16. La leccion del profesor Charles Bloom

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LA LECCION DEL PROFESOR CHARLES BLOOM

Facultad de Periodismo,

Universidad de Columbia, Nueva York,

marzo de 1947

Damas y caballeros, jóvenes norteamericanos que os esforzáis por convertiros un día en grandes periodistas, como no nos conocemos permitid que me presente. Me llamo Charles Bloom. He trabajado como periodista, sobre todo en esta ciudad, durante casi cincuenta años.

Empecé a principios de siglo como recadero en las oficinas del antiguo New York American, y en 1903 había convencido al periódico de que me ascendieran a la distinguida categoría, o eso me parecía a mí, de reportero en la sección de noticias locales, para cubrir diariamente todos los acontecimientos de interés ocurridos en esta ciudad.

A lo largo de los años he presenciado y cubierto muchas historias, unas heroicas, otras trascendentales, varias que han cambiado el curso de nuestra historia y del mundo, algunas trágicas. Cubrí el despegue solitario de Charles Lindbergh, desde un campo envuelto en la niebla, cuando se disponía a cruzar el Atlántico y me encontraba presente cuando se le dispensó una bienvenida triunfal. Cubrí la toma de posesión de Franklin D. Roosevelt y la noticia de su muerte, hace dos años. No fui a Europa cuando la Primera Guerra Mundial, pero despedimos a nuestros soldados en ocasión de su partida, desde el puerto de esta ciudad, hacia los campos de Flandes.

Abandoné el American, donde había entablado una íntima amistad con un colega llamado Damon Runyon, por el Herald Tribune, y acabé por fin en el Times.

He cubierto asesinatos y suicidios, guerras entre clanes de la mafia y elecciones municipales, guerras y los tratados que han terminado con ellas, he visitado a celebridades y a los habitantes de los barrios bajos. He vivido con los ricos y poderosos, y también con los pobres y menesterosos, he cubierto los actos de los grandes y los bondadosos, de los malvados y los pervertidos. Y todo en esta ciudad, que nunca muere y nunca duerme.

Durante la última guerra, aunque ya bastante mayor, conseguí que me enviaran a Europa, volé con nuestros B-17 sobre Alemania, lo cual debo deciros que me asustó hasta extremos inauditos, presencié la rendición del Tercer Reich, hace casi dos años, y mi última misión consistió en cubrir la conferencia de Potsdam, en el verano de 1945. Allí conocí al líder británico Winston Churchill, que perdió las elecciones en plena conferencia y fue sustituido por el nuevo primer ministro, Clement Attlee. También a nuestro presidente Truman, por supuesto, e incluso al mariscal Stalin, un hombre que, me temo, pronto dejará de ser nuestro amigo y se convertirá en nuestro enemigo.

A mi regreso estaba acercándose la hora de la jubilación, por lo que preferí marcharme antes de que me echaran. Fue entonces cuando recibí la amable oferta del rector de esta facultad de unirme a sus filas como profesor visitante, para intentar enseñaros algunas de las cosas que he aprendido a fuerza de experiencia.

Si alguien me preguntara cuáles son las cualidades necesarias para ser un buen periodista, yo diría que cuatro. La primera, intentar siempre no sólo ver, presenciar e informar, sino comprender. Comprender a la gente que conocéis, los acontecimientos que estáis viendo. ¿Conocéis el viejo dicho? Comprender todo es perdonar todo. El hombre no puede comprenderlo todo, porque es imperfecto, pero puede intentarlo al menos. Por lo tanto intentemos informar de lo que sucedió en realidad a los que no estaban presentes pero desean saber. Porque en el futuro, la historia declarará que nosotros fuimos los testigos, que vimos más que los políticos, los funcionarios, los banqueros, los financieros, los magnates y los generales. Ellos se hallaban encerrados en sus mundos particulares, pero nosotros estábamos en todas partes. Y si somos unos testigos deficientes, que no comprendemos lo que vemos y oímos, sólo tomaremos nota de una serie de hechos y cifras, daremos crédito a las mentiras que nos cuentan para encubrir la verdad, y de esta forma crearemos una falsa imagen.

En segundo lugar, nunca dejar de aprender. El proceso es infinito. Hay que ser como una ardilla: almacenar los fragmentos de información y discernimiento con que te vas encontrando, jamás se sabe cuándo una ínfima brizna de información proporcionará la explicación de un rompecabezas incomprensible hasta aquel momento.

