajo y los niños dormían, así que había aprovechado aquel rato de tranquilidad para llamar a Erica. Se trataba de una conversación que llevaba varios días posponiendo, pero Lucas no dejaba de insistir en que tenía que llamar a Erica para hablar de lo de la casa de modo que, al final, le hizo caso.

Anna se sentía destrozada en mil pedazos, cada uno de una naturaleza. Ella amaba a Erica y amaba también la casa de Fjällbacka, pero su hermana no comprendía que ella tenía que dar prioridad a su propia familia. No había nada que no estuviese dispuesta a hacer o a sacrificar por sus hijos; y si ello implicaba mantener contento a Lucas a costa de la relación con su hermana mayor, pues así sería. Emma y Adrian eran lo único que la hacía levantarse por las mañanas, seguir viviendo. Si lograse hacer feliz a Lucas, todo se arreglaría. Estaba convencida. Él se veía obligado a ser tan duro con ella porque ella era difícil y no hacía lo que él quería. Si ella le entregase ese regalo, si sacrificase por él el hogar de sus padres, él comprendería cuánto estaba dispuesta a hacer por él y por su familia y todo volvería a ser como antes.

En algún recóndito lugar de su ser, una voz le decía todo lo contrario. Pero Anna hundía la cabeza y lloraba y, con sus lágrimas, ahogaba aquella débil voz. Dejó el auricular en el suelo.

Erica apartó indignada el edredón y bajó los pies de la cama. Se arrepentía de haberle hablado a Anna tan duramente, pero su mal humor y la falta de sueño la habían hecho perder la atención por completo. Intentó llamarla otra vez, para tratar de arreglarlo en la medida de lo posible, pero comunicaba continuamente.

—¡Mierda!

El taburete que había ante la cómoda se llevó una buena patada, pero, en lugar de sentirse mejor, Erica se dio un golpe que la tuvo andando a la pata coja, sujetándose el dedo gordo del pie con la mano y chillando un buen rato. Dudaba mucho de que un parto fuese tan doloroso como aquello. Cuando pasó el dolor, se colocó sobre la balanza, en contra del buen juicio.

Sabía que no debía hacerlo, pero la masoquista que llevaba dentro la obligaba a buscar la verdad. Se quitó la camiseta con la que había dormido, que siempre aumentaba algunos gramos, y sopesó incluso si las bragas supondrían algún incremento. Lo más probable era que no. Puso primero el pie derecho sobre la balanza, pero dejó descansar parte del peso en el izquierdo, que aún tenía en el suelo. Fue aumentando gradualmente la transmisión del peso al pie derecho y, cuando la aguja llegó a los sesenta kilos, deseó que no se moviese más. Pero no fue así. Cuando por fin puso todo su cuerpo sobre la balanza, ésta indicó inmisericorde los setenta y tres kilos que pesaba. Eso es. Más o menos lo que ella se temía, pero con un kilo de más. Había calculado dos kilos más, pero la balanza marcaba tres más desde la última vez que se había pesado, que fue la mañana en que encontró a Alex.

Después de hecho, lo de pesarse le parecía algo absolutamente innecesario. No es que no hubiese notado en la cintura del pantalón que había engordado, pero hasta el instante en que no le cabía ya ninguna duda, la negación del hecho era una grata compañía. La humedad que había en el armario o haber lavado la ropa a demasiada temperatura eran excusas que le habían servido divinamente en numerosas ocasiones a lo largo de los años. Ahora las veía absurdas y se sentía incluso tentada de cancelar la cena con Patrik. Cuando lo viese, quería sentirse sexy, guapa y delgada, en lugar de hinchada y gorda. Abatida, se miró la tripa e intentó meterla tanto como le fue posible. Era inútil. Entonces, se puso de perfil ante el espejo de cuerpo entero y probó a sacar la barriga tanto como pudo. Exacto: aquella imagen encajaba mucho mejor con la sensación que ella tenía en aquel momento.

Con un suspiro de resignación, se puso un par de pantalones de chándal con una condescendiente cinturilla de goma y la misma camiseta con la que había dormido. Se prometió a sí misma que volvería a tomarse en serio su peso a partir del lunes. No tenía ningún sentido empezar ahora, pues ya tenía planeada una cena de tres platos para aquella noche y, ya se sabe, si una quiere deslumbrar a un hombre en la cocina, la crema y la mantequilla son ingredientes imprescindibles. Los lunes siempre eran, además, un día excelente para empezar una nueva vida. Por enésima vez, se prometió a sí misma que empezaría a hacer ejercicio y a observar la dieta de El peso ideal a partir del lunes. Se convertiría en una mujer nueva. Pero no hoy.

Un problema de orden mayor era, desde luego, el que casi la mataba a cavilar desde la noche anterior. Había dado mil vueltas a las alternativas pensando qué hacer, pero sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, se veía en poder de una información que deseaba con toda su alma no haber conocido jamás.

La cafetera empezaba ya a despedir el delicioso aroma a café recién hecho y la vida empezó a parecerle algo más agradable. Era increíble lo que podía hacer un sorbo de aquella bebida humeante. Se sirvió una taza de café solo que bebió con fruición, de pie junto a la encimera de la cocina. Ella nunca había sido muy partidaria de desayunar con abundancia y pensó que bien podía ahorrarse algunas calorías hasta la cena.

Cuando llamaron a la puerta se sorprendió tanto que se le derramó el café en la camiseta. Lanzó una maldición mientras se preguntaba quién sería a aquellas horas de la mañana. Miró el reloj de la cocina. Las ocho y media. Dejó la taza e, intrigada, fue a abrir la puerta. Quien esperaba al otro lado sobre el rellano de la escalera era Julia Carlgren, que se frotaba las manos para mitigar el frío.

—¿Hola? —preguntó más que saludó Erica.

—Hola —respondió Julia, sin añadir más.

Erica se preguntó qué haría la hermana menor de Alex en su rellano a aquellas horas de la mañana de un martes, pero prevaleció su buena educación y la invitó a entrar.

Julia entró desenvuelta, colgó el abrigo en el perchero y echó a andar delante de Erica hacia la sala de estar.

—¿Podrías ponerme una taza de ese café que huele tan bien?

—¿Eh?, sí, ahora mismo.

Erica le preparó la taza en la cocina mientras alzaba los ojos al cielo sin que Julia la viese. Aquella muchacha no estaba del todo bien. Le sirvió la taza y, con la suya en la mano, invitó a Julia a sentarse en el sofá de mimbre del porche. Ambas bebieron un rato en silencio. Erica resolvió esperar. Julia tendría que contarle a qué había venido. Tras un par de minutos de tensión, la joven tomó la palabra.

—¿Te has venido a vivir aquí?

—No, en realidad no. Vivo en Estocolmo, pero vine a arreglar un poco las cosas de la herencia.

—Sí, me lo dijeron. Lo siento.

—Gracias. Lo mismo te digo.

Julia soltó una extraña risita que Erica encontró desconcertante y fuera de lugar. Recordó el documento que había encontrado en la papelera de la casa de Nelly Lorentz y se preguntó cómo encajarían las distintas piezas.

—Imagino que estarás preguntándote qué hago aquí.

Julia miró a Erica con su peculiar mirada inalterable. Aquella joven apenas si parpadeaba.

Erica pensó una vez más en lo diametralmente opuesta que era a su hermana mayor. La piel de Julia aparecía marcada por cicatrices de acné y parecía que se hubiese cortado el pelo ella misma con unas tijeras para las uñas. Y sin espejo. Había algo insalubre en su aspecto. Una palidez enfermiza cubría su piel como una membrana grisácea. Tampoco parecía compartir con Alex el interés por la ropa. Se diría que se compraba la ropa en una tienda para señoras jubiladas y, sin llegar a parecer un disfraz, estaban tan lejos de la moda actual como pudiera imaginarse.

—¿Tienes alguna foto de Alex?

—¿Perdón?

Erica quedó perpleja ante aquella pregunta tan concreta.

—¿Una foto? Sí, creo que tengo algunas. Bastantes, incluso. A mi padre le encantaba la fotografía y siempre estaba haciendo instantáneas cuando éramos pequeñas. Como Alex venía con mucha frecuencia, seguro que aparece en más de una.

—¿Podría verlas?

Julia miraba a Erica como intimidándola, como reprochándole que no hubiese ido ya a buscarlas. Llena de gratitud, Erica aprovechó la oportunidad para escapar por un instante a la persistente mirada de Julia.

Las fotos estaban en un arca que había en el desván. Aún no había tenido tiempo de empezar a hacer limpieza allí arriba, pero sabía perfectamente dónde estaba el arca. Todas las fotografías de la familia estaban allí y ella había pensado ya con horror en el día en que empezase a revisarlas. Gran parte de ellas estaban sueltas, pero las que buscaba estaban en álbumes. Los hojeó por orden hasta que, en el tercero, encontró las que buscaba. También en el cuarto álbum había instantáneas de Alex, de modo que, con ambos en la mano, bajó con cuidado las escaleras del desván.

Julia seguía sentada en la misma posición en que la había dejado. Erica se preguntó si se habría movido un ápice mientras ella estaba en el desván.

—Aquí están las que pueden interesarte.

Erica resopló al tiempo que dejaba los gruesos álbumes en la mesa entre una nube de polvo.

Julia se lanzó ansiosa sobre el primer álbum y Erica se sentó a su lado en el sofá para poder explicarle las fotos.

—¿Cuándo fue esto?

Julia señalaba la primera fotografía que encontró de Alex, en la segunda página.

—Déjame ver. Esto debe de ser en… 1974. Sí, creo que sí. Tendríamos nueve años, más o menos.

Erica pasó el dedo sobre la foto con un hondo sentimiento de añoranza. Hacía tanto tiempo… Ella y Alex estaban desnudas en el jardín un caluroso día de verano y, si no recordaba mal, estaban desnudas porque habían estado corriendo y chillando y jugando a escapar al chorro de la manguera del jardín. Lo que más llamaba la atención de la imagen era que Alex llevaba guantes de lana.

—¿Por qué llevaba guantes? Parece que esto es en junio, más o menos.

Julia miraba atónita a Erica, que se echó a reír al recordar el episodio.

—A tu hermana le encantaban aquellos guantes y se empeñaba en llevarlos siempre, no sólo todo el invierno, sino también la mayor parte del verano. Era terca como una mula y nadie fue capaz de convencerla de que se quitase aquellos asquerosos guantes.

—Sí, ella sabía lo que quería, ¿verdad?

Julia miraba la foto con una expresión que casi podría calificarse de ternura. En un segundo, el atisbo de ese sentimiento desapareció por completo y la joven pasó impaciente la página.

A Erica, aquellas fotos le parecían reliquias de otra época. Hacía tanto tiempo y habían sucedido tantas cosas desde entonces. A veces sentía como si los años de la infancia compartidos con Alex no hubiesen sido más que un sueño.

—Éramos como hermanas. Pasábamos todo el tiempo juntas y a menudo incluso dormíamos juntas. Solíamos preguntar lo que había para cenar en nuestras casas para quedarnos a cenar en la que servirían la cena más rica.

—En otras palabras, solíais comer aquí, en tu casa.

Por primera vez, una sonrisa asomó a los labios de Julia.

—Sí, bueno, digamos lo que digamos de tu madre, no creo que pudiese ganarse la vida como cocinera…

Una foto en particular captó la atención de Erica, que empezó a acariciarla. Era una instantánea buenísima. Alex estaba sentada en la popa de la barca de Tore y todo su rostro sonreía. El rubio cabello al viento, flotando alrededor de la cara y, a su espalda, se extendía la hermosa silueta de Fjällbacka. Seguro que iban a salir en barca a las rocas para pasar el día bañándose y tomando el sol. Hubo muchos días así. Como de costumbre, su madre no podía acompañarlas. Se quedaba en casa con la excusa de tener que hacer un montón de tareas sin importancia. Siempre igual. Erica podía contar con los dedos de una mano las excursiones en las que Elsy había participado. Sonrió al ver una foto de Anna, de ese mismo día. Como de costumbre, aparecía haciendo el tonto y, en esta fotografía, se la veía colgada por la borda haciendo mohines.

—¡Tu hermana!

—Sí, mi hermana Anna.

La respuesta de Erica fue breve y su tono indicaba que no quería seguir hablando de ese tema. Julia entendió el mensaje y siguió pasando las hojas del álbum con sus dedos cortos y gruesos. Tenía las uñas mordidas y, en algunos dedos, había llegado a hacerse heridas. Erica se obligó a apartar la vista de los dedos maltratados de Julia y se centró en las fotos.

Hacia el final del primer álbum, de repente, Alex ya no estaba en las imágenes. Era un fuerte contraste, de figurar en todas las páginas anteriores a no aparecer en ninguna. Julia dejó los álbumes en la mesa, uno encima de otro, y se echó hacia atrás en el sofá, con la taza de café entre las manos.

—¿No quieres otro café? Ése se te habrá enfriado ya.

Julia miró la taza y comprendió que Erica tenía razón.

—Sí, gracias, si hay.

Le dio la taza a Erica, que agradeció poder moverse un poco. El sofá de mimbre era muy bonito, pero al cabo de un rato ni la espalda ni el trasero lo consideraban nada cómodo. La espalda de Julia parecía opinar lo mismo, pues la joven se levantó y acompañó a Erica a la cocina.

—Fue un funeral muy bonito. Y a vuestra casa también acudieron muchos amigos.

Erica estaba de espaldas a Julia, sirviendo el café. Un murmullo indescifrable fue todo lo que obtuvo por respuesta. De modo que decidió ser un poco más osada.

—Me dio la impresión de que tú y Nelly Lorentz os conocíais bien. ¿Cómo entablasteis amistad?

Erica contuvo la respiración. El papel que había encontrado en la papelera en casa de Nelly aumentaba su curiosidad por la respuesta de Julia.

—Mi padre trabajaba para ella.

Julia pareció haber respondido sin querer y se llevó la mano a la boca en un acto reflejo, antes de añadir nerviosa:

—Bueno, aunque eso fue mucho antes de que tú nacieras.

Erica siguió sonsacándole.

—Yo también estuve trabajando los veranos en la fábrica de conservas, cuando era estudiante.

Las respuestas seguían surgiendo a regañadientes y Julia sólo dejaba de morderse las uñas para hablar.

—Pues dio la impresión de que os lleváis muy bien.

—Sí, supongo que Nelly ve en mí algo que ninguna otra persona es capaz de ver.

Dijo aquellas palabras con una sonrisa amarga y contenida. Erica sintió, de pronto, una gran simpatía por Julia. Su vida de patito feo debía de ser muy dura. No dijo nada y, tras unos minutos, el silencio obligó a Julia a continuar.

—Siempre pasábamos los veranos aquí y, cuando terminé tercero de secundaria, Nelly llamó a mi padre y le preguntó si no me gustaría ganarme un dinero extra trabajando en la oficina. Estaba claro que no podía perder la oportunidad y, a partir de entonces, trabajé para ellos todos los veranos, hasta que empecé magisterio.

Erica comprendió que aquella respuesta omitía la mayor parte de la información. No podía ser de otro modo. Pero también comprendió que no le sacaría a Julia mucho más acerca de su relación con Nelly. Volvieron al sofá de mimbre del porche y tomaron en silencio unos sorbos de café. Ambas miraban absortas la capa de hielo que se extendía hasta el horizonte.

—Para ti debió de ser muy duro que mis padres se mudasen con Alex.

Fue Julia quien tomó la palabra en primer lugar.

—Sí y no. Para entonces, ya no jugábamos nunca juntas así que, no fue agradable, pero tampoco tan dramático como lo habría sido cuando era mi mejor amiga.

—¿Qué pasó? ¿Por qué dejasteis de salir juntas?

—Si yo lo supiera…

A Erica le sorprendió que aún le doliese recordarlo. Que aún sintiese con tanta intensidad la pérdida de la amistad de Alex. Habían pasado ya tantos años de aquello y lo normal era precisamente que las amigas de la infancia se separasen al crecer. Ella sospechaba que tal vez lo sentía así porque no tuvieron oportunidad de despedirse y nunca le explicaron por qué se habían marchado. No habían discutido por nada, Alex no la dejó por otra amiga, no se dio ninguna de las circunstancias que suelen concurrir para que termine una amistad. Simplemente, Alex se retiró detrás de un muro de indiferencia antes de desaparecer sin decir una palabra.

—¿Os peleasteis por algo?

—No. Al menos, no que yo sepa. Alex perdió su interés en nuestra relación, sencillamente. Dejó de llamarme y de quedar conmigo. Y si le proponía algo, no me decía que no, pero yo notaba que no tenía el menor interés. Así que al final dejé de contar con ella.

—¿Hizo nuevos amigos con los que empezó a salir?

Erica no sabía por qué Julia le hacía todas aquellas preguntas sobre su relación con Alex, pero no tenía ningún inconveniente en refrescar su memoria. Incluso podía servirle para el libro.