En tercer lugar, hay que desarrollar el «olfato» para una historia. Se trata de una especie de sexto sentido, la conciencia de que algo no está bien, de que algo raro está pasando y nadie más que nosotros puede verlo. Si nunca desarrolláis este olfato, seréis tal vez competentes y concienzudos, un ejemplo para la profesión, pero las historias os pasarán de largo sin que lo sospechéis siquiera. Asistiréis a las ruedas de prensa oficiales y los poderes fácticos os dirán lo que quieran que sepáis. Informaréis con fidelidad de lo que han dicho, sea esto verdadero o falso. Cogeréis el talón semanal y volveréis a casa, satisfechos del trabajo bien hecho. Pero sin el olfato, nunca entraréis en el bar con una buena dosis de adrenalina en el cuerpo, sabiendo que acabáis de desvelar el mayor escándalo del año porque observasteis algo extraño en un comentario casual, en una columna de cifras alteradas, en un descargo injustificado, en una denuncia súbitamente retirada, y a todos vuestros colegas se les pasó por alto. No existe en nuestra profesión nada parecido a esa descarga de adrenalina. Es como ganar un Grand Prix, saber que acabas de conseguir una gran exclusiva y machacado a la competencia.

Los periodistas no estamos destinados a ser queridos. Al igual que los polis, es algo que hemos de aceptar si queremos dedicarnos a nuestra extraña carrera. Pero los ricos y poderosos, aunque no les gustemos, nos necesitan.

Es posible que la estrella de cine nos empuje a un lado cuando salga de su limusina, pero si la prensa no habla de ella o de sus películas, no publica su foto ni controla sus idas y venidas durante un par de meses, su agente no tardará en pedir atención a gritos.

Es posible que el político nos denuncie cuando llegue al poder, pero intentad hacer caso omiso de él cuando se presente a unas elecciones o tenga algún triunfo personal que anunciar, y suplicará que le hagáis caso.

A los ricos y poderosos les complace mirar a la prensa con desdén, pero nos necesitan, os lo aseguro. Porque viven de la publicidad que sólo nosotros podemos proporcionarles. Las estrellas del deporte quieren que se hable de sus hazañas, porque a los aficionados les interesan. Las maestras de ceremonias de la alta sociedad nos dirigen a la puerta de servicio, pero si hacemos caso omiso de sus bailes de caridad y sus conquistas sociales se disgustan.

El periodismo es una forma de poder. Mal utilizado, el poder deviene tiranía. Utilizado con mesura y prudencia, es una necesidad sin la que ninguna sociedad puede sobrevivir y prosperar. Eso nos lleva a la cuarta regla: nuestro trabajo no consiste en integrarnos en el orden establecido, en fingir que nos hemos alineado con los ricos y poderosos. Nuestro trabajo en una democracia es investigar, descubrir, comprobar, desvelar, cuestionar, interrogar. Nuestro trabajo es desconfiar, hasta que lo que nos dicen se demuestre cierto. Como tenemos el poder, nos acosan los charlatanes, los farsantes, los embaucadores, los vendedores de tres al cuarto, en el campo de las finanzas, el comercio, la industria, el mundo del espectáculo y, sobre todo, la política.

Vuestros maestros han de ser la verdad y el lector, nadie más. No aduléis jamás, no os acobardéis, no os sometáis y no olvidéis que el lector, con sus monedas, tiene tanto derecho a vuestro esfuerzo y vuestro respeto, y a saber la verdad, como el Senado. Por lo tanto, sed escépticos respecto del poder y los privilegiados, y contribuiréis a la buena fama de nuestra profesión.

Y ahora, como ya es tarde y debéis de estar cansados de tanto estudiar, contaré una historia para llenar el resto de la hora. En realidad se trata de una historia sobre una historia. Y no, no fui el héroe triunfal en ella, sino justamente lo contrario. Fue una historia cuyo desarrollo no conseguí percibir, porque era joven e impetuoso y no logré comprender los hechos que estaba presenciando.

También fue una historia, la única de mi vida, sobre la que nunca escribí. Jamás la entregué a la imprenta, pese a que los archivos contienen las generalidades básicas que, a la postre, el Departamento de Policía entregó a la prensa. Pero yo fui testigo: lo vi todo, tendría que haberme dado cuenta, pero no lo hice. En parte, por eso nunca la escribí, pero en parte también porque ciertas cosas podrían destruir a algunas personas si fueran reveladas. Algunas lo merecen, y las he conocido: generales nazis, capos de la mafia, líderes sindicales corruptos y políticos venales. Pero la mayoría de la gente no merece ser destruida, y las vidas de algunas personas son tan trágicas que revelar su desdicha sólo acrecentaría su dolor. ¿Todo esto por unos cuantos centímetros de columna, impresos en un periódico que al día siguiente servirá para envolver el pescado? Tal vez, pero pese a que entonces trabajaba para la prensa amarilla de Randolph Hearst y me habrían despedido si el director se hubiera enterado, lo que vi era demasiado triste para sacarlo a la luz. Ahora, transcurridos cuarenta años, ya no importa.

Corría el invierno de 1906. Yo tenía veinticuatro años y era un chico de las calles de Nueva York orgulloso de trabajar como reportero del American. Cuando recuerdo aquellos tiempos, me asombro de mi desvergüenza. Yo era impetuoso, pagado de mí mismo, pero no entendía nada.

Aquel diciembre, la ciudad alojaba a una de las cantantes de ópera más famosas del mundo, una tal Christine de Chagny. Había venido para actuar en la semana de inauguración de un nuevo teatro lírico, la Opera de Manhattan, que cerró sus puertas tres años después. Tenía treinta y dos años, era guapa y encantadora. Había traído a su hijo de doce años, Pierre, junto con una doncella y el profesor particular del niño, un sacerdote irlandés, el padre Joseph Kilfoyle, más dos secretarios personales. Llegó seis días antes de su aparición inaugural en el teatro de la Ópera, el 3 de diciembre, en tanto que su marido lo hizo en otro barco al segundo día, pues unos asuntos de sus propiedades en Normandía le habían retenido.

Aunque yo no sabía nada de Ópera, su aparición causó mucho revuelo, porque ninguna cantante de su importancia había atravesado todavía el Atlántico para actuar en Nueva York. Era la comidilla de la ciudad. Por una combinación de suerte y desfachatez a la vieja usanza, logré convencerla de que me permitiera ser su guía particular en Nueva York. Era como un sueño. La prensa la acosaba hasta tal punto que su anfitrión, el empresario de ópera Oscar Hammerstein, había prohibido todo acceso a ella antes de la función inaugural. Pero yo estaba allí, con acceso a su suite del Waldorf-Astoria, y podía redactar boletines diarios de su itinerario y compromisos. Gracias a esto, mi carrera en la sección de noticias locales del American avanzaba a pasos agigantados.

No obstante, algo misterioso y extraño estaba ocurriendo alrededor de nosotros, y yo no caía en la cuenta. Ese «algo» implicaba a una figura escurridiza y extravagante que daba la impresión de aparecer y desaparecer a voluntad, pero que estaba desempeñando un papel de cierta importancia entre bastidores.

Primero, había aparecido una carta, traída en persona por un abogado de París. Por pura casualidad, le ayudé a entregar dicha carta en la sede de una de las empresas más ricas y poderosas de Nueva York. Allí, en la sala de juntas, vislumbré un segundo al hombre oculto tras la empresa, a quien iba dirigida la carta. Estaba observándome a través de un orificio abierto en la pared; su rostro era aterrador, y lo llevaba cubierto con una máscara. No le di muchas más vueltas, y de todos modos nadie me creyó.

Al cabo de cuatro semanas, la prima donna prevista para la gala inaugural de la Ópera de Manhattan había sido postergada en favor de la diva francesa, cuyos honorarios eran astronómicos. También corrían rumores de que Oscar Hammerstein contaba con un patrocinador rico, un socio financiero que le había ordenado, desde las sombras, que efectuase el cambio. Tendría que haber sospechado la relación, pero no lo hice.

El día que la dama en cuestión llegó al muelle del Hudson, el extraño fantasma reapareció. En esta ocasión no fui yo quien lo vio, sino un colega. La descripción era idéntica: una figura solitaria y enmascarada, subida a lo alto de un almacén para observar a la diva parisiense. Tampoco esta vez comprendí la relación. Más tarde, resultó evidente que había ordenado contratarla, imponiéndose a Hammerstein. Pero ¿por qué? Al final lo descubrí, aunque era demasiado tarde ya.

Como he dicho, conocí a la dama, le caí bien y me permitió entrar en su suite para hacerle una entrevista en exclusiva. Delante de mí, su hijo desenvolvió un regalo anónimo, una caja de música en forma de mono. Cuando la señora de Chagny oyó la canción que el juguete mecánico tocaba, dio la impresión de que la había fulminado un rayo. Susurró: «Masquerade. Trece años. Tiene que estar aquí», pero tampoco vi la luz.

Estaba desesperada por seguir el rastro de aquel mono, y descubrí que debía de proceder de una juguetería de Coney Island. Dos días después, quien os habla les guió hasta allí. Una vez más, ocurrió algo muy extraño, y otra vez no establecí las conexiones evidentes.

El grupo estaba integrado por la prima donna, su hijo Pierre, el profesor particular de éste, el padre Joe Kilfoyle, y yo.

Como no me interesaban los juguetes, dejé a la señora de Chagny y su hijo al cuidado del maestro de ceremonias, que era el encargado del parque de atracciones. No me molesté en entrar en la juguetería. Debería haberlo hecho, pues más tarde averigüé que el hombre encargado de atender a la señora y a su hijo era nada menos que un ser siniestro llamado Darius, a quien yo había visto semanas antes cuando entregamos la carta procedente de París. Según me informó luego el maestro de ceremonias, aquel hombre había ofrecido sus servicios como experto en juguetes, pero la verdad era que se dedicó a interrogar al niño acerca de sus padres.

Bien, paseé por la orilla del mar con el sacerdote católico, mientras madre e hijo examinaban los juguetes de la tienda. Parece que había montones de monos mecánicos, pero ninguno tocaba la extraña melodía que habíamos oído en la suite del Waldorf-Astoria.

Después, la señora fue con el maestro de ceremonias a examinar la sala de los espejos del parque de atracciones. Yo no fui. En cualquier caso, no estaba invitado. Por fin, volví al parque de atracciones para ver si el grupo estaba preparado ya para regresar a Manhattan.