—No, nunca la vi salir con nadie más. Y en el colegio también iba siempre sola. Y aun así…

—¿Qué?

Julia se le acercó interesada.

—Pues yo tenía la sensación de que había alguien. Pero puedo estar equivocada. Era sólo una sensación.

Julia asintió pensativa y a Erica le dio la impresión de que acababa de confirmarle algo que ella ya sabía.

—Disculpa mi pregunta, pero ¿por qué quieres saber todo eso sobre la época en que Alex y yo éramos pequeñas?

Julia evitó mirarla a los ojos y respondió evasiva:

—Ella era mucho mayor que yo y, cuando yo nací, ya se había marchado al extranjero. Además, éramos muy distintas. Tengo la sensación de que no llegué a conocerla de verdad. Y ahora ya es demasiado tarde. Busqué en casa por ver si encontraba alguna foto suya, pero apenas si tenemos. Y entonces me acordé de ti.

Erica pensó que la respuesta de Julia contenía tan poca verdad que tal vez pudiese incluso calificarse de mentira, pero se dio por satisfecha.

—En fin, ya es hora de que me vaya. Gracias por el café.

Julia se levantó bruscamente y fue a dejar la taza en el fregadero. De repente, parecía tener mucha prisa por marcharse. Erica la acompañó hasta la puerta.

—Gracias por enseñarme las fotos. Era muy importante para mí.

Dicho esto, se marchó.

Erica se quedó un buen rato en la puerta viendo cómo se alejaba. Una figura gris y amorfa que caminaba a buen paso hacia la calle, protegiéndose con los brazos del intenso frío. Erica cerró la puerta despacio y entró a calentarse.

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan nervioso. Lo que experimentaba en la boca del estómago era una sensación maravillosa y horrenda a un tiempo.

La montaña crecía sobre la cama a medida que se iba probando ropa. Toda le parecía demasiado anticuada, demasiado deportiva, demasiado festiva, demasiado cursi o, simplemente, demasiado fea. Además, la mayor parte de los pantalones le quedaban justos de cintura. Con un suspiro, arrojó sobre el montón otro par de pantalones y se sentó en calzoncillos sobre el borde de la cama. Toda la expectación por la cena desapareció de golpe y, a cambio, sufrió un ataque de angustia normal y corriente. Tal vez fuese mejor llamar para cancelar la cita.

Patrik se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo con las manos cruzadas en la nuca. Aún conservaba la de matrimonio y, en un impulso sentimental, empezó a acariciar el lado de Karin. Hasta hacía poco, no había empezado a ocuparlo mientras dormía. En realidad, debería haber comprado una cama nueva tan pronto como ella se marchó, pero no había sido capaz de hacerlo.

Pese a todo el dolor que sintió cuando Karin lo abandonó, se había preguntado alguna que otra vez si era a ella a quien añoraba verdaderamente o si lo que echaba de menos era la ilusión del matrimonio como institución. Su padre había dejado a su madre por otra mujer cuando él tenía diez años y la consiguiente separación fue muy dolorosa, pues para hacerse daño sus padres lo utilizaron tanto a él como a su hermana pequeña Lotta. Entonces, se prometió a sí mismo que jamás sería infiel, pero ante todo que jamás, jamás nunca, se divorciaría. Si se casaba, sería para toda la vida. Así que cuando él y Karin se casaron hacía cinco años en la iglesia de Tanumshede, no dudó ni un instante de que lo hacían para siempre. Pero la vida rara vez resulta como uno se la plantea. Ella y Leif llevaban más de un año viéndose a sus espaldas cuando él los sorprendió. Una historia realmente clásica.

Un día que no se sentía bien llegó a casa un poco antes, y allí se los encontró, en el dormitorio. En la misma cama en la que él estaba ahora. Quizá fuese un masoquista, pues ¿cómo, si no, podía explicar que no se hubiese desecho ya de la cama? Aunque ahora ya era tarde. Ya no importaba lo más mínimo.

Se incorporó, dudando aún de si iría o no a casa de Erica. Quería ir. Y no quería. Un ataque de falta de confianza en sí mismo había arrasado con toda la excitación que había sentido a lo largo del día, bueno, de cada día de la semana. Pero ya era demasiado tarde para llamar y cancelar la cena, así que no tenía muchas opciones.

Cuando, por fin, encontró un par de chinos que le quedaban aceptables de cintura y se puso una camisa azul recién planchada, se animó un poco y empezó a alegrarse de nuevo ante la idea de la cena. Algo de espuma en el pelo alborotado y un gesto de «¡buena suerte!» a la imagen del espejo y ya estaba listo.

Sólo eran las siete y media, pero todo estaba oscuro y, aunque no nevaba mucho, la visibilidad no era muy buena cuando salió rumbo a Fjällbacka. Había tiempo suficiente para no tener que angustiarse. Por un instante, dejó de pensar en Erica para reflexionar sobre lo que había ocurrido en el trabajo los últimos días. A Mellberg no le había gustado que Patrik confirmase que la testigo, la vecina de Anders, pareciese tan segura de lo que decía y que Anders, por tanto, tuviese una coartada para las horas en cuestión. Patrik no reaccionó con el mismo grado de agresividad que Mellberg por ese motivo, pero no podía negar que sentía cierta desesperanza. Habían pasado ya tres semanas desde que encontraron a Alex y tenía la sensación de que no estaban más cerca de una solución que entonces.

Ahora se trataba de no perder el ánimo por completo, sino de tranquilizarse y empezar desde el principio. Todas las pistas, todas las declaraciones, debían estudiarse una vez más desde una nueva perspectiva. Patrik elaboró mentalmente una lista con los asuntos que debía abordar en el trabajo al día siguiente. Lo más importante era averiguar quién era el padre del hijo que esperaba Alex. Tenía que haber alguien en Fjällbacka que hubiese visto u oído algo sobre a quién veía los fines de semana. No porque estuviese fuera de toda duda que Henrik fuese el padre; y Anders también figuraba como posible candidato. Aunque, sin saber por qué, él no estaba muy convencido de que ella hubiese visto en Anders a un padre de familia ideal. Patrik pensaba que lo que Francine le había contado a Erica estaba muy próximo a la verdad. Había alguien en su vida que era muy importante. Alguien que tenía el suficiente peso como para que ella se alegrase de tener un hijo suyo. Lo que no había podido o querido hacer con su marido.

La relación sexual con Anders también era algo de lo que le gustaría saber más. ¿Qué hacía una mujer de la alta sociedad de Gotemburgo con un despojo borracho como Anders? Algo le decía que si descubría el modo en que se habían cruzado sus caminos hallaría también muchas de las respuestas que buscaba. Luego estaba lo del artículo sobre la desaparición de Nils Lorentz. Alex no era más que una niña en aquel entonces. ¿Por qué guardaba en un cajón de la cómoda un recorte de hacía veinticinco años? Eran tantos y tan enredados los hilos, que se sentía como ante una de esas imágenes de las que sólo se ven puntos, hasta que uno entrecierra los ojos del modo preciso para que aparezca de pronto con toda la claridad deseable. Pero no era capaz de encontrar la posición correcta para que los puntos desvelasen la imagen. En los momentos de flaqueza, se preguntaba si tendría, como policía, la habilidad suficiente como para llegar a verla un día. ¿Y si el asesino conseguía escapar por su incompetencia?

De repente, un ciervo cruzó trotando ante el coche y Patrik se vio bruscamente apartado de sus sombrías cavilaciones. Pisó a fondo el freno y logró evitar el cuarto trasero del animal por un par de centímetros. El coche patinó sobre el hielo de la calzada y no se detuvo hasta después de transcurridos unos segundos, largos y aterradores. Apoyó la cabeza sobre las manos, aún aferradas convulsamente al volante y aguardó hasta haber recuperado un pulso normal. Se quedó allí sentado un par de minutos y, después, reanudó el viaje a Fjällbacka, pero le llevó un par de kilómetros atreverse a cambiar el paso de tortuga por algo más de velocidad.

Cuando conducía por la pendiente de Sälvik, cubierta de arena, en dirección a la casa de Erica, iba con cinco minutos de retraso. Aparcó el coche detrás de la entrada al garaje y tomó la botella de vino que llevaba para regalarle. Respiró hondo y echó un último vistazo al peinado en el espejo retrovisor antes de sentirse preparado.

El montón de ropa que inundaba la cama de Erica estaba en pie de igualdad con el de Patrik. Incluso podría decirse que lo superaba ligeramente. El armario empezaba a estar vacío y había varias perchas que tintineaban en la barra. Suspiró abatida. Nada le sentaba del todo bien. Los kilos extra que había ido engordando en las últimas semanas hacían que nada le quedase como ella quería. Aún lamentaba con amargura haberse pesado aquella mañana, y se maldecía por ello. Erica escrutó con mirada crítica la imagen que le devolvía el espejo.

El primer dilema se le presentó después de la ducha cuando, igual que su heroína favorita, Bridget Jones, se vio ante la elección de qué braguitas ponerse. ¿Debía elegir su precioso tanga de encaje, por si se presentaba la remota ocasión de que ella y Patrik acabasen en la cama? ¿O, por el contrario, sería más acertado ponerse esas bragas enormes y horrendas con sujeción para la tripa y el trasero, que incrementarían considerablemente las posibilidades de que Patrik y ella acabasen en la cama? Difícil elección. Sin embargo, teniendo en cuenta la envergadura de la tripa, resolvió por fin ponerse la variante más favorecedora. Y, sobre ellas, unas medias también con sujeción. En otras palabras, la artillería pesada.

Miró el reloj y comprendió que ya era hora de decidirse. Tras echar un vistazo al montón de ropa que había en la cama, sacó de debajo la primera prenda que se había probado. El negro la hacía más delgada y el clásico vestido por las rodillas, modelo recuperado del viejo estilo Jackie Kennedy, favorecía la figura. Las únicas joyas que se puso fueron unos pendientes de perlas y el reloj de pulsera y se dejó el pelo suelto. Se colocó ante el espejo de perfil y metió la tripa. Y sí, con ayuda de la combinación braguitas-faja, medias-faja y respiración contenida, su aspecto resultaba bastante aceptable. Así, tuvo que admitir que los kilos extra no eran tan perjudiciales. Podría vivir sin los que habían ido a parar a la tripa, pero el que se había distribuido por los pechos hacía que una hendidura bastante homogénea se dejase ver por el escote del vestido. Cierto que con la ayuda de un sujetador con relleno, pero esos remedios debían de ser de uso generalizado hoy en día. Además, el que ella llevaba había sido confeccionado según los últimos avances tecnológicos, con silicona en los cascos, lo que provocaba un balanceo del pecho muy similar al natural. Un magnífico exponente del éxito de la ciencia en el servicio al ser humano.

El estrés provocado por la sesión de prueba y los nervios habían hecho que empezasen a sudarle las axilas, así que volvió a lavarse con un suspiro de abatimiento. Casi veinte minutos le llevó conseguir un maquillaje perfecto y, cuando estuvo lista, se dio cuenta de que la decoración de su persona le había llevado más tiempo del deseable y de que debería haber empezado a ultimar la comida antes. Rápidamente, empezó a ordenar la habitación. Le habría llevado demasiado tiempo volver a colgar la ropa en las perchas, de modo que, simplemente, tomó el montón tal y como estaba y lo dejó caer en el suelo del armario antes de cerrar la puerta. Por si acaso, hizo la cama y echó una ojeada para comprobar que no se había dejado tiradas por el suelo ningunas bragas del revés. Un par de bragas sucias de la marca Sloggi podían hacer que cualquier hombre perdiese el apetito.

Con el corazón en un puño, se apresuró a la cocina, pero estaba tan estresada que se sentía aturdida, sin saber por dónde empezar.

Se obligó a serenarse y respiró hondo. Tenía dos recetas en la mesa e intentó organizar el trabajo teniendo en cuenta el tiempo que le quedaba y las instrucciones de las mismas. No era una maestra de la cocina, pero era bastante buena y había seleccionado las recetas después de mucho rebuscar en números antiguos de Elle Gourmet, a la que estaba suscrita. De primero serviría pastel de patata con crema fresca, huevas de lumpo y cebolla roja rallada. El segundo plato sería solomillo de cerdo en hojaldre con salsa de oporto y patata prensada, y de postre Gino con salsa de vainilla. Por suerte, había preparado el postre por la tarde, de modo que ya podía borrarlo de la lista. Decidió empezar por poner a cocer las patatas para el segundo plato y después rallar las patatas crudas para el primero.

Trabajó sin descanso durante una hora y media y, cuando sonó el timbre, dio un respingo, sobresaltada. El tiempo había pasado demasiado rápido y esperaba que Patrik no estuviese muerto de hambre, pues la comida tardaría aún un buen rato en estar lista.

Erica iba ya camino de la puerta cuando cayó en la cuenta de que todavía llevaba puesto el delantal y el timbre volvió a oírse antes de que ella hubiese logrado deshacer el lazo que, con esfuerzo, había conseguido hacerse a la espalda. Lo desató, por fin, se quitó el delantal y lo dejó en una silla que había en el vestíbulo. Se pasó la mano por el pelo, se recordó que debía meter la tripa y respiró hondo antes de abrir la puerta con una sonrisa.

—¡Hola Patrik! Bienvenido.

Se dieron un leve abrazo a modo de saludo y Patrik le dio la botella de vino envuelta en papel de plata.

—¡Vaya, gracias! ¡Qué amable!

—Bueno, me lo recomendaron en el Systembolaget. Vino chileno con mucho cuerpo y sabor a bayas rojas y un regusto a chocolate, al parecer. Yo no entiendo mucho de vinos, pero en la tienda suelen ser expertos.

—Seguro que es excelente.

Erica rio afable y dejó la botella en la vieja consola del vestíbulo para ayudarle a Patrik a quitarse la cazadora.

—Bueno, adelante. Espero que no estés muerto de hambre. Como de costumbre, mi planificación del tiempo era demasiado optimista, así que aún falta un rato para que la cena esté lista.

—No, no te preocupes, puedo esperar.

Patrik siguió a Erica hasta la cocina.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Pues sí, si quieres, puedes coger el sacacorchos que está en el primer cajón y abrir una botella de vino. Podríamos empezar por probar el que has traído.

Él obedeció de buen grado mientras Erica sacaba dos grandes copas que puso sobre la encimera, antes de empezar a comprobar el estado de lo que había en el horno. Al solomillo le faltaba todavía un rato y, al probar las patatas, notó que aún estaban medio crudas. Patrik le tendió una de las copas, ahora llenas de un vino de un intenso rojo oscuro. Ella lo movió ligeramente para liberar los aromas del caldo, metió la nariz en la copa e inspiró con la boca cerrada. Un cálido perfume a roble penetró por sus fosas nasales y casi le llegó a la planta de los pies. Exquisito. Tomó un trago que mantuvo en la boca al tiempo que respiraba, también por la boca. El sabor era tan agradable como el aroma y Erica comprendió que Patrik se había gastado bastante dinero en aquella botella.

Patrik la miraba expectante.

—¡Fantástico!

—Sí, ya sospechaba yo que tú entendías de vinos. Yo, por desgracia, no sería capaz de distinguir entre un vino de tetrabrik por cincuenta coronas y otro de varios miles.

—Claro que sí, hombre. De todos modos, es una cuestión de costumbre. Y hay que tomarse el tiempo necesario para paladear el vino en lugar de tragárselo simplemente.

Patrik miró abochornado su copa. Ya se había bebido un tercio. Intentó imitar el modo en que Erica saboreaba el vino mientras ella trajinaba en los fogones. ¡Vaya!, pues sí que ahora parecía otro vino… Mantuvo un trago en la boca, al igual que le había visto hacer a Erica y, de repente, su sabor se reveló con toda claridad. Incluso creyó experimentar un ligero sabor a chocolate, a chocolate puro, y otro, bastante fuerte, a bayas rojas, tal vez a grosella, mezclado con fresas. Increíble.

—¿Qué tal va la investigación?

Erica se esforzó por sonar desinteresada, pero, en el fondo, estaba ansiosa por oír la respuesta.

—Puede decirse que volvemos a estar en la casilla número uno. Anders tiene una coartada para la hora del crimen y, por ahora, no tenemos mucho más. Por desgracia, hemos cometido el error de siempre. Nos permitimos sentirnos demasiado seguros de que teníamos al culpable sin molestarnos en investigar otras posibilidades. Aunque he de admitir que el comisario tiene razón en que Anders es perfecto como asesino de Alex. Un alcohólico que, por alguna razón incomprensible, mantiene una relación sexual con una mujer que, según todas las reglas, debería estar muy lejos de la esfera asequible para un borrachín como Anders. Un ataque de celos cuando ella plantea el inevitable fin. Cuando su increíble suerte lo abandona definitivamente. Sus huellas dactilares están por todas partes, en el cadáver y en el baño. Incluso encontramos la huella de su zapato en el charco de sangre del suelo.

—Pero ¿no deberían bastar esas pruebas?

Patrik meneó la copa mientras, reflexivo, observaba los pequeños torbellinos rojos que se formaban en el interior.