Vi que el sacerdote católico acompañaba al muchacho al carruaje que habíamos alquilado en la estación de tren, y observé que había otro vehículo casi al lado. Aquello me extraño, porque el lugar estaba desierto.

Me encontraba a medio camino entre la puerta y la sala de los espejos, cuando apareció una figura que corría hacia mí como alma que lleva el diablo. Se trataba de Darius, el presidente de la empresa cuyo verdadero jefe parecía ser el hombre misterioso de la máscara. Pasó por mi lado como si yo no existiera. Venía de la sala de los espejos. Oí que gritaba algo, pero no a mí, sino al viento. No le entendí. No era inglés, pero como tenía buen oído para los sonidos, aunque no comprendiera su significado, cogí el lápiz y garrapateé lo que me había parecido oír.

Más tarde, mucho más tarde, en todos los sentidos, volví a Coney Island y hablé otra vez con el maestro de ceremonias, que me enseñó un diario que guardaba y en el que había anotado todo cuanto había sucedido en la sala de los espejos mientras yo paseaba por la playa. Si hubiera leído antes aquellos párrafos, habría comprendido lo estaba pasando en torno a mí y habría hecho algo para impedir que ocurriese lo que luego ocurrió. Pero no vi el diario del maestro de ceremonias, y no entendí las tres palabras pronunciadas en latín.

Ahora tal vez os parezca extraño, pero en aquellos tiempos se vestía con mucha formalidad. Se esperaba que los jóvenes llevaran siempre trajes oscuros, a menudo con chaleco, además de cuellos y puños blancos almidonados. El problema era que los jóvenes de salario escaso no podían pagar la cuenta de la lavandería, así que muchos llevábamos cuello y puños blancos de celuloide postizos, que nos quitábamos por la noche y limpiábamos con un paño húmedo. Esto permitía utilizar durante varios días la misma camisa, pero siempre con el cuello y los puños impecables. Como llevaba mi libreta en el bolsillo de la chaqueta, anoté en mi puño izquierdo las palabras que el hombre a quien yo sólo conocía como Darius había gritado.

Parecía enloquecido cuando paso por mi lado, muy diferente del ejecutivo frío que había conocido en la sala de juntas. Tenía los ojos negros abiertos de par en par, la cara blanca como una calavera, el pelo azabache agitado por el viento. Me volví y observé que llegaba a la entrada del parque. Allí se encontró con el cura irlandés, que había encerrado a Pierre en el carruaje y regresaba a buscar a su patrona.

Darius se detuvo cuando vio al sacerdote, y los dos se miraron durante varios segundos. Incluso desde una distancia de treinta metros pude sentir la tensión. Eran como dos pitbulls que se encuentran el día anterior a la pelea. Entonces Darius salió del trance, corrió hacia su coche y se marchó.

El padre Kilfoyle se acercó con semblante sombrío y pensativo. La señora de Chagny salió de la sala de los espejos pálida y desencajada. Yo me encontraba en mitad de un drama espantoso y no comprendía qué estaba presenciando. Volvimos a la estación del tren elevado y regresamos a Manhattan en silencio, a excepción del niño, que no paró de hablarme sobre la juguetería.

Mi última pista llegó tres días después. La gala inaugural fue un triunfo, y en ella se representó una nueva ópera cuyo nombre se me escapa, pero la verdad es que nunca fui un amante del género lírico. Por lo visto, la señora de Chagny cantó como los ángeles y dejó a la mitad del público hecho un valle de lágrimas. Más tarde, se celebró una fiesta en el mismo escenario. Vino el presidente Teddy Roosevelt con todos los capitostes de la sociedad de Nueva York. Había boxeadores, Buffalo Bill, y otros muchos que presentaron sus respetos a la joven estrella.

La ópera estaba ambientada durante la guerra de Secesión, y el decorado principal era la fachada de una magnifica mansión de Virginia, con una puerta principal elevada y escalones que descendían por cada lado hasta la altura del escenario. De pronto, cuando la fiesta estaba en su apogeo, un hombre apareció en el umbral.

Le reconocí al instante, o eso creí. Iba vestido con el uniforme del personaje que había representado, un capitán herido de las fuerzas de la Unión, con lesiones tan graves en la cabeza que casi toda su cara iba cubierta con una máscara. Era quien había cantado un apasionado dúo con la señora de Chagny en el acto final, cuando él le devolvía su anillo de compromiso. Lo extraño era que, considerando que la obra ya había terminado, aún llevaba la máscara. Entonces al fin comprendí por qué. Era el fantasma, la figura escurridiza que parecía ser dueña de casi todo Nueva York, que había contribuido con su dinero a construir el teatro de la Ópera de Manhattan y había traído del otro lado del Atlántico a la aristócrata francesa para que cantase. Pero ¿por qué? No lo descubrí hasta que ya era demasiado tarde.