—Si no hubiese tenido una coartada, habrían sido suficientes. Pero resulta que sí la tiene, justo para la hora que hemos fijado como más probable para el asesinato; así que, todos esos indicios no sirven ya más que para demostrar que estuvo en el baño después del asesinato, y no durante. Una sutil diferencia, pero muy importante, si queremos que nuestra acusación se sostenga.

La cocina iba inundándose de un aroma delicioso. Erica sacó del frigorífico el pastel de patata que ya había tostado en la sartén hacía un rato y lo metió en el horno para que se calentase. Puso dos platos y volvió a abrir el frigorífico, de donde sacó un tarro de crema fresca y otro de huevas de lumpo. La cebolla estaba ya picada en un cuenco sobre la encimera. Y ella era consciente en todo momento de lo cerca que tenía a Patrik.

—Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Hay alguna novedad sobre la venta de la casa?

—Pues sí, por desgracia. El agente inmobiliario llamó ayer. Propuso una ronda de visitas para Semana Santa. Según me dijo, a Anna y a Lucas les pareció una brillante idea.

—Bueno, aún faltan un par de meses para Semana Santa. Quién sabe qué puede pasar para esa fecha.

—Sí, claro, siempre cabe la posibilidad de que a Lucas le dé un infarto o algo así. No, era broma, no has oído nada. Pero es que me pongo frenética cuando lo pienso.

Cerró la puerta del horno con demasiado ímpetu.

—¡Oye, cuidado con el mobiliario!

—En fin, supongo que tendré que acostumbrarme a la idea y empezar a pensar en lo que haré con el dinero de la venta. Aunque tengo que confesar que siempre pensé que me alegraría mucho más al convertirme en millonaria.

—No creo que debas preocuparte por hacerte millonaria. Con los impuestos de este país, seguro que la mayor parte de tus beneficios estarán destinados a financiar pésimas escuelas y una sanidad aún peor. Por no hablar del increíble, total, terrible e insólitamente mal pagado Cuerpo de Policía. Seguro que sabremos darle aire a tu dinero, ya verás.

Erica no pudo por menos de echarse a reír.

—Vaya, qué alivio. Así no tendré que preocuparme por elegir si me compro un abrigo de visón o uno de zorro azul. Bueno, pues, lo creas o no, el primer plato está listo.

Erica tomó dos platos y se encaminó al comedor seguida de Patrik. Había estado pensando largo y tendido si debía poner la mesa en la cocina o en el comedor, pero se decidió al final por este último, con la hermosa mesa abatible de madera maciza, cuyo aspecto mejoraba más aun a la luz de las velas. Y, desde luego, no había escatimado en este tipo de iluminación. Había leído en alguna parte que nada favorecía más el aspecto de una mujer que la luz de las velas, así que se las veía por todas partes.

En la mesa estaban ya los cubiertos, las servilletas bordadas y los platos de porcelana de Rörstrand, la vajilla fina de su madre, blanca con los bordes en azul. Erica recordaba el cuidado con que su madre trataba aquellos platos. Sólo los utilizaba en ocasiones especiales, entre las que no se contaban los cumpleaños de las niñas ni ninguna otra celebración que tuviese que ver con ella o con su hermana, recordó Erica con amargura. En esos casos, bastaban la vajilla de diario y la mesa de la cocina. Sin embargo, cuando venían el pastor y su mujer, o el párroco o la diaconisa, entonces todo lo fino era poco. Erica se obligó a volver al presente y colocó los platos sobre la mesa, el uno frente al otro.

—¡Tiene un aspecto delicioso!

Patrik cortó un trozo de pastel de patata, puso encima una buena cucharada de cebolla picada y tomó con el tenedor la crema y las huevas, y ya estaba a punto de meterse todo en la boca cuando se dio cuenta de que Erica sostenía la copa, y también una ceja, bien en alto. Algo avergonzado, dejó el tenedor y lo cambió por su copa.

—Bueno, pues bienvenido. Salud.

—Salud.

Erica sonrió ante la torpeza de Patrik. Su comportamiento le resultaba una liberación comparado con el de los hombres con que se las tenía que ver en Estocolmo, tan bien educados y tan conocedores de la etiqueta que parecían clonados. A su lado, Patrik era más auténtico y, por ella, podía comer con los dedos si se le antojaba, que no le molestaría. Además, se ponía guapísimo cuando se sonrojaba.

—Hoy he recibido una visita inesperada.

—¿Ah, sí? ¿De quién?

—De Julia.

Patrik la miró perplejo y Erica notó entusiasmada que le costaba dejar de comer.

—No sabía que os conocierais.

—Es que no nos conocíamos. La vi por primera vez en el funeral de Alex. Pero esta mañana llamaron a la puerta, y allí estaba.

—¿Qué quería?

Patrik rebañaba el plato con tanto ahínco que parecía querer arrancar el color de la porcelana.

—Me pidió que le dejase ver fotografías de Alex conmigo cuando éramos pequeñas. Al parecer, según me dijo, ellos no tienen muchas. Y se le ocurrió que tal vez yo tuviese algunas más. Como así es. Después me hizo un montón de preguntas sobre aquella época y todo eso. Las personas con las que he tenido la oportunidad de hablar del tema me han asegurado que las dos hermanas no se llevaban muy bien; cosa que no me extraña, pues había muchos años de diferencia entre ellas, y ahora Julia quiere saber más sobre Alex. Conocerla después de muerta. Al menos, ésa fue la impresión que me dio. Por cierto, ¿tú conoces a Julia?

—No, todavía no la he visto. Pero, por lo que cuentan, no se parecen, o no se parecían en nada.

—Eso puedes jurarlo. Más bien son polos opuestos; por lo menos, en lo que al físico se refiere. Ambas parecen haber tenido en común su carácter introvertido, aunque Julia lo acompaña de una acritud que no creo que caracterizase a Alex. Ella parecía más, cómo decirlo…, indiferente, según me han dicho quienes la trataron. Julia se muestra más bien indignada. Incluso iracunda. Tengo la impresión de que algo bulle en su interior casi como un volcán. Un volcán en reposo. Te sonará raro, ¿verdad?

—No, en absoluto. Yo creo que, como escritor, uno debe tener un sexto sentido para las personas. Un conocimiento especial de la naturaleza humana.

—¡Bah! ¡No me llames escritora! Yo misma no creo haber hecho nada para merecer ese título, todavía.

—¿Con cuatro libros publicados y aún no te consideras escritora?

El asombro de Patrik era sincero y Erica intentó explicarle a qué se refería.

—Bueno, verás, son cuatro biografías, y tengo una quinta en preparación. No pretendo menospreciar ese trabajo, pero, para mí, un escritor es alguien que escribe algo original, algo que surge de su propio corazón y de su propio cerebro. No aquel que cuenta la vida de otro. Así que el día que escriba algo totalmente mío, podré llamarme escritora.

De repente se le ocurrió que, en realidad, lo que acababa de decir no era toda la verdad. Desde un punto de vista formal, no había ninguna diferencia entre las biografías que había escrito sobre personajes históricos y el libro sobre Alex en el que estaba trabajando. De hecho, éste también trataba sobre la vida de otra persona. Sin embargo, era distinto. Por un lado, la vida de Alex rozaba la suya de un modo más que evidente y, por otro, en su libro podía expresar algo propio. Así, en el marco de una serie de hechos objetivos, podía dirigir el espíritu del libro. En cualquier caso, aún no podía decírselo a Patrik. Nadie debía saber que estaba escribiendo un libro sobre Alex.

—Así que Julia vino a verte y te hizo un montón de preguntas acerca de su hermana. ¿Tuviste la oportunidad de preguntarle por Nelly Lorentz?

Erica libraba en su interior una dura batalla, pero finalmente resolvió que su conciencia no le permitiría ocultarle a Patrik aquella información. Tal vez él pudiese sacar de esos datos unas conclusiones que ella era incapaz de extraer. Se trataba de la pequeña pero vital pieza del rompecabezas que había optado por no mencionar cuando estuvo cenando en su casa. Pero, puesto que ella misma no había averiguado mucho a partir de esa información, no vio por qué seguir guardando silencio al respecto. No obstante, pensó que debía servir antes el segundo plato.

Se levantó con el fin de retirar su plato, aprovechando para inclinarse algo más de la cuenta: estaba decidida a jugarse al máximo sus mejores cartas. Y, a juzgar por la expresión de Patrik, comprobó que acababa de mostrar póquer de ases. Evidentemente, las quinientas coronas que le había costado el Wonderbra estaban resultando una excelente inversión. Aunque, en el momento de la compra, su bolsillo se resintiera.

—Deja, ya lo quito yo.

Patrik tomó los platos que ella ya había retirado y la acompañó a la cocina. Erica vertió el agua de las patatas y puso a Patrik a preparar el puré en una fuente mientras ella condimentaba y ponía a hervir la salsa. Un chorrito de oporto y un buen pellizco de mantequilla y ya estaba lista para servir. Nada de crema desnatada, no. Después, sólo quedaba retirar del horno el solomillo empanado y hacerlo filetes. Tenía una pinta estupenda. Un ligero tono rosado en el interior, pero sin ese jugo rojizo que solía indicar que la carne no estaba del todo hecha. Como guarnición, había preparado guisantes cocidos al dente, que colocó en una fuente de porcelana Rörstrand, igual que el puré de patatas. Entre los dos, llevaron los manjares a la mesa. Ella esperó a que él se sirviera, antes de dejar caer la bomba.

—Julia es la única heredera de Nelly Lorentz.

Patrik estaba bebiendo en ese preciso momento y se atragantó con el vino, pues empezó a toser con la mano en el pecho y se le saltaron las lágrimas.

—Perdona, ¿qué has dicho? —preguntó Patrik sin apenas poder hablar.

—Digo que Julia es la única heredera de la fortuna de Nelly. Es lo que dice el testamento de Nelly —explicó Erica con calma mientras le servía a Patrik un vaso de agua para que se le calmase la tos.

—No sé si atreverme a preguntar cómo lo has sabido…

—Porque estuve husmeando en la papelera de Nelly cuando me invitó a tomar el té en su casa.

Patrik sufrió un nuevo ataque de tos y miró incrédulo a Erica. Mientras él apuraba casi toda el agua del vaso de un trago, Erica prosiguió:

—Había una copia del testamento en la papelera. Y allí decía claramente que Julia Carlgren heredaría todos los bienes de Nelly Lorentz. Bueno, a Jan le corresponde la legítima, pero todo lo demás es para Julia.

—¿Y lo sabe Jan?

—Ni idea. Pero yo apostaría que no: no creo que lo sepa.

Erica continuó, mientras se servía la comida.

—Lo cierto es que, cuando Julia estuvo aquí, le dije que parecía conocer muy bien a Nelly Lorentz y le pregunté cómo había entablado la relación con ella. Ni que decir tiene que me dio una respuesta absurda, pues me dijo que la conocía de cuando trabajó en la fábrica de conservas un par de veranos. No dudo de que sea cierto que trabajase allí, pero se reservó el resto de la verdad. Además, dejó bien claro que se trataba de un asunto del que no tenía el menor deseo de hablar.

Patrik quedó pensativo.

—¿Has pensado que son ya dos las parejas de esta historia que parecen totalmente dispares? No sólo dispares, sino inverosímiles, diría yo. Alex y Anders, por un lado, y Julia y Nelly, por el otro. ¿Cuál es el denominador común? Cuando encontremos ese eslabón, habremos resuelto el caso, creo yo.

—Alex. ¿No es Alex el denominador común?

—No —rechazó Patrik—. Eso parece demasiado fácil. Tiene que ser otra cosa. Algo que se nos escapa o que no terminamos de comprender.

Cruzó el aire con el tenedor, como un espadachín.

—Además, está Nils Lorentz. O, más bien, su desaparición. Tú vivías en Fjällbacka por aquel entonces. ¿Qué recuerdas de todo aquello?

—Era muy pequeña, ya sabes, y a los niños no se les cuenta nada, claro. Pero recuerdo que hubo mucho secreteo en torno al asunto.

—¿Secreteo?

—Sí, lo normal, dejaban de hablar cuando yo entraba en la habitación; los mayores hablaban en voz baja: «Shh, a callar, que no nos oigan los niños», y comentarios por el estilo. En otras palabras, que lo único que sé es que hubo un montón de habladurías en torno a la desaparición de Nils. Pero yo era demasiado pequeña y no me enteré de nada.

—Mmm, creo que voy a escarbar un poco más en ese asunto. Tendré que incluirlo en la lista de tareas para mañana. Pero ahora estoy cenando con una mujer que no sólo es hermosa sino que, además, cocina de maravilla. Un brindis por la anfitriona.

Alzó su copa y Erica se sintió halagada por el cumplido. No tanto por el de la comida como por el relativo a su hermosura… ¡Con lo fácil que sería todo si pudiesen leerse el pensamiento! Todo aquel juego sería absurdo. Pero no, allí estaba ella, esperando que él le diese la menor señal de si estaba o no interesado. Lo de ver qué pasaba estaba bien cuando se era adolescente, pero con los años, el corazón se volvía menos elástico. Uno se implicaba más en las relaciones y las secuelas afectaban cada vez más a la autoestima.

Después de que Patrik hubiese repetido tres veces y de que la conversación pasase del asesinato a los sueños, la vida y la resolución de los problemas del mundo, se trasladaron al porche para asentar la comida antes del postre. Se acomodó cada uno en un extremo del sofá bebiendo vino a pequeños sorbos. No tardarían en haber dado cuenta de la segunda botella y ambos sentían ya los efectos del alcohol, la pesadez, cierto calor y una sensación de adormecimiento en la cabeza, como si la tuviesen envuelta en una agradable y blanda capa de algodón. La noche se veía negra a través de los cristales, sin una sola estrella en el firmamento. Y la profunda oscuridad exterior los hizo sentirse como encerrados en una protectora concha gigante. Como si estuviesen solos en el mundo. Erica no recordaba haberse sentido antes con tal sosiego, tan a gusto con su existencia. Con la misma mano en la que sostenía la copa, hizo un gesto con el que logró abarcar toda la casa.

—¿Tú puedes explicarte que Anna quiera vender esto? No sólo porque esta casa es la más bonita de todas las que existen; además, sus paredes encierran una porción de historia. Y no me refiero sólo a la de Anna y la mía, sino a las historias de aquellos que vivieron antes que nosotros. ¿Sabías que fue un capitán de barco quien la mandó construir en 1889 para vivir aquí con su familia? El capitán Wilhelm Jansson. Es una historia muy triste, la verdad. Como la de tantas otras de gentes de por aquí. Construyó la casa para habitarla con su joven esposa, Ida. Tuvieron cinco hijos en otros tantos años y, al sexto, Ida murió en el parto. En aquella época no existían los padres solteros, de modo que la hermana mayor de Jansson, que estaba soltera, se mudó a la casa para cuidar de los niños mientras él recorría los siete mares. Esta hermana, Hilda, no resultó ser la mejor elección como madrastra. Era la mujer más religiosa de toda la región, lo que no es poco, teniendo en cuenta lo religiosa que era la gente de esta zona. Los niños apenas si podían moverse sin que los acusasen de haber pecado y ella los azotaba con mano dura y devota. Hoy la habrían llamado sádica, pero en aquel tiempo era perfectamente normal y esa conducta se encubría fácilmente bajo el pretexto de la religión.

»El capitán Jansson no estaba en casa muy a menudo, por lo que no podía comprobar lo mal que lo pasaban los niños, aunque algo debía de sospechar. Pero, como suele ocurrirles a los hombres, también él pensaría que la educación de los niños era cosa de mujeres y consideraba que cumplía con sus obligaciones paternas proporcionándoles techo y alimento. Hasta que llegó a casa un día y descubrió que Märta, la pequeña, llevaba una semana con el brazo roto. Entonces armó un escándalo y echó a Hilda de su casa y, como el hombre de acción que era, se puso a buscar a una sustituta apropiada entre las mujeres solteras del pueblo. En esta ocasión, sí que eligió bien. En tan sólo dos meses, se casó con una auténtica mujer de pueblo, Lina Månsdotter, que se encargó de los niños como si fuesen suyos. Juntos tuvieron otros siete, así que esto debió de quedárseles pequeño. Y, si te fijas, verás que dejaron su huella: rasguños y agujeros y zonas más desgastadas de la casa. Por todas partes.

—¿Cómo fue que tu padre compró la casa?

—Con el tiempo, los hermanos se dispersaron. El capitán Jansson y su querida Lina que, con los años, llegaron a amarse profundamente, fallecieron. El único que quedó en la casa fue el hijo mayor, Alian. Nunca se casó y, al envejecer, no se sintió con fuerzas para llevar la casa él solo, así que decidió venderla. Mis padres acababan de casarse y estaban buscando un hogar. Mi padre me contó que se enamoró de la casa en cuanto la vio. No dudó un instante.

»Cuando Alian vendió la propiedad a mi padre, también le dejó su historia. La de la casa, la de su familia. Según dijo, era importante para él que mi padre supiese quiénes habían desgastado con sus pies aquellos suelos de madera. Además, le dejó una serie de documentos. Cartas que el capitán Jansson había enviado desde todos los rincones del mundo, a su primera esposa, Ida, y después a Lina, la segunda. También le dejó el látigo con el que Hilda solía castigar a los niños. Sigue colgado de la pared del sótano. Anna y yo solíamos bajar de niñas para tocarlo. Habíamos oído la historia de Hilda e intentábamos imaginarnos la sensación de las duras crines del látigo al estallar contra la piel desnuda. ¡Nos daba tanta pena de aquellos pobres niños!

Erica miró a Patrik, antes de proseguir:

—¿Comprendes por qué me duele tanto pensar en vender la casa? Si nos deshacemos de ella, jamás podremos recuperarla. Será irreversible. Me da náuseas pensar que unos turistas adinerados de la capital pisoteen estos suelos, los pulan y cambien el papel pintado por otro de conchitas, por no hablar de la ventana panorámica, que reemplazaría al porche antes de que a mí me diese tiempo de pronunciar las palabras «pésimo gusto»… ¿Quién se iba a preocupar de conservar las anotaciones a lápiz garabateadas en el interior de la puerta de la despensa, donde Lina marcaba cuánto habían crecido los niños cada año? ¿Y quién se molestaría en leer las cartas en que el capitán Jansson intenta describir los mares del sur para sus esposas, que apenas si salieron del pueblo? Su historia desaparecería y esta casa no sería más que… una casa. Una casa cualquiera. Bonita, pero sin alma.

Se dio cuenta de que estaba hablando más de la cuenta, pero por alguna razón sentía que era importante para ella que Patrik la comprendiese. Lo miró y comprobó que él la observaba intensamente y su mirada la reconfortó por dentro. Y sucedió algo incomprensible. Un instante de compenetración absoluta y, sin saber cómo, encontró a Patrik sentado a su lado y que, tras dudar un segundo, la besaba en los labios. Al principio, sólo experimentó el sabor a vino que impregnaba los labios de ambos; pero enseguida sintió también el sabor de Patrik. Abrió con mucho cuidado la boca y enseguida sintió la lengua de él, que buscaba la suya. Una descarga eléctrica cruzó todo su cuerpo.

Minutos después, Erica no podía más y se levantó, le tomó la mano y, sin pronunciar una sola palabra, lo llevó al dormitorio. Se tumbaron en la cama besándose y acariciándose y, al cabo de un rato, Patrik empezó a desabotonarle el vestido por la espalda, con mirada inquisitiva. Ella dio su consentimiento, también mudo, desabrochando la camisa de él. De repente, cayó en la cuenta de que la ropa interior que llevaba puesta no era la que quería que Patrik viera la primera vez. Y bien sabía Dios que ni siquiera las medias que se había puesto eran las más sexy del mundo, precisamente. La cuestión era cómo librarse de ellas y de las bragas de cuello vuelto sin que Patrik las viese. Erica se incorporó bruscamente.

—Disculpa, tengo que ir al lavabo.

Salió disparada hacia el cuarto de baño. Miró febrilmente a su alrededor… y tuvo suerte, pues había sobre el cesto de la ropa sucia un montón de prendas limpias que no había tenido tiempo de guardar. Con mucho esfuerzo, se quitó las medias y las dejó junto con las bragas de abuela en el cesto de la ropa sucia. Después, se puso un par de finas braguitas de encaje blanco, muy en consonancia con el sujetador. Se bajó el vestido y aprovechó para mirarse en el espejo. Tenía el cabello alborotado y rizado, los ojos con un brillo febril. Tenía la boca más roja que de costumbre y algo hinchada por los besos y, aunque estuviese mal decirlo, su aspecto era bastante sexy. Sin las bragas acorazadas, su vientre no estaba tan liso como a ella le habría gustado, así que lo metió tanto como pudo y sacó el pecho para compensar, mientras volvía junto a Patrik, que seguía tumbado en la cama en la misma posición en que ella lo había dejado.

Fueron quitándose la ropa poco a poco y dejándola en un montón en el suelo. La primera vez no fue nada fantástico, como suele suceder en las novelas de amor, sino más bien una mezcla de intensos sentimientos y de pudorosa conciencia, más en consonancia con lo que ocurre en la vida real. Al mismo tiempo que sus cuerpos reaccionaban en explosiones en cadena al tacto del otro, eran los dos plenamente conscientes de su desnudez, inquietos por sus pequeños defectos, preocupados por si surgía algún vergonzoso sonido. Se conducían de manera torpe e insegura ante lo que le gustaría o no al otro. Con una confianza insuficiente para atreverse a formular sus preguntas en palabras; en cambio, utilizaban leves sonidos guturales para indicar qué era lo que funcionaba bien y lo que tal vez debiera mejorarse. Pero, la segunda vez, fue mucho mejor. La tercera, totalmente aceptable. La cuarta, excelente y la quinta, increíble. Se durmieron acurrucados uno contra otro, y lo último que sintió Erica antes de dormirse fue el brazo de Patrik rodeándole el pecho y sus dedos trenzados con los de ella. Se durmió con una sonrisa en los labios.

La cabeza estaba a punto de estallarle. Tenía la boca tan seca que la lengua se le quedaba pegada al paladar, pero en algún momento anterior debió de tener saliva, pues sentía en la mejilla la mancha húmeda del almohadón. Tenía la sensación de que algo lo estuviese obligando a mantener los párpados cerrados, oponiéndose a su deseo de abrir los ojos. Pero, tras un par de intentos, lo logró.

Ante él había una aparición. También Erica estaba tumbada sobre el costado, vuelta hacia él, con el rubio cabello alborotado en torno al rostro. Su respiración lenta y profunda indicaba que aún dormía. Lo más probable es que estuviese soñando, pues le aleteaban las pestañas y los párpados se estremecían levemente de vez en cuando. Patrik pensó que podría quedarse allí contemplándola eternamente sin cansarse. Toda la vida, si era necesario. Erica se sobresaltó entre sueños, pero su respiración recobró enseguida su ritmo acompasado. Era verdad que era como montar en bicicleta. Pero él no se refería sólo al acto en sí, sino también a la sensación de amar a una mujer. En los días y las noches más aciagos, siempre pensó que sería imposible volver a sentir aquello una vez más. Y ahora se le antojaba imposible no sentirlo.

Erica se movió inquieta y Patrik observó que estaba a punto de despertar. También ella luchó un poco por abrir los ojos, hasta que lo consiguió. Una vez más, Patrik se sorprendió ante la intensidad de su azul.

—Buenos días, dormilona.

—Buenos días.

La sonrisa que iluminó el semblante de Erica lo hizo sentirse como un millonario.

—¿Has dormido bien?

Patrik miró las cifras iluminadas del despertador.

—Sí, las dos horas que he dormido han sido un placer. Aunque las horas de vigilia lo fueron aún más.

Erica volvió a sonreír por toda respuesta.

Patrik sospechaba que le apestaría el aliento, pero no pudo resistir la tentación de acercarse a besarla. El beso se prolongó y duró una hora que pasó en un suspiro. Después, Erica se quedó tumbada sobre su brazo izquierdo dibujándole círculos en el pecho. Lo miró, antes de preguntar:

—¿Creías que íbamos a acabar así?

Patrik reflexionó un instante, antes de responder, con el brazo derecho bajo la nuca mientras pensaba:

—Bueno, no puedo decir que lo creyese. Aunque tenía esa esperanza.

—Yo también. Quiero decir que lo deseaba, no que lo creía.

Patrik pensó en lo osado que se sentía, pero, en la confianza que le inspiraba el tener a Erica sobre su brazo, sintió que era capaz de todo.

—La diferencia es que tú empezaste a desearlo hace muy poco, ¿no es cierto? ¿Tú sabes cuánto tiempo llevo yo deseándolo?

Ella lo miró expectante.

—No, ¿cuánto?

Patrik hizo una pausa de efecto.

—Desde que tengo uso de razón. He estado enamorado de ti desde que tengo uso de razón.

Al oírse a sí mismo decirlo en voz alta, oyó también que era la pura verdad. En efecto, así era.

Erica lo miró con los ojos muy abiertos.

—¡Estás de broma! ¿Quieres decir que yo he andado preocupada e inquieta por si tendrías el mínimo interés en mi persona y ahora vienes y me dices que habría sido tan fácil como recoger fruta madura? Vamos, simplemente, sírvase usted mismo.

Lo dijo en tono jocoso, pero Patrik notó que sus palabras la habían emocionado.

—Bueno, no es que, por eso, yo haya vivido en celibato y en un desierto de sentimientos durante toda mi vida. También he estado enamorado de otras mujeres; de Karin, por ejemplo. Pero tú siempre has sido especial. Cada vez que te veía, sentía algo aquí dentro.

Señaló con el puño cerrado el lugar del corazón. Erica le tomó la mano, la besó y la posó sobre su mejilla. A Patrik, aquel gesto, se lo dijo todo.

Invirtieron la mañana en conocerse el uno al otro. La respuesta de Patrik a la pregunta de Erica sobre cuál era su principal afición provocó en ella un alarido.

—Nooooooooooo, ¡otro apasionado del deporte no! ¿Por qué? ¿Por qué no puedo encontrar a un hombre con la inteligencia suficiente para comprender que perseguir una pelota sobre un campo de césped es una actividad perfectamente normal, ¡pero a los cuatro o cinco años!? O que, por lo menos, adopte una posición un tanto escéptica ante la utilidad que para el ser humano puede tener el que alguien salte dos metros de altura por encima de un palo.

—Dos cuarenta y cinco.

—¿Cómo que dos cuarenta y cinco? —preguntó Erica en un tono que indicaba que su interés por la respuesta sería mínimo.

—El que más alto salta de todo el mundo, Sotomayor, salta dos cuarenta y cinco. Las damas superan ligeramente los dos metros.

—Ya, bueno, lo que sea.

Erica lo miró suspicaz.

—¿Tienes el Eurosport?

—Sí señor.

—¿Y el Canal Plus por el deporte, no por las películas?

—Sí señor.

—¿Y TV1000, por la misma razón?

—Sí señor. Aunque, para ser sincero, TV1000 la tengo por dos razones.

Erica lo golpeó en broma, dándole unos puñetazos en el pecho.

—¿He olvidado algo?

—Sí señor. En TV3 dan mucho deporte.

—He de decir que mi radar de fanáticos del deporte está muy desarrollado. Hace una semana, pasé una tarde increíblemente triste y aburrida en casa de mi amigo Dan, viendo un partido de hockey de las Olimpiadas. De verdad que no termino de comprender cómo puede pareceros interesante ver a varios hombres con rodilleras y coderas gigantescas perseguir una cosita blanca.

—Bueno, es mucho más entretenido y productivo que pasarse los días en las tiendas de ropa.

En respuesta a aquel inmotivado ataque al mayor de sus pecados, Erica arrugó la nariz y dirigió a Patrik un gesto verdaderamente feo. De pronto, vio que sus ojos se encendían con un súbito brillo.

—¡Maldita sea!

Patrik se sentó en la cama de un salto.

—¿Perdona?

—¡Maldita sea, joder, me cago en la mar!

Erica lo miraba atónita.

—¿Cómo coño pude pasar por alto algo así?

Se daba golpes en la frente con el puño, para subrayar sus palabras.

—¿¡Hola!? Estoy aquí, ¿recuerdas? ¿Serías tan amable de decirme de qué estás hablando?

Erica agitaba los brazos en manifiesta protesta y Patrik perdió la concentración por un instante, al ver el movimiento que el gesto imprimía a su pecho desnudo. Después, saltó raudo de la cama, desnudo como un recién nacido y corrió escaleras abajo. Cuando volvió arriba, llevaba en la mano un par de periódicos, se sentó en la cama y empezó a hojearlos febrilmente. A aquellas alturas, Erica había abandonado toda esperanza de que le diese alguna explicación y, simplemente, lo miraba con interés.

—¡Ajá! ¡Qué suerte que no hayas tirado a la basura los suplementos de programación de la tele!

Con gesto triunfante, agitaba uno de esos suplementos ante Erica.

—¡Suecia-Canadá!

Erica seguía contentándose con alzar en silencio una ceja interrogante.

—Suecia ganó a Canadá en un partido de los Juegos Olímpicos. Fue el viernes, veinticinco de enero, en la cuatro.

La joven seguía sin verlo claro. Patrik suspiró.

—Suspendieron la programación ordinaria por el partido. Anders no pudo llegar a casa aquel viernes justo cuando empezaba la serie favorita Mundos separados, porque la habían suspendido. ¿Lo comprendes?

Poco a poco, Erica fue cayendo en la cuenta de lo que Patrik intentaba decirle. La coartada de Anders acababa de esfumarse. Por inconsistente que fuese, a la policía le habría costado rebatirla. Ahora podrían ir a buscar a Anders a la luz del nuevo material de que disponían. Patrik asintió satisfecho al ver que Erica lo comprendía.

—Pero no crees que Anders sea el asesino, ¿no? —preguntó Erica.

—No, eso es verdad. Pero, por un lado, yo puedo equivocarme, aunque comprendo que te cueste creerlo —bromeó lanzando un guiño—. Y por otro, si no me equivoco, apuesto el cuello a que Anders sabe mucho más de lo que nos ha contado. De modo que ahora podremos presionarlo con más rigor.

Patrik empezó a buscar su ropa por la habitación. Estaba esparcida por todas partes pero lo que lo alarmó en realidad fue descubrir que aún llevaba puestos los calcetines. Se puso los pantalones a toda prisa con la esperanza de que Erica tampoco se hubiese percatado de ello con anterioridad, en el fuego de la pasión. No resultaba fácil parecer un dios del sexo desnudo con un par de calcetines blancos que llevaban bordado el escudo del Tanumshede IF.

Sintió una súbita urgencia por actuar mientras se vestía a toda prisa. En un primer intento, se abrochó desajustada la camisa, de modo que tuvo que desabotonarla entera y volver a empezar. De repente, cayó en la cuenta de la impresión que podía causar su precipitada partida, y se sentó en el borde de la cama, tomó las manos de Erica entre las suyas y la miró a los ojos con firmeza.

—Siento tener que marcharme así, pero debo hacerlo. Sólo quiero que sepas que ésta ha sido la noche más maravillosa de mi vida y que no sé si podré resistir la espera hasta la próxima vez que nos veamos. ¿Quieres que nos veamos otra vez?

Lo que había entre ellos era aún frágil y delicado y, consciente de ello, el joven contuvo la respiración mientras aguardaba su respuesta. Ella asintió, sin pronunciar palabra.

—Entonces volveré contigo, cuando termine de trabajar.

Erica asintió de nuevo. Él se inclinó para besarla.

Cuando salió por la puerta del dormitorio, ella seguía sentada en la cama con las piernas flexionadas, el cuerpo cubierto con las sábanas. El sol entraba por la pequeña trampilla redonda del techo abuhardillado formando un halo dorado en torno a su rubia cabellera. Jamás había contemplado nada tan hermoso.

El aguanieve penetraba sus finos mocasines, más apropiados para el verano, pero el alcohol era un buen modo de atenuar la sensación de frío y, ante la alternativa de comprarse un par de zapatos de invierno o una botella de aguardiente, la elección resultaba fácil.

El aire era tan claro y limpio y la luz tan quebradiza a aquella hora temprana del miércoles que Bengt Larsson experimentó una sensación inusual desde hacía mucho tiempo, inquietantemente semejante a una sensación de paz que lo hizo cuestionarse qué tendría aquella mañana de un simple miércoles como para provocar algo tan poco común. Se detuvo a aspirar con los ojos cerrados el fresco aire matutino. ¡Y su vida habría podido estar llena de mañanas así!

Sin embargo, él tenía claro cuándo se había encontrado ante la encrucijada. Sabía perfectamente el día en que su vida había tomado aquel desgraciado curso. Podría incluso decir la hora. En realidad, había tenido todas las posibilidades. No había habido en su vida malos tratos, ni pobreza, hambre o carencias sentimentales que presentar como excusa. Tan sólo podía culpar a su propia necedad y a una confianza desmedida en su propia superioridad. Y, claro está, también había una chica de por medio.

Por aquel entonces, él tenía diecisiete años y, en esa época, siempre había una chica involucrada en todo lo que hacía. Pero aquélla era especial. Maud, con su rubio exuberante y su fingida timidez. Maud, que sabía tocar su ego como si se tratase de un violín bien afinado. «Por favor, Bengt, es que necesito…», «Por favor, Bengt, no podrías darme…». Ella lo ataba corto y él se doblegaba obediente a sus deseos. Todo era poco para ella. Él ahorraba cuanto ganaba para comprarle bonitos vestidos, perfumes, todo lo que a ella le apetecía. Pero, tan pronto como conseguía lo que con tanta insistencia había estado pidiendo, lo apartaba para, con la misma insistencia, empezar a pedir otra cosa, la única que podía hacerla feliz.