En aquel momento, yo estaba hablando con el vizconde de Chagny, un hombre encantador muy orgulloso del éxito de su mujer, y contento de haber conocido a nuestro presidente. Vi por encima de su hombro que la vizcondesa subía por la escalera hasta el pórtico y hablaba con el personaje del que yo empezaba a sospechar que era el fantasma. Sabía que se trataba de él otra vez. No podía ser nadie más, y daba la impresión de que poseía cierta influencia sobre ella. Yo aún no había descubierto que se habían conocido trece años antes en París, aparte de otras muchas cosas.

Antes de separarse, él le entregó una nota doblada, que ella deslizó en el interior de su corpiño. Después, el extraño desapareció, como siempre, visto y no visto.

Había una columnista de notas de sociedad de un diario rival, el New York World, un periodicucho de Pulitzer, y al día siguiente escribió que había sido la única en presenciar el incidente. Se equivocaba. Yo también lo había observado. Y no sólo eso. No perdí de vista a la dama durante el resto de la velada, y al cabo de un rato observé que se apartaba de los invitados, abría la nota y la leía. Cuando hubo terminado, miró alrededor, arrugó el papel y lo arrojó a uno de los cubos de basura dispuestos para recoger botellas vacías y servilletas sucias. Unos momentos después, me hice con él. Y, por si os interesaba, hoy lo he traído.

Aquella noche me limité a guardarlo en el bolsillo. Quedó olvidado durante una semana sobre el tocador de mi pequeño apartamento, y más tarde lo conservé como el único recuerdo de los acontecimientos que habían sucedido ante mis ojos. Reza así: «Déjame ver de nuevo al chico. Déjame decirle adiós por última vez. Por favor. El día que vayas a zarpar. Al amanecer. Battery Park. Erik».

Sólo entonces empecé a encajar algunas piezas. Era el admirador secreto anterior a su matrimonio. El amor no correspondido que, doce años antes, había emigrado a Estados Unidos, donde había adquirido riquezas y poder suficientes para conseguir que fuera a inaugurar su propio teatro de la Ópera. Muy conmovedor, pero más para una escritora de novelas románticas que para un endurecido reportero de Nueva York, pues eso me consideraba yo. ¿Por qué iba enmascarado? ¿Por qué no salía a su encuentro como todo el mundo? No tenía respuestas para estos interrogantes. Tampoco las buscaba, y ése fue mi error.

En cualquier caso, la diva cantó seis noches. Cada vez, el teatro se venía abajo. El 9 de diciembre fue su última actuación. Otra prima donna, Nellie Melba, la única rival posible de la aristócrata francesa, iba a llegar el día 12. La señora de Chagny, su marido, su hijo y su séquito, subirían a bordo del RMS City of Paris, con destino a Southampton (Inglaterra), para actuar en el Covent Garden. Debían zarpar el 10 de diciembre, y a causa de la amistad que ella me había demostrado, decidí ir a despedirla. Para entonces, todo el mundo me aceptaba ya como un miembro más de la familia. En la fiesta de despedida privada que se celebraría en su camarote, me concedería la última entrevista en exclusiva para el New York American. Después, volvería a cubrir las actividades de los asesinos, los detectives y los peces gordos de la ciudad.

La noche del 9 dormí mal. No sé por qué, pero todos sabéis que esas cosas ocurren, y llega un momento en que es inútil seguir intentando conciliar el sueño. Lo mejor es levantarse y tirar la toalla. Lo hice a las cinco de la mañana. Me lavé y afeité, y después me puse mi mejor traje oscuro, mi cuello de celuloide y me anudé la corbata. Sin pensarlo, cogí dos puños de la media docena que había sobre el tocador y me los puse. Como había despertado tan temprano, pensé que lo mejor sería ir al Waldorf-Astoria y desayunar con el grupo francés. Fui a pie para ahorrarme el taxi, y llegué a las siete menos diez minutos. Aún estaba oscuro, pero encontré al padre Kilfoyle sentado a solas en el comedor, delante de una taza de café. Tras saludarme con afecto, me indicó que le acompañara.

—Ah, señor Bloom —dijo—, hemos de abandonar su bonita ciudad. ¿Vendrá a despedirnos? Estupendo, pero unas gachas calientes y una tostada le sentarán de perlas. Camarero…

Al cabo de poco entró el vizconde, y el sacerdote y él intercambiaron unas frases en francés. No entendí ni una palabra, pero pregunté si la vizcondesa y Pierre se reunirían con nosotros. El padre Kilfoyle señaló al vizconde y me dijo que la señora había ido a la habitación del chico para ayudarle a preparar sus cosas, según le acababa de comunicar su padre. Yo pensé que la realidad era muy distinta, pero no dije nada. Si la dama se escabullía para despedirse de su extraño patrocinador, no era asunto mío. Suponía que a eso de las ocho aparecería en taxi ante la puerta del hotel y ella nos saludaría con su sonrisa desarmante y sus modales exquisitos.

Los tres seguimos sentados, y para entablar conversación pregunté al cura si le había gustado Nueva York.