Maud fue como una fiebre que le encendiese todo el cuerpo y, sin apenas notarlo, la rueda comenzó a girar cada vez más rápido, hasta que él perdió el norte. Cuando cumplió dieciocho años, Maud se empeñó en un coche algo más pequeño que un Cadillac Convertible que costaba más de lo que él ganaba en todo un año. Aquello le quitó el sueño más de una noche, que pasó dándole vueltas al problema de cómo conseguir el dinero. Entre tanto, mientras él se torturaba, Maud no hacía más que arrugar el morro indicando que si él no le compraba el coche, había otros que podían tratarla como ella se merecía. Los celos se apoderaron de él durante aquellas noches de angustiosa vigilia y, finalmente, no pudo soportarlo más.

El 10 de septiembre de 1954, a las 14:00 horas exactamente, entró en el banco de Tanumshede, provisto de una vieja pistola del ejército que su padre había guardado en casa durante años y el rostro cubierto con una media de nailon. Nada salió como debía. Cierto que el personal del banco se aprestó a meter los billetes en la bolsa que llevaba para ese fin, pero en una cantidad que ni por asomo se acercaba a la que él esperaba conseguir. Después, uno de los clientes, padre de uno de sus compañeros de clase, reconoció a Bengt incluso bajo la media. La policía no tardó más de una hora en llamar a la puerta de su casa, donde halló la bolsa con el dinero bajo la cama de su dormitorio. Bengt no consiguió olvidar jamás la expresión del rostro de su madre. La mujer llevaba ya muerta muchos años, pero sus ojos aún lo perseguían cada vez que le sobrevenía la angustia del alcohol.

Los tres años que pasó en la cárcel aniquilaron toda esperanza de futuro. Cuando salió, hacía ya tiempo que Maud se había marchado, aunque no sabía adónde ni tampoco se preocupó de averiguarlo. Todos sus viejos amigos habían seguido sus vidas, tenían trabajo fijo y familia y rehuían toda relación con él. Su padre había muerto mientras él estaba en la cárcel, así que se mudó con su madre. Con actitud humilde, intentó buscar trabajo, pero adonde quiera que iba, lo recibían con negativas. Nadie quería saber nada de él. Y, finalmente, las miradas de todos siempre fijas en él lo abocaron a buscar su futuro en el fondo de la botella.

A quien, como él, había crecido en la seguridad que ofrece un pueblo pequeño donde todo el mundo se saluda por la calle, la sensación de verse rechazado le producía un dolor físico. Así, estuvo pensando en abandonar Fjällbacka, pero ¿adónde iría? De modo que fue mucho más fácil quedarse y dejarse llevar por la bendición del alcohol.

Anders y él hicieron amistad enseguida. Dos pobres diablos, como ellos mismos solían decir riendo con amargura. Bengt abrigaba un sentimiento de afecto casi paternal por Anders, cuyo destino le inspiraba más pesadumbre que el propio. A menudo pensaba que le habría gustado poder hacer algo por cambiar el rumbo de la vida de Anders; sin embargo, conocía bien la sugerente melodía nefasta del alcohol y sabía lo imposible que resultaba zafarse de la exigente amante en que llegaba a convertirse con los años. Una amante que lo exigía todo sin dar nada a cambio. Lo único que podían hacer era, pues, darse el uno al otro un poco de consuelo y compañía.

El camino hasta el portal de Anders estaba limpio de nieve y cubierto de arena, de modo que no se vio en la necesidad de avanzar a pasitos cortos para no perder la botella que llevaba en el bolsillo, tal y como había tenido que hacer tantas veces durante el triste invierno del año anterior, cuando el hielo, brillante y resbaladizo, cubría el suelo hasta el primer peldaño.

Las dos plantas que había hasta el apartamento de Anders constituían siempre un reto, ya que no había ascensor. Tuvo que detenerse varias veces para recobrar el aliento y, en un par de ocasiones, aprovechó para tomar un trago reparador. Cuando se vio por fin ante la puerta de Anders, se apoyó un instante contra el marco, resoplando agotado antes de abrir la puerta, que su amigo nunca cerraba con llave.

En el apartamento no se oía el menor ruido. ¿Pudiera ser que Anders no estuviese en casa? Cuando estaba durmiendo la mona, sus resoplidos y ronquidos solían oírse desde el vestíbulo. Bengt echó un vistazo a la cocina. Allí no había nada, salvo los habituales caldos de cultivo de las bacterias. La puerta del baño estaba abierta de par en par, y tampoco allí se veía a nadie. Dobló la esquina con una desagradable sensación en el estómago. El espectáculo que lo aguardaba en la sala de estar lo hizo pararse en seco. La botella que sostenía en la mano cayó al suelo con estrépito, pero el cristal no se rompió.

Lo primero que vio fueron los pies, que se mecían sueltos a poca distancia del suelo. Aquellos pies desnudos se movían ligeramente, de un lado a otro, como un péndulo. Anders llevaba puestos los pantalones, pero tenía el torso desnudo. La cabeza colgaba también formando un ángulo extraño. Tenía el rostro desfigurado y amoratado y la lengua, que asomaba por entre los labios, parecía demasiado grande para caber dentro de la boca. Era el cuadro más triste que Bengt había presenciado en toda su vida. Se dio la vuelta y salió sigiloso del apartamento, no sin antes recoger del suelo la botella. Rebuscó a ciegas en su interior por ver si encontraba algo a lo que aferrarse, pero no halló más que vacío. En cambio, echó mano del único cable que conocía. Se sentó en el umbral del apartamento de Anders, se llevó la botella a los labios y lloró desconsoladamente.

Dudaba de que su nivel de alcoholemia fuese el permitido por la ley, pero a Patrik aquello no lo preocupaba demasiado en aquel momento. Conducía algo más despacio que de costumbre, por si acaso; pero puesto que, mientras gobernaba el volante, iba marcando distintos números de teléfono y hablando por el móvil, resultaba discutible que aquella reducción contribuyese demasiado a la seguridad vial.

Llamó en primer lugar al canal de televisión TV4, donde le confirmaron que la serie Mundos separados se había anulado de la programación del viernes 25, a causa del partido de hockey. Después, llamó a Mellberg que, como él ya se esperaba, quedó más que satisfecho ante la noticia y ordenó que volviesen a arrestar a Anders de inmediato. Con la tercera llamada obtuvo la confirmación que necesitaba y, acto seguido, se dirigió a la urbanización donde vivía Anders. Estaba claro que Jenny Rosen debía de haberse confundido de día, error que los testigos solían cometer.

Pese a la excitación que le producía el posible cambio de rumbo del caso, no era capaz de centrarse por completo en su misión. Su pensamiento recalaba constantemente en la persona de Erica y la noche que habían pasado juntos. Se sorprendió con una amplia sonrisa bobalicona mientras los dedos, como con voluntad propia, tamborileaban una cancioncilla sobre el volante. Sintonizó una emisora de radio en la que daban viejos clásicos y enseguida se oyeron las notas de Respect, de Aretha Franklin. Aquella alegre melodía se adaptaba perfectamente a su estado de ánimo, así que subió el volumen. Cuando se acercaba el estribillo, él cantaba también a voz en grito al tiempo que intentaba bailar sentado. Pensaba que estaba haciéndolo estupendamente hasta que la radio perdió la señal y se oyó a sí mismo vociferar Respect. Un cosquilleo más bien desagradable vapuleó sus tímpanos.

Cada minuto de la noche pasada se le antojaba ahora como un estado onírico de embriaguez. Y no sólo por la cantidad de vino que habían bebido. Era como si un velo, un telón nebuloso compuesto por sentimientos, amor y erotismo, cubriese las horas pasadas.

En contra de su voluntad, tuvo que abandonar aquellos recuerdos cuando llegó al aparcamiento de la urbanización. Los refuerzos se habían presentado con inusitada diligencia, de lo que dedujo que estarían cerca de allí cuando él llamó. Al ver los dos coches de policía con las luces encendidas, frunció el entrecejo. Como siempre, habían malinterpretado las órdenes. Él había pedido un coche, no dos. Cuando se acercó, se dio cuenta de que detrás de los coches patrulla había una ambulancia. Algo no iba bien.

Reconoció a Lena, la rubia colega de Uddevalla, y se le acercó. La agente estaba hablando por el móvil, pero cuando llegó a su lado oyó que decía «adiós» antes de guardarse el aparato en una funda que llevaba sujeta al cinturón.

—Hola Patrik.

—Qué tal, Lena. ¿Qué ha pasado?

—Uno de los borrachos del pueblo encontró a Anders Nilsson ahorcado en su apartamento —explicó la mujer al tiempo que señalaba con la cabeza hacia el portal. Patrik sintió que se le helaba la sangre.

—¿No habréis tocado nada, verdad?

—Pues claro que no, ¿qué coño te has creído? Acabo de hablar con la central de Uddevalla y me han dicho que enviarán a un equipo para que examine el lugar. También acabamos de hablar con Mellberg, así que me he figurado que venías porque él te había llamado.

—No, yo venía aquí por otro motivo; en realidad, venía a llevarme a Anders para someterlo a un nuevo interrogatorio.

—Pero me dijeron que tenía una coartada, ¿no?

—Sí, eso creíamos, pero se le fastidió. Así que íbamos a llevárnoslo otra vez.

—Pues vaya mierda, oye. ¿Tú qué coño crees que significa esto? Me refiero a que es prácticamente imposible que, de repente, tengamos dos asesinos en Fjällbacka, así que lo más probable es que haya sido asesinado por la misma persona que acabó con la vida de Alex Wijkner. ¿Tenéis más sospechosos, aparte de Anders?

Patrik se retorcía de rabia. En efecto, aquello echaba por tierra todo su planteamiento, pero él se resistía aún a concluir, como Lena, que Anders hubiese muerto a manos de la misma persona que mató a Alex. Desde luego que, desde el punto de vista estadístico, era casi una imposibilidad que no hubiesen conocido un solo caso de asesinato durante decenios y que ahora, de pronto, tuviesen a dos asesinos distintos andando sueltos por Fjällbacka, pero él no estaba dispuesto a excluir lo imposible.

—Bueno, vamos a subir, que le eche un vistazo mientras me cuentas lo que sabes. Por ejemplo, ¿cómo os llegó el aviso?

Lena echó a andar delante de él en dirección a la escalera.

—Pues, como te decía, fue Bengt Larsson, uno de los colegas de botella de Anders, quien lo encontró. Al parecer, vino esta mañana a su casa para empezar a beber con él desde bien temprano. Por lo general, ni siquiera llama a la puerta, sino que entra, simplemente. Y así lo hizo también esta mañana. Cuando entró en el apartamento, encontró a Anders colgado de una cuerda que estaba amarrada al gancho de la lámpara de la sala de estar.

—¿Dio el aviso enseguida?

—Pues lo cierto es que no. Antes se sentó en el umbral del apartamento para ahogar sus penas en una botella de Explorer y no contó lo sucedido hasta que salió la vecina y le preguntó si se encontraba bien. De hecho, fue la vecina quien nos llamó. Bengt Larsson está demasiado borracho para ser interrogado, así que lo acabo de enviar a vuestro calabozo.

Patrik se preguntaba por qué Mellberg no lo habría llamado para informarlo de aquella actuación, pero se resignó y se dio por satisfecho al responderse que los caminos del comisario eran, por lo general, totalmente inescrutables.

Fue subiendo los peldaños de dos en dos y se adelantó a Lena. Ya en la segunda planta, encontraron la puerta abierta de par en par y el apartamento lleno de gente. Jenny estaba en la puerta de su casa con Max en brazos. Cuando Patrik se les acercó, el pequeño empezó a agitar entusiasmado las manos gordezuelas al tiempo que, a través de su sonrisa, le mostraba la hilera de pequeños dientes.

—¿Qué ha pasado?

Jenny sujetó con más fuerza a Max, que hacía lo posible por liberarse de su brazo.

—Aún no lo sabemos. Anders Nilsson está muerto, y poco más sabemos, la verdad. ¿No has visto ni oído nada raro?

—No, no recuerdo nada especial. Lo primero que oí fue al vecino hablando con alguien en el rellano y, al cabo de un rato, acudieron los coches de policía y la ambulancia y mucho escándalo en la calle.

—Pero ¿nada en particular que te llamase la atención durante la noche o esta mañana temprano?

Patrik seguía intentando sonsacarle algo.

—Pues no, nada.

Pero lo dejó, por el momento.

—Bien, Jenny, gracias por tu ayuda.

Le dedicó a Max una sonrisa y le permitió que le cogiese el dedo índice, algo que a Max le resultó tremendamente divertido, pues el pequeño se echó a reír de modo que a punto estuvo de ahogarse. De mala gana, Patrik retiró el dedo y empezó a retroceder despacio en dirección al apartamento de Anders, sin dejar de despedirse de Max con la mano diciéndole adiós con media lengua infantil.

Lena lo aguardaba ante la puerta con una sonrisa burlona en los labios.

—¿Te entran ganas, verdad?

Patrik notó con horror cómo se sonrojaba, lo que dio aún más alas a la sonrisa de Lena. Murmuró algo inaudible por toda respuesta mientras la seguía. La joven se dio la vuelta y le dijo por encima del hombro:

—Pues para que lo sepas, no tienes más que decírmelo. Yo estoy libre y soltera y el tictac de mi reloj biológico suena con tal estruendo que pronto no podré ni dormir por las noches.

Patrik sabía que Lena estaba bromeando, que ésas eran sus bromas insinuantes de siempre, pero no pudo por menos de sonrojarse aún más. Se abstuvo de responder y, cuando entraron en el apartamento, todo atisbo de sonrisa desapareció del rostro de ambos.

Alguien había cortado la cuerda de la que colgaba Anders, cuyo cuerpo yacía ahora sobre el suelo de la sala de estar. Sobre él colgaba aún el trozo de cuerda cortado a unos diez centímetros del gancho al que lo habían atado. El resto seguía alrededor del cuello de Anders, donde Patrik pudo ver la profunda hendidura que la cuerda había provocado en la enrojecida piel del fallecido. Lo que más le costaba ver era el color antinatural que solía adquirir el rostro de los muertos. El ahorcamiento producía un desagradable tono azul violáceo que le confería a la víctima un aspecto rarísimo. La gruesa lengua que apuntaba inflamada por entre los labios también era un rasgo habitual de las personas que morían ahorcadas o ahogadas. Aunque su experiencia de víctimas de asesinato era, por así decirlo, bastante limitada, la policía se las veía cada año con su porción correspondiente de suicidios lo que, a lo largo de su carrera, lo había llevado a descolgar tres cadáveres.

No obstante, en cuanto echó un vistazo a la sala de estar, detectó que había algo en aquella escena que la distinguía claramente de los casos de suicidio por ahorcamiento que él había visto. No había nada a lo que el propio Anders se hubiese podido subir para meter la cabeza por la cuerda que colgaba del techo. En efecto, no había por allí ninguna silla, ninguna mesa. Anders habría estado flotando libremente en medio de la habitación como un macabro móvil humano.

Poco habituado a ver escenarios de asesinato, Patrik avanzaba cauto describiendo amplios círculos alrededor del cadáver. La víctima tenía los ojos abiertos con la mirada helada perdida en el vacío. Patrik no pudo evitar extender la mano para cerrárselos, antes de que llegase el forense. En realidad, ni siquiera deberían haber bajado el cuerpo; pero había algo en aquella mirada petrificada que le conmovía todos los nervios del cuerpo. Tenía la sensación de que los ojos sin vida de la víctima estuviesen siguiendo su recorrido por la habitación.

Se fijó en que ésta presentaba una desnudez insólita y en que los cuadros habían sido retirados de las paredes. Lo único que quedaba eran las grandes marcas dejadas por ellos en la deslucida pintura. Por lo demás, aquella estancia tenía el mismo aspecto de abandono que recordaba de la vez anterior, aunque entonces los cuadros le conferían cierta brillantez. Las pinturas le otorgaban al hogar de Anders un tono un tanto decadente en su combinación de suciedad y belleza. Ahora sólo quedaban la mugre y el deterioro.

Lena no dejaba de hablar por el móvil. Tras una conversación en la que Patrik sólo la oyó responder con monosílabos, la agente cerró de un golpe la tapa de su pequeño Ericsson antes de volverse hacia él:

—Nos mandarán refuerzos de la unidad forense para la inspección del lugar de los hechos. Salen ahora mismo de Gotemburgo. No debemos tocar nada, así que propongo que esperemos fuera, por si acaso.

Ambos salieron al rellano antes de que Lena cerrase la puerta con cuidado para después echar la llave que había encontrado puesta en la cerradura, en el lado interior. Ya ante el portal sintieron el frío acerado. Lena y Patrik movían los pies para calentarse.

—¿Y dónde te has dejado a Janne?

Patrik preguntaba por el compañero de Lena, que debería haber acudido con ella en el mismo coche patrulla.

—Está de BAPHE.

—¿BAPHE?

Patrik la miraba inquisitivo.

—BAja Por Hijo Enfermo. BAPHE. Gracias a tanto recorte presupuestario, no había nadie que pudiese sustituirlo en tan breve plazo, así que, cuando dieron el aviso, tuve que salir yo sola.

Patrik asintió con gesto ausente. Se sentía inclinado a darle la razón a Lena. No eran pocos los indicios de que buscaban a un solo asesino. Cierto que lo peor que un policía podía hacer era sacar conclusiones precipitadas, pero las probabilidades de dos asesinos en un pueblo tan pequeño eran prácticamente inexistentes. Si, además, se sumaba la circunstancia de la evidente conexión entre las dos víctimas, las probabilidades eran aún menores.

Sabían que el viaje desde Gotemburgo les llevaría a los colegas una hora y media, como mínimo, si no dos y, para aguantar el frío, se sentaron en el coche de Patrik y pusieron una emisora de música pop, en grato contraste con el motivo de la larga espera que tenían por delante. Una hora y cuarenta minutos más tarde, vieron llegar al aparcamiento dos coches de policía, y ambos agentes salieron a recibirlos.

Por favor, Jan, ¿no podemos tener nuestra propia casa? He visto que venden una de las casas de Badholmen. Podríamos ir a verla, ¿no? Tiene unas vistas fantásticas y un cobertizo. ¡Anda, por favor!

El tono quejumbroso de Lisa incrementaba su irritación. Como casi siempre, últimamente. Sería mucho más agradable estar casado con ella si tuviese el sentido común necesario para cerrar el pico y estar mona. Pero, últimamente, ni siquiera sus grandes y firmes pechos ni su redondo trasero le habían hecho sentir que merecía la pena aguantarla. Cada vez se ponía más pesada y, en momentos como aquél, se arrepentía profundamente de haber cedido cuando insistió en lo de casarse.

Cuando le echó el ojo, Lisa trabajaba como camarera en el Röde Orm de Grebestad. Todos los colegas de su círculo empezaron a babear tan pronto como vieron su gran escote y sus largas piernas, de modo que él decidió en el acto que Lisa sería suya. Desde luego, él solía conseguir cuanto quería y Lisa no resultó una excepción. Él no tenía mal aspecto, aunque lo que resultaba decisivo era cuando se presentaba como Jan Lorentz. La sola mención de aquel apellido solía encender una chispa en los ojos de las mujeres; a partir de ahí, tenía el campo libre.

Al principio se obsesionó con el cuerpo de Lisa. Nunca se cansaba de ella y, con insuperable eficacia, logró hacer oídos sordos a las necias observaciones que la joven emitía constantemente con su voz chillona. Las miradas de envidia que observaba en otros hombres cuando él aparecía con Lisa del brazo también incrementaron la capacidad de atracción de la joven. Al principio, sus sugerencias de que debía convertirla en su legítima esposa caían siempre en saco roto y, a decir verdad, su necedad empezaba a minar el poder de sus atractivos; pero lo que resultó decisivo y convirtió en irresistible la idea de hacerla su esposa fue la inapelable oposición de Nelly. Ella detestaba a Lisa desde el día que la conoció y no perdía ocasión de dar a conocer su parecer. Su infantil deseo de rebelión lo había abocado a la situación actual y ahora no podía por menos que maldecir su estupidez.

Lisa hacía pucheros con la boca, tumbada boca abajo en la gran cama matrimonial. Estaba desnuda y hacía cuanto estaba a su alcance por parecer seductora, pero a él eso ya no le afectaba lo más mínimo. Sabía que ella esperaba una respuesta.

—Ya sabes que no podemos irnos de la casa de mi madre. No está bien y no puede vivir sola en una casa tan grande.

Le dio la espalda a Lisa y empezó a hacerse el nudo de la corbata ante el gran espejo del tocador de Lisa. Y, en el mismo espejo, vio que la joven fruncía el entrecejo con irritación, gesto que no la favorecía en absoluto.

—¿Y no puede esa vieja urraca tener el sentido común de mudarse a una acogedora casita en lugar de ser una carga para su familia? ¿No comprende que tenemos derecho a nuestra propia vida privada? En cambio, tenemos que pasarnos los días cuidando a la vieja. ¿Y de qué le sirve guardar todo ese dinero? Apuesto lo que quieras a que disfruta viéndonos humillados y obligados a arrastrarnos por las migajas que ella deja caer de su mesa. ¿No se da cuenta de todo lo que haces por ella? Trabajando como un esclavo en esa empresa y haciéndole de canguro en tu tiempo libre. Esa bruja no es capaz ni de dejarnos las mejores habitaciones de la casa, como muestra de agradecimiento, sino que nos manda a vivir al sótano mientras ella se pasea por los salones.

Jan se dio la vuelta y miró a su esposa con frialdad.

—¿No te he dicho ya que no hables así de mi madre?

—¡Tu madre! —resopló Lisa—. No te habrás creído de verdad que ella te ve como a un hijo, ¿no Jan? Para ella nunca serás más que un caso de beneficencia. Si su amado Nils no hubiese desaparecido, te habrían echado tarde o temprano. Tú no eres más que una solución de emergencia, Jan. ¿Quién, si no, le haría de esclavo prácticamente gratis y a todas horas? Lo único que tienes es la promesa de que, cuando ella la palme, heredarás todo su dinero. Pero, para empezar, seguro que dura hasta los cien, por lo menos, y para continuar, seguro que ha hecho testamento dejando el dinero a un hogar para perros sin dueño mientras se ríe de nosotros a nuestras espaldas. A veces eres de un idiota, Jan.

Lisa rodó hasta quedar boca arriba y estudió la perfecta manicura de sus uñas. Jan dio un paso hacia la cama donde Lisa se encontraba y, con gran calma y frialdad, se acuclilló, le tomó un mechón del largo y rubio cabello que le colgaba por fuera del colchón y empezó a tirar despacio pero cada vez más fuerte, hasta que ella hizo un gesto de dolor. Con el rostro muy cerca del de ella, masculló en un susurro:

—¡Nunca más! ¿Me oyes? Nunca más vuelvas a llamarme idiota. Y créeme, el dinero será mío un día. Lo único que puede cuestionarse es si tú estarás aquí el tiempo suficiente como para disfrutarlo.

Con gran satisfacción, vio un destello de temor en los ojos de Lisa. Casi podía ver cómo su estúpido cerebro, primitivo y taimado a un tiempo, procesaba la información y llegaba a la conclusión de que había llegado el momento de cambiar de táctica. Lisa se estiró en la cama, volvió a fingir un puchero y se cubrió los pechos con las palmas de las manos. Después, empezó a describir círculos con el índice alrededor de los pezones, muy despacio, hasta que se endurecieron y, con voz seductora, le dijo:

—Perdóname, Jan, no ha estado bien. Pero ya sabes cómo soy. A veces hablo sin pensar. ¿Puedo compensarte de algún modo?

Jan sintió que, sin mediación de su voluntad, su cuerpo empezaba a reaccionar y decidió que Lisa bien podía servirle para algo, después de todo. Así que volvió a desanudarse la corbata.

Mellberg se rascaba reflexivo la entrepierna sin percatarse de la expresión de repugnancia que dicho gesto provocaba en el rostro de quienes tenía congregados a su alrededor. En honor al gran día, se había puesto un traje que, no obstante, le quedaba algo estrecho, aunque él lo atribuía a que alguien se habría equivocado en la tintorería y lo habría lavado a demasiada temperatura. Él no necesitaba pesarse para tener la certeza de que no había engordado un solo gramo desde sus años de joven recluta, por lo que consideraba que la compra de un traje nuevo era malgastar el dinero. La calidad era eterna. No estaba en su mano impedir que los imbéciles de la tintorería no supiesen hacer su trabajo.

Se aclaró la garganta para atraer la atención de todos los asistentes. La charla y el ruido de las sillas cesaron al punto y todas las miradas se concentraron en Mellberg, que estaba sentado ante su escritorio. Las sillas que ocupaban los congregados habían tenido que traerlas de otros lugares de la comisaría y las habían colocado en semicírculo frente a la suya. Mellberg paseó por la sala una mirada solemne en completo silencio. En efecto, aquél era un instante que pensaba disfrutar lo máximo posible. Con el ceño fruncido, observó que Patrik presentaba un aspecto deplorable. Cierto que el personal podía hacer lo que gustase en su tiempo libre, pero teniendo en cuenta que estaban a mediados de semana, no era mucho pedir que se observase cierta mesura en lo que al trasnochar y al consumo de alcohol tocaba. Mellberg inhibió con eficacia el recuerdo del cuarto de litro que, la noche anterior, se había deslizado por su propia garganta. Y anotó mentalmente que debía mantener con el joven Patrik una charla sobre la política de la comisaría en relación con el alcohol.

—Como todos sabéis a estas alturas, se ha producido un segundo asesinato en Fjällbacka. La probabilidad de que haya dos asesinos es mínima, de lo que creo que podemos deducir que la persona que mató a Alexandra Wijkner es la misma que mató a Anders Nilsson.

Disfrutaba con el sonido de su propia voz y con el ansia y el interés que veía en los rostros de los presentes. Aquél era, sin duda, su elemento. Había nacido para hacer aquello, precisamente.

Mellberg continuó:

—Anders Nilsson fue hallado esta mañana por Bengt Larsson, uno de sus compañeros de borracheras. Había sido ahorcado y, según un resultado preliminar de Gotemburgo, llevaba colgado desde ayer, como mínimo. Mientras no contemos con datos más concretos, ésta es la hipótesis a partir de la cual vamos a trabajar.

Le gustaba la sensación que le producía en la lengua el pronunciar la palabra hipótesis. El auditorio que tenía ante sí no era especialmente numeroso, pero en su mente eran muchos más y no cabía la menor duda de su grado de interés. Y lo único que todos esperaban eran sus palabras y sus órdenes. Satisfecho, miró a su alrededor. Annika escribía atenta en un ordenador portátil con las gafas apoyadas sobre la punta de la nariz. Sus formas femeninas, bien dispuestas, iban revestidas de una chaqueta amarilla, que le sentaba de mil amores, con la falda apropiada, y Mellberg le guiñó un ojo. Sin excederse. Más le valía no consentirla demasiado. A su lado estaba Patrik, que parecía ir a derrumbarse de un momento a otro. Le pesaban los ojos, rojos de agotamiento. Desde luego que tenía que tener unas palabras con él tan pronto como se presentase la ocasión. Después de todo uno debía de poder exigir cierto estilo a sus empleados.

Aparte de Patrik y de Annika, había otros tres empleados en la comisaría de Tanumshede. Gösta Flygare era el más antiguo y dedicaba todos sus esfuerzos a hacer el mínimo indispensable hasta el día de su jubilación, para la que no le faltaban más que un par de años. Después, podría dedicarse en cuerpo y alma a su gran pasión: el golf. Había empezado a jugar hacía diez años, cuando su esposa murió de cáncer y, de repente, los fines de semana se le hacían eternos y vacíos. El deporte no tardó en convertirse en una especie de sustancia tóxica y ahora veía su trabajo, por el que, dicho sea de paso, nunca había mostrado demasiado interés, como un obstáculo que le impedía pasar el tiempo en el campo de golf.

Pese a lo escuálido del sueldo, se las había arreglado para ahorrar el dinero suficiente para comprarse un apartamento en la Costa del Sol española y, dentro de poco, podría dedicar los meses de verano a jugar al golf en Suecia, mientras que pasaría el resto del año en los campos de golf de España. Aunque tenía que admitir que aquellos asesinatos habían conseguido despertar en él cierto interés, por primera vez en muchos años. Sin embargo, no en el grado suficiente como para no haber preferido una ronda de dieciocho hoyos, si la estación lo hubiese permitido.

A su lado se encontraba el miembro más joven de la comisaría. Martin Molin despertaba diversos grados de sentimientos paternales en todos ellos, y unos y otros colaboraban para actuar como muletas invisibles y facilitarle el trabajo. Aunque todos procuraban que él no lo notase. Simplemente, le asignaban tareas dignas de un niño y se turnaban para revisar y corregir los informes que escribía antes de que llegasen a manos de Mellberg.

El joven agente había salido de la Escuela Superior de Policía no hacía más de un año, lo que provocaba gran desconcierto, en primer lugar, porque nadie se explicaba cómo había conseguido superar las duras pruebas de ingreso y, en segundo lugar, cómo había logrado también cursar todos los años y obtener el título. Pero Martin era amable y tenía buen corazón y, pese a su ingenuidad, por la que no era apto en absoluto para la profesión de policía, todos pensaban que, en cualquier caso, no podría causar mayor perjuicio allí, en Tanumshede, así que le ayudaban de buen grado a superar todos los obstáculos. Sobre todo Annika le tenía un afecto especial que, para regocijo general, demostraba de vez en cuando acogiéndolo en un cálido abrazo espontáneo y apretándolo contra su generoso pecho.

Su cabello, siempre alborotado y de un rojo tan intenso como el de sus pecas podía, en esas ocasiones, compararse con el color de sus mejillas. Pero Martin adoraba a Annika y había pasado con ella y su marido muchas tardes, en las épocas en que necesitaba consejo por estar enamorado sin ser correspondido. Lo cual le sucedía siempre. Su ingenuidad y su bondad parecían convertirlo en un imán irresistible para mujeres que devoraban hombres para desayunar y después escupían los restos. Pero Annika siempre estaba allí para escucharlo, para reconstruir su confianza en sí mismo y lanzarlo de nuevo al mundo, con la esperanza de que, un día, encontrase a una mujer que supiese apreciar el tesoro que se escondía bajo aquella pecosa apariencia.

El último componente del grupo era también el menos querido por todos. Ernst Lundgren era un lameculos de magnitud inconmensurable, que jamás perdía la ocasión de destacar, preferentemente a costa de los demás. A nadie le sorprendía que siguiese soltero. Cualquier cosa menos atractivo y, aunque hombres más feos que él encontraban pareja gracias a una personalidad agradable, Ernst carecía tanto de lo uno como de lo otro. De ahí que aún viviese con su anciana madre en una granja situada a diez kilómetros de Tanumshede. Según los rumores, su madre le había echado una mano a su padre, célebre en la región por su agresividad y su afición al alcohol, cuando el hombre cayó del pajar para aterrizar en una horca. Pero de eso hacía ya muchos años y el rumor solía salir a la luz cuando la gente no tenía nada más interesante que contar. Cierto era, en cualquier caso, que su madre era la única persona que podía amar a Ernst, con aquellos dientes prominentes, el cabello estropajoso y sus enormes orejas, todo ello acompañado de su humor colérico y su egocentrismo. En aquella reunión, Ernst tenía la vista pendiente de los labios de Mellberg, como si sus palabras fuesen perlas, sin perder la menor ocasión de, irritado, mandar callar a los demás si osaban hacer el menor ruido que distrajese la atención de la intervención del comisario. De repente, alzó la mano, ansioso, como un colegial dispuesto a hacer una pregunta.

—¿Cómo sabemos que no fue el borracho quien lo asesinó y después fingió encontrarlo esta mañana?

Mellberg asintió satisfecho ante la observación de Ernst Lundgren.

—Buena pregunta, Ernst, muy buena. Pero, como ya he dicho, partimos de la base de que es la misma persona que mató a Alex Wijkner. Aun así, comprueba la coartada de Bengt Larsson.

Mellberg señaló a Ernst Lundgren con el bolígrafo mientras paseaba la mirada por los rostros de los demás.

—Ésa es la actitud que necesitamos, la de un vivo razonar, si queremos resolver este caso. Espero que escuchéis y aprendáis de Ernst. Aún os falta mucho para alcanzar su nivel.

Ernst bajó la vista abrumado, pero tan pronto como Mellberg desvió la atención a otro lado, no pudo resistir la tentación de dedicar a sus colegas una mirada de triunfo. Annika resopló bien alto y clavó en él la vista sin pestañear siquiera, en respuesta a la expresión iracunda que Ernst le lanzó.

—¿Por dónde iba?

Mellberg enganchó los pulgares de los tirantes que llevaba bajo la chaqueta e hizo girar la silla hasta quedar mirando la pizarra que habían colgado en la pared, a su espalda, y en la que se exponían los datos relativos al caso Alex Wijkner. Ahora había al lado otra pizarra similar, aunque ésta no contenía más que la instantánea que le habían tomado a Anders antes de que el personal de la ambulancia cortase la cuerda y bajase su cadáver.

—Bien, ¿qué es lo que tenemos hasta el momento? Anders Nilsson fue hallado esta mañana y, según un informe preliminar, llevaba muerto desde ayer. Lo colgó una persona desconocida, o quizá varias, probablemente, pues se necesita bastante fuerza para levantar el cuerpo de un hombre con el fin de colgarlo del techo. Lo que no sabemos es cómo procedieron. No hay huellas de forcejeo, ni en el apartamento ni en el cuerpo de Anders. Ni moratones que indiquen que lo hayan golpeado antes ni después del momento de la muerte. Éstos no son, como ya he dicho, más que datos preliminares, pero se verán confirmados cuando le hayan practicado la autopsia.