—Mucho —respondió—. Es una ciudad estupenda llena de compatriotas.

—¿Y Coney Island? —pregunté.

Su semblante se ensombreció.

—Un lugar extraño —dijo por fin—, con gente extraña. —¿Se refiere al maestro de ceremonias?— pregunté.

—A él… y a otros —contestó.

Aún sin sospechar nada, insistí.

—Ah, se refiere a Darius —dije.

Se volvió en redondo y me taladró con sus ojos azules.

—¿De qué le conoce? —inquirió.

—Le vi una vez —respondí.

—Dígame dónde y cuándo —dijo, y era más una orden que una pregunta. De todos modos, el asunto de la carta me parecía inofensivo, así que le expliqué lo sucedido entre el abogado de París y yo, y nuestra visita a la suite de la azotea situada en lo alto de la torre más alta del mundo. No se me había ocurrido que el padre Kilfoyle, aparte de ser el profesor particular del chico, también era el confesor de los vizcondes.

En un momento dado, el vizconde de Chagny, aburrido porque no entendía el inglés, se había excusado y subido a su habitación. Yo continué con mi narración, y expliqué que había quedado sorprendido cuando Darius pasó corriendo por mi lado en el parque de atracciones, con aspecto perturbado, y gritó tres palabras incomprensibles, sostuvo su breve enfrentamiento visual con el padre Kilfoyle y marchó. El sacerdote escuchaba en silencio, y luego me preguntó:

—¿Recuerda lo que dijo?

Le expliqué que se trataba de un idioma extranjero, pero que había apuntado en mi puño izquierdo lo que creí entender.

En este momento, el señor de Chagny volvió. Parecía preocupado, y habló a toda prisa en francés con el padre Kilfoyle, que me lo tradujo.

—No están aquí. La madre y el hijo han desaparecido.

Yo conocía el motivo, y traté de tranquilizarles.

—No se preocupen. Han ido a una cita.

El cura me traspasó con la mirada, olvidó preguntar cómo lo sabía, y repitió mis últimas palabras:

—¿Una cita?

—Sólo para despedirse de un viejo amigo, un tal señor Erik —expliqué, confiando en ser de utilidad.

El irlandés no paraba de mirarme, y entonces pareció recordar de qué estábamos hablando antes de que el vizconde regresara. Cogió mi brazo izquierdo y lo hizo girar.

Y allí estaban las tres palabras escritas a lápiz. Durante diez días, aquel puño había estado tirado junto con los otros sobre el tocador, y aquella mañana me lo había puesto por casualidad. El padre Kilfoyle echó un vistazo al puño y emitió una sola palabra, que yo creía desconocida para los sacerdotes católicos. Pero no sólo la conocía, sino que la utilizó. Se puso en pie de un salto, me cogió de la garganta para levantarme y me gritó a la cara:

—¿Adónde ha ido, en nombre de Dios?

—Al Battery Park —grazné.

Cruzó el vestíbulo como una exhalación, seguido de mí y del desventurado vizconde. Salió por las puertas batientes y encontró una berlina bajo la marquesina, a la que se aprestaba a subir un caballero tocado con sombrero de copa. Agarró al pobre hombre de la chaqueta y lo hizo violentamente a un lado, al tiempo que subía de un salto al vehículo y gritaba al cochero:

—Al Battery Park, a toda prisa.

Apenas tuve tiempo de subir detrás de él, y arrastré tras de mí al pobre francés cuando el carruaje ya se ponía en marcha.

Durante todo el viaje, el padre Kilfoyle fue acurrucado en un rincón, con la cruz que colgaba de su cuello fuertemente apretada entre las manos. Murmuraba con furia:

—Santa María, Madre de Dios, permítenos llegar a tiempo.

En un momento dado, se inclinó hacia mí y señaló la anotación escrita en mi puño.

—¿Qué significa? —pregunté.

Delenda est filius —contestó, y repitió las palabras que yo había anotado—. Significa: «El hijo ha de ser eliminado».

Me recliné en el asiento, al borde de las náuseas.

No era la prima donna quien se encontraba en peligro por culpa del loco que había pasado corriendo por mi lado en Coney Island, sino su hijo. Pero el misterio continuaba. ¿Por qué Darius, obsesionado como debía de estar por heredar la fortuna de su amo, quería matar al inofensivo hijo de la pareja de franceses? El carruaje cruzó una avenida Broadway casi desierta y continuó hacia el este, más allá de Brooklyn, mientras la aurora teñía de rosa el cielo. Llegamos a la puerta principal de State Street. El sacerdote se apeó y entró corriendo en el parque de atracciones.

En aquella época el Battery Park no era como ahora. Hoy está lleno de vagabundos y marginados, pero entonces era un lugar tranquilo y plácido, con una red de senderos que partían de Castle Clinton, salpicado aquí y allá por glorietas y bancos de piedra. Pensábamos que tal vez en alguna de ellas encontraríamos a las personas que habíamos ido a buscar.

Frente a la puerta del parque observé tres carruajes diferentes. Uno era una berlina cerrada con el emblema del Waldorf-Astoria, sin duda la que había transportado a la vizcondesa y a su hijo. El cochero estaba sentado en el pescante, acurrucado para protegerse del frío. El segundo era otra berlina de igual tamaño, sin señales distintivas, pero de un estilo y en un estado de conservación que indicaban que su propietario era un hombre rico.

Estacionado a cierta distancia había un carruaje pequeño, la calesa que había visto diez días antes delante del parque de atracciones. Estaba claro que Darius también estaba allí, y que no había tiempo que perder. Entramos corriendo por la puerta del parque.

Ya dentro, nos separamos y fuimos en diferentes direcciones para cubrir más terreno. Aún estaba oscuro entre los árboles y los setos, y costaba diferenciar las formas humanas de los arbustos. No obstante, al cabo de varios minutos oí voces; una era masculina, profunda y melodiosa, y la otra pertenecía a la bella cantante de Ópera. Me pregunté si debía dar media vuelta para avisar a los demás o acercarme. Lo que hice fue acercarme con sigilo, hasta situarme detrás de un seto que bordeaba un claro.

Debería haber corrido hacia ellos y gritado una advertencia, pero el chico no estaba allí. En un momento de optimismo pensé que tal vez la vizcondesa lo había dejado en el hotel, de modo que agucé el oído. Se hallaban uno en cada extremo del claro, pero yo oía con claridad sus voces.

El hombre iba enmascarado, como siempre, pero en cuanto le vi supe que era el oficial de la Unión que había cantado aquel dúo asombroso con la prima donna en el teatro de la Ópera y había conseguido arrancar lágrimas al público. La voz parecía la misma, pero era como si nunca antes la hubiese oído.

—¿Dónde está Pierre? —inquirió.

—Aún sigue en el coche —contestó la mujer—. Le he pedido que nos concediera unos minutos. Vendrá enseguida.

Me dio un vuelco el corazón. Si el niño estaba en el carruaje, cabía la posibilidad de que Darius no le encontrara.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó la mujer al fantasma.

—Toda mi vida he sido rechazado y desairado, tratado con crueldad y con desprecio. El motivo… lo conoces demasiado bien. Sólo una vez, hace muchos años, pensé por un instante que había encontrado el amor, algo más grande y tierno que la eterna amargura de la existencia…

—Basta, Erik —le interrumpió ella—. No pudo ser, no puede ser. Una vez pensé que eras un fantasma verdadero, mi Ángel de la Música invisible. Más tarde averigüé la verdad, que eras un hombre en todos los sentidos. Entonces, llegué a temerte, a temer tu poder, tu ira a veces salvaje, tu genio; pero ese miedo iba acompañado de una fascinación compulsiva, como la que experimenta un conejo ante una cobra.

»Aquella última noche, en la oscuridad que reinaba junto al lago, en el subsuelo de la Ópera, estaba tan asustada que temí morir de miedo. Estaba semiinconsciente en el momento en que pasó… lo que pasó. Cuando nos perdonaste la vida a Raoul y a mí, y desapareciste entre las sombras, creí que nunca más volvería a verte. Después, comprendí mejor todo lo que habías sufrido y sólo sentí compasión y ternura por mi aterrador exiliado.

»Pero jamás experimenté amor, verdadero amor, algo comparable a la pasión que sentías por mí… Tendrías que haberme odiado.

—Nunca te odié, Christine. Sólo sentí amor por ti. Te quise entonces, y siempre te querré. Ahora, sin embargo, lo acepto. La herida ha cicatrizado al fin. Hay otro amor. Mi hijo. Nuestro hijo. ¿Qué le dirás de mí?

—Que tiene un amigo, un amigo leal y querido, aquí en Estados Unidos. Dentro de seis años le contaré la verdad, que tú eres su verdadero padre, y él elegirá. Si es capaz de aceptar que Raoul, sin ser su verdadero padre, ha sido para él todo lo que un padre puede ser, y ha hecho por él todo lo que un padre puede hacer, acudirá a ti, y con mi bendición.

Yo estaba detrás del seto, conmocionado por lo que acababa de oír. De pronto, todo lo que no había comprendido quedó muy claro: la carta de París, que informaba a aquel extraño ermitaño que tenía un hijo vivo; el plan secreto para atraer a madre e hijo a Nueva York; la cita clandestina y, lo más terrible de todo, el odio demencial de Darius hacia el muchacho, que ahora le desplazaría como heredero del multimillonario.

Darius… Recordé de pronto que también él se encontraba agazapado entre las sombras, y me dispuse a delatar mi presencia para avisarles del peligro. En aquel momento, oí a mi derecha los pasos de los demás, que se acercaban. Salió el sol, bañó el claro con una luz rosada y tiñó del mismo color la capa de nieve que había caído por la noche. Entonces advertí la presencia de tres figuras.