Patrik movió el lápiz pidiendo la palabra.

—¿Cuándo se calcula que conoceremos los resultados de la autopsia?

—Al parecer, tienen un montón de cadáveres esperando, así que no he conseguido que me digan cuándo lo tendrán listo.

Nadie parecía sorprendido.

—Además, sabemos que existe una clara conexión entre Anders Nilsson y nuestra primera víctima de asesinato, Alexandra Wijkner.

Mellberg se había puesto de pie y señalaba la fotografía de Alexandra, que estaba en el centro de la primera pizarra. Era una instantánea que les había facilitado su madre y todos pensaron, una vez más, en lo hermosa que había sido en vida. Y aquella fotografía hacía de la contigua, la que representaba a Alex en la bañera, con el rostro azulado y pálido y con el cabello y las pestañas helados, una visión más horrenda aún.

—Esta pareja increíblemente desigual mantenía una relación sexual, según el propio Anders admitió y a la luz de ciertas pruebas que, como sabéis, obran en nuestro poder y que corroboran tal afirmación. Lo que no sabemos es cuánto tiempo duró, cómo se conocieron y, ante todo, cómo fue posible que una mujer rica y hermosa eligiese a un compañero de cama tan sorprendente como ese sucio borracho sin clase ninguna. Ahí me huelo yo que se oculta algo.

Mellberg se golpeó un par de veces el lateral de su voluminosa nariz plagada de rojos capilares.

—Martin, tú te encargarás de investigar más a fondo ese asunto. Ante todo, debes arremeter contra Henrik Wijkner con más dureza de la que hemos empleado hasta ahora. Ese muchacho sabe más de lo que nos ha dicho. Recuerda mis palabras.

Martin asintió ansioso anotando en su bloc como si le fuese la vida en ello. Annika le lanzó una mirada tierna y maternal por encima de sus gafas de lectura.

—Por desgracia, esto nos lleva a la casilla número uno en lo que a sospechosos del asesinato de Alex se refiere. Anders parecía prometer para ese papel y, bueno, ahora la situación es distinta. Patrik, tú revisarás de nuevo todo el material que tenemos sobre el caso Wijkner. Comprueba y verifica todos los detalles. En alguna parte debe de estar la pista que se nos ha escapado.

Mellberg había oído aquella frase en una serie policíaca de televisión y la había memorizado para usos futuros.

Gösta era el único que no tenía asignado ningún cometido de trabajo, de modo que Mellberg miró la pizarra y se tomó unos minutos para reflexionar.

—Gösta, tú hablarás con la familia de Alex Wijkner. Puede que sepan algo que no nos han contado. Pregúntales por amigos y enemigos, por su infancia, su personalidad, todo, cualquier cosa. Habla con los padres y con la hermana, pero procura hacerlo por separado. La experiencia me dice que así se le saca más a la gente. Ponte de acuerdo con Molin, que es el que hablará con el marido.

Gösta se hundió bajo el peso de la carga de un cometido concreto y suspiró con resignación. No porque aquello fuese a quitarle tiempo para jugar al golf, ya que estaban en pleno invierno, pero durante los últimos años había perdido la costumbre de tener que cumplir ningún objetivo laboral real. Había perfeccionado el arte de parecer ocupado mientras hacía solitarios en el ordenador para matar el tiempo. La carga que suponía tener que mostrar unos resultados concretos doblegaba sus hombros. Se acabó la paz. Lo más probable era que ni siquiera les pagasen las horas extra. Se daría por satisfecho con que le compensasen el gasto de gasolina de los viajes de ida y vuelta de Gotemburgo.

Mellberg dio una palmada antes de apremiarlos a que pusiesen manos a la obra.

—Venga, poneos en marcha. No podemos quedarnos sentados si queremos resolver esto. Doy por hecho que trabajaréis más que nunca y, por lo que se refiere al tiempo libre, ya podréis dedicaros a él cuando hayamos resuelto el caso. Hasta entonces, yo seré el amo de vuestras horas y dispondré de ellas como quiera. Vamos.

Puede que alguien tuviese algo en contra de que lo echasen de allí como a un niño perezoso, pero nadie dijo una palabra al respecto. Al contrario, todos se levantaron y tomaron las sillas que habían ocupado hasta el momento en una mano y el bloc y el bolígrafo en la otra. Tan sólo Ernst Lundgren se quedó rezagado. Pero, en contra de lo habitual, Mellberg no estaba receptivo a las lisonjas y lo despachó también a él.

Había sido un día enriquecedor. Claro que el que su principal candidato como sospechoso del asesinato de Wijkner resultase un callejón sin salida suponía un borrón en su hoja de servicios, pero el hecho de que uno más uno diese como resultado mucho más de dos lo compensaba con creces. Un asesinato era un suceso, dos asesinatos eran una noticia sensacional para un distrito tan pequeño. Si, hasta el momento, estaba seguro de obtener un billete de ida al centro de los sucesos tan pronto como hubiese resuelto el caso Wijkner, ahora tenía le certeza más absoluta de que, ante una perfecta resolución global de los asesinatos, le rogarían y suplicarían que volviese.

Con tan halagüeñas perspectivas de futuro a su alcance, Bertil Mellberg se retrepó en la silla, extendió el brazo como solía hacia el tercer cajón, sacó una chocolatina y se la metió entera en la boca. Luego, con las manos cruzadas apoyadas en la nuca, cerró los ojos y decidió que se había ganado un sueñecito. Después de todo, ya era casi la hora del almuerzo.

Había intentado dormir un par de horas, desde que se fue Patrik. Pero le costaba conciliar el sueño. El torbellino de sentimientos que luchaban por prevalecer en su pecho la obligaba a revolverse en la cama con una sonrisa pertinaz que le hacía estirar la comisura de los labios. Debería ser delito sentirse así de feliz. La sensación de bienestar era tan intensa que no sabía qué hacer consigo misma. Se tumbó de lado, con la mejilla derecha apoyada en las manos.

Todo le parecía estupendo. El asesinato de Alex, el libro que su editor esperaba impaciente y al que no conseguía imprimirle ritmo, el dolor por la muerte de sus padres y, cómo no, por la venta de su casa de la infancia, todo le parecía ahora más fácil de sobrellevar. No porque los problemas hubiesen desaparecido, sino porque por primera vez tenía el convencimiento de que su mundo no estaba a punto de desbordarse y de que podía enfrentarse a cualquier dificultad que se le presentase en el camino.

Y pensar que un solo día, veinticuatro simples horas, pudiese marcar tal diferencia. Ayer, a la misma hora, se despertó con el pecho encogido. Despertó a una soledad que no se veía capaz de ignorar. Ahora, en cambio, casi podía sentir físicamente las caricias de Patrik sobre su piel. Físicamente no era, en realidad, la palabra más precisa, o más bien era una palabra demasiado limitada.

Todo su ser sentía que el estado de pareja había venido a sustituir a su soledad y que el silencio del dormitorio, que antes se le antojaba amenazador e infinito, era ahora indicio de sosiego. Por supuesto que ya lo echaba de menos, pero la tranquilizaba la certeza de que, donde quiera que él estuviese, la tenía en su pensamiento.

Erica se imaginó con un cepillo de barrer mental con el que retiraba las antiguas telarañas de los rincones y el polvo que se había acumulado sobre su razón. Pero la nueva clarividencia también la hacía reparar en la imposibilidad de rehuir aquello a lo que llevaba días dándole vueltas.

Desde que la verdad sobre quién era el padre del hijo que Alex esperaba se le evidenció como un mensaje a fuego grabado en el cielo, había temido el enfrentamiento a que aquello la conduciría. Y seguía sin verse muy animada, pero la renovada energía que la invadía la capacitaba para abordar el problema en lugar de postergarlo, como había hecho hasta el momento. Sabía lo que tenía que hacer.

Se quedó un buen rato bajo la ducha de agua hirviente. Todo parecía ofrecerle un nuevo comienzo aquella mañana y deseaba emprenderlo con limpieza. Después de la ducha le echó un vistazo al termómetro, se abrigó bien y elevó una plegaria para que el coche arrancase, pese al frío. Y así fue, al primer intento.

Mientras conducía, Erica fue pensando cómo sacaría el tema en la conversación. Practicó un par de introducciones, a cual más patética, y al final resolvió que lo mejor sería improvisar. No tenía ninguna prueba contundente, pero el nudo en el estómago le decía que estaba en lo cierto. Por una fracción de segundo se planteó llamar a Patrik para contarle sus sospechas, pero enseguida desechó la idea, convencida de que debía comprobarlo antes ella misma. Había demasiadas cosas en juego.

El camino hasta su destino no era largo, pero a ella se le hizo eterno. Cuando por fin entró en el aparcamiento que había al pie del hotel Badhotellet, vio que Dan la saludaba sonriente desde el barco. Tal y como suponía, allí estaba. Erica le devolvió el saludo, pero no la sonrisa. Cerró el coche y, con las manos en los bolsillos de su anorak marrón claro, fue descendiendo hasta el barco de Dan. Hacía un día brumoso y gris, pero el aire era fresco, así que respiró hondo un par de veces para disipar las últimas nubes que, en su cabeza, había originado el abundante vino del día anterior.

—Hola, Erica.

—Hola.

Dan siguió trabajando en su barco, aunque parecía contento de tener compañía. Erica miró algo nerviosa a su alrededor, por si veía a Pernilla, pues aún le preocupaba el modo en que la esposa de Dan la había mirado la última vez. Aunque, a la luz de la verdad, ahora la comprendía mucho mejor.

Por primera vez, Erica se dio cuenta de lo hermoso que era el viejo pesquero. Dan lo había heredado de su padre y lo había cuidado con mucho cariño. Llevaba la pesca en la sangre y lo apesadumbraba que ya no se pudiese vivir de ella. Cierto que le gustaba su papel de maestro en la escuela de Tanum, pero la pesca era su verdadera vocación. Siempre tenía a punto una sonrisa cuando trajinaba en el barco. No le importaba trabajar duro y combatía el frío del invierno con la ropa adecuada. Se echó al hombro un pesado rollo de cuerda antes de volverse hacia Erica:

—¿Qué pasa hoy? ¿Cómo es que vienes sin comida? ¿No habrás pensado convertirlo en una costumbre?

Un mechón de su rubio flequillo asomaba por el gorro de lana mientras grande y fuerte, como una columna de piedra maciza, miraba a Erica. Emanaba fuerza y alegría y a ella le dolió pensar que estaba a punto de quebrar su contento. Pero sabía que, si no lo hacía ella, lo haría otra persona. En el peor de los casos, la policía. E intentó convencerse de que, en realidad, aunque estaba a punto de acceder a una zona gris de sentimientos, le haría un favor. La razón principal era que ella quería saber la verdad. Necesitaba saberla.

Dan llevó el rollo de cuerda hasta la proa, lo dejó en la cubierta y volvió junto a Erica, que estaba en la popa apoyada en la falca del barco.

Erica tenía la mirada perdida en el horizonte. «Compré mi amor por dinero, no tenía otra opción».

Dan sonrió y completó la estrofa: «Canta dulcemente, violín mío, canta, pese a todo, al amor».

Erica no sonreía.

—¿Sigue siendo Fröding tu poeta favorito?

—Siempre lo ha sido y siempre lo será. Los alumnos me dicen que están hartos de Fröding, pero yo opino que es imposible hartarse de sus poemas.

—Sí, yo aún conservo la antología que me regalaste cuando salíamos juntos.

Ahora Dan estaba de espaldas, pues había ido a cambiar de sitio unas banastas de redes que estaban en la falca opuesta. Ella siguió imperturbable.

—¿Sueles regalar un ejemplar como ése a tus novias?

Dan interrumpió súbitamente su quehacer y se volvió hacia Erica con expresión de desconcierto.

—¿A qué te refieres? Te lo regalé a ti y, bueno, también se lo regalé a Pernilla, aunque dudo mucho que se haya molestado en leerlo nunca.

Erica vio que se ponía nervioso, pero, decidida, se aferró con las manos enguantadas a la falca sobre la que apoyaba la espalda y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Y a Alex? ¿Le diste uno a ella también?

El rostro de Dan adquirió el color de la nieve que cubría el hielo a su espalda, pero Erica creyó atisbar también una expresión de alivio que desapareció enseguida.

—¿Qué dices? ¿Alex?

Aún no parecía preparado para capitular.

—La última vez que nos vimos te conté que había estado en casa de Alex una noche de la semana pasada. Lo que no te conté fue que alguien entró mientras yo estaba allí. Alguien que subió derecho a recoger algo del dormitorio. Al principio no caía en lo que era, pero cuando comprobé en el teléfono cuál había sido el último número marcado por Alex y vi que era el de tu móvil supe enseguida qué faltaba en la habitación. Y es que yo tengo una antología idéntica en mi casa.

Dan guardaba silencio, de modo que Erica continuó:

—No fue nada difícil imaginar por qué nadie iba a tomarse la molestia de entrar en casa de Alex sólo para robar algo tan insignificante como una antología poética. Seguro que tenía escrita una dedicatoria, ¿verdad? Y esa dedicatoria señalaría directamente al amante de Alex.

—«Con todo mi amor, te entrego aquí mi pasión. Dan».

Dan repitió aquellas palabras con la voz preñada de sentimiento. Ahora era su mirada la que se perdía en el horizonte. Se sentó súbitamente sobre una banasta que había en la cubierta y se quitó de un tirón el gorro de lana. Tenía el cabello indómito y revuelto y se pasó la mano para aplacarlo. Después, miró a Erica cara a cara.

—No podía dejar que se supiese. Nuestra relación era una locura. Una locura intensa y destructiva. Nada que pudiésemos dar a conocer para que colisionase con nuestras vidas reales. Ambos sabíamos que aquello debía terminar.

—¿Teníais pensado veros el viernes que murió?

El rostro de Dan se tensó al recordarlo. Desde que Alex murió, debió de pensar mil veces en lo que habría ocurrido si él hubiese acudido a la cita. Quizá ella seguiría viva.

—Sí, íbamos a vernos la tarde del viernes. Pernilla iba a Munkedal con los niños, a visitar a su hermana. Yo me inventé una excusa, dije que no me sentía muy animado y que prefería quedarme en casa.

—Pero Pernilla no se fue, ¿verdad?

Tras un largo silencio, respondió:

—Sí. Sí que se fue, pero yo me quedé en casa. Apagué el móvil, pues sabía que no se atrevería a llamar al fijo. Me quedé en casa por cobardía. Sabía que no sería capaz de mirarla a los ojos y decirle que lo nuestro había terminado. Aunque estaba convencido de que ella también lo comprendía, que debía terminar tarde o temprano, no me atreví a ser quien diese el primer paso. Pensé que si me iba apartando poco a poco, ella terminaría por aburrirse y rompería conmigo. Muy masculino, ¿a que sí?

Erica sabía que aún le quedaba lo más duro, pero tenía que seguir adelante. Era mejor que lo supiese por ella.

—Ya, bueno, es sólo que ella no comprendía en absoluto que lo vuestro tenía que acabarse. Ella pensaba que juntos teníais futuro. Un futuro en el que tú dejabas a tu familia y ella dejaba a Henrik y los dos vivíais felices el resto de vuestras vidas.

Dan parecía hundirse con cada palabra; y aún faltaba lo peor.

—Dan, estaba embarazada. De ti. Lo más probable es que planease contártelo aquella noche del viernes. Había preparado una cena exquisita y había puesto a enfriar una botella de champán.

Dan no era capaz de mirarla a la cara. Intentaba fijar la vista en algún punto exterior, remoto, pero las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y todo se turbó en una neblina. El llanto manaba desde muy hondo y las lágrimas discurrían ya abundantes por sus mejillas. Y siguió creciendo hasta convertirse en un llanto convulso que lo obligaba a secarse la nariz con los guantes. Finalmente se rindió, abandonó su intento de limpiarse el llanto y ocultó la cabeza entre las dos manos.

Erica se acuclilló a su lado y le pasó el brazo por el hombro para consolarlo. Pero Dan apartó su brazo y ella comprendió que tenía que salir por sí mismo del infierno en el que ahora se encontraba. Así, de brazos cruzados, aguardó hasta que las lágrimas empezaron a caer más despacio y ya no parecía que le faltase el aire.

—¿Cómo sabes que estaba embarazada?

Hablaba entrecortadamente.

—Yo estaba con Birgit y Henrik en la comisaría cuando lo contaron.

—¿Saben que no era el hijo de Henrik?

—Bueno, al parecer, Henrik sí lo sabe. Pero Birgit no. Ella cree que era hijo suyo.

Dan asintió. Parecía consolarlo la idea de que los padres de Alex no lo supiesen.

—¿Cómo os conocisteis?

Erica quería apartar sus pensamientos de su hijo muerto, aunque no fuese más que por un instante, para darle un respiro.

Dan sonrió con amargura.

—Un clásico. ¿Dónde se conoce la gente de nuestra edad en Fjällbacka? En el Galären, claro. Nos vimos cada uno desde un extremo del local y fue una revelación. Jamás había sentido una atracción semejante por otra mujer.

Erica experimentó una leve, muy leve punzada de celos al oír aquellas palabras. Dan prosiguió:

—Entonces no pasó nada, pero un par de fines de semana después ella me llamó al móvil. Fui a su casa. Y, luego, todo vino rodado. Robaba momentos que poder compartir con ella cuando Pernilla se iba a algún sitio. Pocas tardes y menos noches, en otras palabras, por lo general nos veíamos de día.

—¿No temías que os viesen los vecinos cuando ibas a su casa? Ya sabes la rapidez con que se difunden aquí las noticias.

—Sí, claro que pensé en ello. Solía saltar la valla por la parte posterior y luego entraba por la puerta del sótano. Si quieres que te sea sincero, eso constituía una parte importante de la excitación. El peligro, el riesgo.

—Pero ¿no sabías lo mucho que te jugabas?

Dan le daba vueltas al gorro entre las manos mirando obstinado la cubierta del barco mientras hablaba.

—Claro que sí. En un sentido. Pero en el otro, me sentía invulnerable. Ya sabes, eso les pasa a los demás, jamás a uno mismo. ¿No es así?

—¿Lo sabe Pernilla?

—No. Al menos, no oficialmente. Pero creo que tiene sus sospechas. Ya viste su reacción el día que nos vio aquí juntos. Y así lleva ya varios meses, celosa, vigilante. Creo que intuye que hay algo.

—Comprenderás que debes contárselo.

Dan negó vehemente con la cabeza y las lágrimas volvieron a inundar sus ojos.

—Es imposible, Erica. No puedo. Hasta mi historia con Alex, no comprendí cuánto significa Pernilla para mí. Alex representaba la pasión, pero Pernilla y las niñas son mi vida. ¡No puedo!

Erica se inclinó y le tomó la mano. Y le habló con voz sosegada y clara, sin dejar traslucir la indignación que sentía en su interior.

—Dan, tienes que hacerlo. La policía debe saberlo y tienes la oportunidad de hacer que Pernilla se entere a través de ti y según tu versión. Tarde o temprano, la policía lo averiguará y entonces no tendrás ocasión de explicárselo a Pernilla a tu manera. Entonces no podrás elegir. Además, acabas de decirme que lo más probable es que ella lo sepa o, al menos, lo sospeche. Puede incluso que resulte una liberación para los dos poder hablar de ello. Un modo de airear el ambiente.

Vio que Dan la escuchaba y prestaba atención a lo que le decía; y, al tocarlo, notó que él temblaba.

—Pero ¿y si me deja? Y si se lleva a las niñas y me deja, Erica, ¿qué voy a hacer entonces? Sin ellas no soy nada.

Una vocecita intransigente le susurraba a Erica en su interior que Dan debería haber pensado en ello antes; sin embargo, otras voces más vigorosas la acallaban diciendo que el tiempo de los reproches había quedado atrás. Que había cosas más importantes que hacer. Se inclinó, lo abrazó y le pasó la mano por la espalda para consolarlo. El llanto volvió con renovada fuerza para luego ir extinguiéndose poco a poco. Cuando Dan se liberó de su abrazo y se enjugó las lágrimas, lo vio resuelto a no dilatar lo inevitable.

Mientras se alejaba del muelle en el coche, lo vio por el espejo retrovisor: estaba de pie, inmóvil, sobre la cubierta de su querido barco, con la mirada en el horizonte. Erica deseaba con todas sus fuerzas que hallase las palabras adecuadas. No iba a ser fácil.

El bostezo parecía haber surgido de los dedos de los pies antes de atravesarle todo el cuerpo. Jamás había estado tan cansado en toda su vida. Ni tampoco tan feliz.

Le costaba concentrarse en los abultados montones de papeles que se alzaban ante él. Un asesinato generaba cantidades ingentes de documentos y su trabajo consistía ahora en revisarlos detalladamente con el fin de encontrar la pieza, pequeña pero vital, que podía hacer que avanzase la investigación. Se frotó los ojos con los dedos índice y pulgar y respiró hondo para reunir las fuerzas necesarias para ejecutar su tarea.

Cada diez minutos tenía que levantarse de la silla para estirarse, ir por un café o dar cuatro saltos, cualquier cosa para mantenerse despierto y concentrado un poco más. En varias ocasiones su mano, como movida por voluntad propia, se había desplazado hacia el teléfono para llamar a Erica, pero logró contenerla. Si ella estaba tan cansada como él, estaría aún durmiendo. Y esperaba que así fuese. En efecto, si se le permitía, pensaba mantenerla despierta tanto como fuese posible también aquella noche.

Una de las pilas de papeles que más había crecido desde la última vez que los revisó era la que contenía información sobre la familia Lorentz. Era evidente que Annika, con su habitual celo, había seguido rebuscando viejos artículos y noticias, cualquier texto en el que se los mencionase, y los había ido colocando ordenadamente sobre su escritorio. Patrik se puso a trabajar metódicamente y refrescó su memoria dándole la vuelta al montón, de modo que leyó en primer lugar los artículos que ya había leído antes. Dos horas más tarde, seguía sin encontrar nada que activase su imaginación. Aún tenía la intensa certidumbre de que había algo que se le escapaba, que parecía burlar su atención.

El primer dato de verdadero interés apareció bastante avanzada la lectura del montón. Annika había incluido una noticia sobre un caso de incendio en Bullaren, a unos cincuenta kilómetros de Fjällbacka. La noticia tenía fecha de 1975 y le habían dedicado casi una página entera en el Bohuslänningen. La casa había quedado reducida a cenizas la noche del 6 al 7 de julio de 1975, a consecuencia de una explosión. Una vez extinguido el fuego, poco más que cenizas quedaron de ella, pero también los restos de dos cuerpos humanos que resultaron pertenecer a Stig y Elisabeth Norin, los propietarios. Como por un milagro, su hijo de diez años salió ileso del incendio, pues lo encontraron en uno de los cobertizos. El suceso se produjo, según el Bohuslänningen, en circunstancias sospechosas, y la policía consideró que el incendio había sido provocado.

El artículo iba adjunto a una carpeta en la que Patrik encontró una copia de la investigación policial. Aún estaba desconcertado, pues no veía la relación que la noticia podía guardar con la familia Lorentz. Hasta que abrió la carpeta y vio el nombre del hijo de los Norin. El pequeño de diez años se llamaba Jan y la carpeta incluía un informe del ministerio de Asuntos Sociales en donde se mencionaba la adopción por parte de los Lorentz. Patrik lanzó un silbido. Aún no veía clara la conexión con la muerte de Alex, y con la de Anders, por si fuera poco, pero algo empezaba a tomar forma en el extrarradio de su conciencia. Sombras que desaparecían y se apartaban tan pronto como él intentaba concentrar su razón en ellas, pero que le indicaban que iba tras la pista correcta. Hizo una anotación en su bloc antes de continuar con la penosa revisión del material que tenía ante sí.

El bloc de notas fue llenándose poco a poco. Su caligrafía era tan deforme que Karin siempre bromeaba diciendo que debería haber sido médico en lugar de policía, pero él entendía lo que había escrito y eso era lo importante. Entre las notas aparecían algunos puntos de tareas pendientes, pero la parte dominante eran las preguntas que aquellos datos iban generando y que él marcaba con grandes signos de interrogación. ¿A quién esperaba Alex para cenar? ¿Quién era el hombre con el que se veía en secreto y cuyo hijo esperaba? ¿Sería Anders, pese a que él mismo lo negó? ¿O habría otra persona más involucrada a la que aún no habían conseguido ponerle nombre? ¿Cómo era posible que una mujer como Alex, guapa, con clase y dinero, tuviese una aventura con alguien como Anders? ¿Por qué guardaba Alex en un cajón un artículo sobre la desaparición de Nils Lorentz?

La lista de interrogantes crecía sin parar. Patrik iba ya por el tercer folio cuando empezó con las cuestiones relacionadas con la muerte de Anders. El montón de documentos con información sobre esa muerte era, por ahora, mucho más reducido. Desde luego que llegaría el momento en que también ese montón creciera, pero por ahora sólo había unos diez folios entre los que se contaban los hallados en el registro de la casa de Anders. El principal interrogante se refería al modo en que murió. Patrik subrayó en negro la pregunta varias veces, con fuerza, para desahogar su irritación. ¿Cómo pudo izar el asesino, o los asesinos, el cuerpo de Anders hasta el techo? La autopsia les daría más respuestas, pero por lo que Patrik pudo ver en el lugar de los hechos, no había marcas de violencia, tal y como Mellberg había señalado en su exposición de aquella mañana. Un cuerpo sin vida resulta extremadamente pesado y el de Anders habían tenido que levantarlo un buen tramo para poder atar la cuerda al gancho del techo.

De modo que casi se inclinaba por pensar que, por una vez en la vida, Mellberg tenía razón y que, de hecho, debieron de ser varias personas las que lo hicieron. Aunque aquello no le encajaba en el caso del asesinato de Alex, y Patrik era capaz de apostar el cuello a que se trataba del mismo asesino. Tras haber dudado en un principio, iba convenciéndose poco a poco de que así era.

Revisó los documentos que habían encontrado en el apartamento de Anders y los extendió como un abanico sobre el escritorio. Tenía en la boca un lápiz que había estado mordiendo hasta dejarlo irreconocible y ahora sentía la lengua llena de restos de pintura amarilla de aquél. Escupió con cuidado e intentó retirar lo que quedaba con los dedos, pero no funcionó. Ahora tenía los restos amarillos en los dedos. Agitó la mano en el aire varias veces por ver si se caían, pero terminó por resignarse y volvió a centrar su atención en el abanico de papeles que tenía ante sí. Ninguno de ellos lograba despertar el menor interés, pero escogió la factura de teléfono para empezar con algún detalle. Anders hacía muy pocas llamadas, pero con todos los conceptos fijos la cantidad final resultaba importante. El detalle de las llamadas venía adjunto a la factura y Patrik lanzó un suspiro al comprender que no le quedaría más remedio que hacer un poco de trabajo de campo si quería sacar algo de aquello. Pero es que, cómo decirlo, no era el mejor día para desempeñar tareas rutinarias y aburridas.

Fue llamando por orden a todos los números que aparecían en el detalle y no tardó en comprobar que Anders tan sólo llamaba a unos pocos. Pero uno resultaba llamativo. No aparecía en absoluto al principio de la lista, pero a partir de la primera vez era el de mayor frecuencia. Patrik marcó el número y aguardó.

Estaba a punto de colgar, tras haber dejado sonar ocho tonos, cuando saltó un contestador automático. El nombre que oyó al otro lado del hilo telefónico lo hizo sentarse como un clavo en la silla, lo que lo obligó a estirar los músculos de los muslos, pues no había reparado en que tenía las piernas indolentemente extendidas sobre la mesa. Las puso en el suelo y se masajeó el aductor derecho que su impetuoso movimiento parecía haber estirado más de lo que, por la falta de entrenamiento, podía soportar.

Patrik colgó despacio el auricular antes de que sonase la señal que indicaba que podía dejar su mensaje. Dibujó un círculo alrededor de una de las anotaciones que había hecho en el bloc y, tras unos minutos de reflexión, dibujó un círculo más. Él mismo se encargaría de una de las dos tareas, pero la otra podía encargársela a Annika. Con el bloc en la mano, se encaminó a la mesa de Annika, que tecleaba enérgica ante su ordenador con las gafas en la punta de la nariz. La mujer alzó la vista y lo miró inquisitiva.

—Veamos, has venido a ofrecerme la posibilidad de hacerte cargo de alguna de mis tareas y así aligerar mi desproporcionada carga laboral, ¿no es cierto?

—Mmm, no, no era eso exactamente lo que tenía pensado.

Patrik esbozó una sonrisa.

—Ya, me lo temía.

Annika lo miró con fingida severidad.

—Bien, en ese caso, ¿cómo pensabas contribuir a mi incipiente úlcera?

—Un favor muy pequeño, insignificante.

Patrik le indicó lo pequeño que era el favor midiendo un milímetro con el índice y el pulgar.

—Bien, suéltalo.

Acercó una silla y se sentó al otro lado del escritorio de Annika. Su despacho era, pese a ser diminuto, el más agradable de toda la comisaría, sin lugar a dudas. Tenía un montón de plantas que parecían germinar a las mil maravillas, pese a que la única luz que recibían entraba por el ventanuco que daba a la entrada, lo cual debía considerarse como un milagro de orden menor. Las frías paredes de hormigón aparecían recubiertas de fotografías de las dos grandes pasiones de Annika y de su marido Lennart: sus perros y las carreras de dragracing. La pareja tenía dos labradores que los acompañaban por toda Suecia, adonde quiera que se celebrase una de esas competiciones. Lennart era el que participaba, pero Annika lo acompañaba para animarlo y eternamente dispuesta con el refrigerio y el termo de café. En general, siempre se veían con las mismas personas en las distintas carreras y, con el paso de los años, habían logrado formar un grupo tan unido que sus miembros se consideraban los mejores amigos. Había competición dos fines de semana al mes, como mínimo y, en tales casos, era imposible hacer que Annika trabajase.

Patrik leía sus notas.

—Verás, me preguntaba si no podrías ayudarme a hacer un pequeño inventario de la vida de Alexandra Wijkner. Empezando por su muerte y comprobando todos los datos que tenemos. Cuánto tiempo estuvo casada con Henrik. Cuánto tiempo estuvo viviendo en Suecia. Toda la información de sus años académicos en Francia y Suiza, etcétera, etcétera. ¿Comprendes lo que pretendo conseguir?

Annika había ido tomando nota en un bloc mientras él hablaba y le dirigió una mirada afirmativa por toda respuesta. Estaba seguro de que así se enteraría de todo lo que merecía la pena saber y, ante todo, de que así sabría si algunos de los datos que tenía no valían ni el papel en el que estaban escritos. Porque tenía que haber algo que no encajase; de eso, también estaba totalmente seguro.

—Gracias, Annika. Eres un tesoro.

Patrik empezaba a levantarse de la silla cuando un agrio «¡siéntate!» de Annika lo obligó a detenerse a medio camino y a volver a colocar el trasero sobre el asiento. Ahora comprendía por qué sus labradores estaban tan bien adiestrados.

La mujer se retrepó en la silla con una sonrisa satisfecha y Patrik supo enseguida que su primer error había consistido en acudir a su despacho personalmente, en lugar de dejarle una nota con sus instrucciones. Debería haber recordado que ella siempre adivinaba sus intenciones y que, además, su olfato para los romances era del todo sobrenatural. Así que no le quedaba más que hacer ondear la bandera blanca y capitular, retreparse como ella y aguardar la avalancha de preguntas que, sin duda alguna, se le avecinaba. Annika abrió con una introducción suave, aunque insidiosa.

—¡Sí que pareces agotado hoy!

—Mmmm…

Pues Patrik no estaba dispuesto a transmitirle la información sin ningún esfuerzo por su parte.

—¿Estuviste ayer en una fiesta?

Annika seguía pescando sin dejar de buscar, con ingenio maquiavélico, los puntos débiles del armamento.

—Bueno, lo que se dice una fiesta… Según se mire. A ver, ¿cómo se define una fiesta?

El joven agente abrió los brazos y también sus claros ojos azules con expresión inocente.

—Venga, Patrik, ahórrate los rodeos. Cuéntame: ¿quién es?

Pero él no contestaba, dispuesto a torturarla con su silencio. Tras unos segundos, vio centellear una chispa en los ojos de Annika.

—¡Ajá!

El grito sonó triunfante y Annika movió el índice victoriosa.

—¡Es ella! ¿Cómo se llama? Se llama…

Chasqueaba los dedos mientras rebuscaba febrilmente en su memoria.

—¡Erica! ¡Erica Falck!

Aliviada, volvió a retreparse en la silla.

—Bueeeno, Patrik… ¿Y cuánto tiempo lleváis…?

No dejaba de sorprenderlo la precisión infalible con que Annika solía acertar enseguida. Y tampoco tenía sentido negar que así era. Sintió cómo un delicado rubor empezaba a extenderse desde la coronilla hasta los dedos de sus pies y ese rubor resultaba más elocuente que nada de lo que él pudiese decir. Después, fue incapaz de contener una amplia sonrisa que, para Annika, fue la confirmación absoluta de sus sospechas.

Cinco minutos más tarde, tras el temido tiroteo de preguntas, logró marcharse del despacho de Annika con la sensación de haber recibido una paliza. Aunque, bien mirado, no había sido del todo desagradable tratar el tema de Erica y, de hecho, le costó volver a la tarea que se había impuesto abordar inmediatamente. Se puso la cazadora, le dijo a Annika adónde se dirigía y salió al frío invernal de la calle, donde el suelo se iba cubriendo de gruesos copos de nieve.