Por senderos diferentes, el vizconde y el cura aparecieron a mi derecha. Ambos se detuvieron cuando vieron al hombre de la capa, el sombrero de ala ancha y la máscara que siempre cubría su cara, hablando con la señora de Chagny. Oí que el vizconde susurraba: «Le Fantóme». A mi izquierda, Pierre llegó corriendo. En ese instante, oí un crujido cerca de mí. Me volví.

Entre dos grandes arbustos, a menos de diez metros de distancia, casi invisible en la semipenumbra, vi la figura acuclillada de un hombre. Iba vestido de negro, pero vislumbré un rostro pálido como el hueso y algo en su mano derecha, de cañón largo. Respiré hondo y abrí la boca para gritar, pero ya era demasiado tarde. Los acontecimientos se desarrollaron a tal velocidad que tendré que referírselos con parsimonia.

Pierre llamó a su madre:

—Mamá, ¿ya podemos irnos a casa?

Ella se volvió hacia el muchacho con su sonrisa brillante, abrió los brazos y dijo:

Oui, chéri.

Pierre echó a correr. La figura agazapada entre los matorrales se levantó, tendió el brazo y apuntó al chico con lo que resultó ser un Navy Colt. Fue entonces cuando grité, pero un ruido mucho más potente ahogó mi grito.

El chico se abrazó a su madre. Para evitar que el impulso la hiciera perder el equilibrio, ella le alzó al tiempo que se volvía. Mi grito de advertencia y la detonación del Colt sonaron al mismo tiempo. Vi que la joven se estremecía como si la hubieran golpeado en la espalda, que era lo que había sucedido, porque al girar había parado con el cuerpo la bala destinada a su hijo.

El hombre de la máscara se volvió hacia el lugar de donde procedía el disparo, vio la figura entre los arbustos, extrajo algo de debajo de la capa, tendió el brazo y disparó. Oí el chasquido de la diminuta Derringer con su única bala, pero fue suficiente. El asesino se llevó las manos a la cara. Cuando se desplomó de cara al cielo sobre la nieve, un agujero negro se destacaba en el centro de su frente.

Yo estaba paralizado. Gracias a la Providencia, no podía hacer nada. Ya era demasiado tarde, porque había visto y oído mucho, y no había entendido nada.

Al oír el segundo disparo, todavía sin comprender, el muchacho soltó a su madre, que cayó de rodillas. Una mancha roja empezaba a extenderse por su espalda. La bala había quedado alojada dentro de su cuerpo. El vizconde gritó, «¡Christine!», y corrió a tomarla en sus brazos. Ella le miró y sonrió.

El padre Kilfoyle estaba arrodillado a su lado. Se quitó la amplia faja que ceñía su cintura, besó ambos extremos y la pasó alrededor de su cuello. Rezaba con mucha rapidez, mientras gruesas lágrimas resbalaban sobre su austero rostro irlandés. El hombre de la máscara dejó caer su pistola y permaneció inmóvil como una estatua, con la cabeza gacha. Sus hombros se hundieron en silencio mientras lloraba.

Al principio, dio la impresión de que Pierre era incapaz de comprender lo que ocurría. En un momento dado, su madre le estaba abrazando, y al instante siguiente agonizaba ante sus ojos. La primera vez que gritó «Maman!», fue como una pregunta. La segunda y la tercera vez, como un grito lastimero. Después, como pidiendo una explicación, se volvió hacia el vizconde.

—¿Papá?

Christine de Chagny abrió los ojos y vio a Pierre. Habló por última vez, con mucha claridad, antes de que su divina voz enmudeciera para siempre.

—Pierre —dijo—, este hombre no es tu verdadero padre. Te ha criado como si fueras suyo, pero tu verdadero padre está allí. —Indicó con la cabeza la figura enmascarada—. Lo lamento, querido mío.

Entonces murió. No me extenderé sobre ello. Murió, y punto. Sus ojos se cerraron, el último aliento escapó de su boca y su cabeza descansó sobre el pecho de su marido. Se hizo un silencio absoluto durante varios segundos, que parecieron eternos. El muchacho miró a un hombre y luego al otro. Después, preguntó al vizconde una vez más:

—¿Papá?

Durante aquellos últimos días había llegado a considerar al aristócrata francés un hombre decente, aunque inútil, comparado con el dinámico sacerdote. Pero de pronto pareció adquirir más sustancia.

El cadáver de su esposa descansaba sobre el hueco de su brazo izquierdo. Con la mano derecha, le quitó poco a poco el anillo de oro. Recordé la escena final de la Ópera, cuando el soldado del rostro destrozado le había devuelto ese mismo anillo como señal de que aceptaba la imposibilidad de su amor. El vizconde francés apretó la alianza contra la palma de la mano de su desesperado hijastro.

A un metro de distancia, Kilfoyle seguía de rodillas. Había dado a la diva la absolución antes de morir y, una vez cumplido su deber, rezaba por su alma inmortal.

El vizconde de Chagny cogió a su esposa muerta en brazos y se puso en pie. Entonces, el hombre que había criado al hijo de otro, dijo en un inglés vacilante.

—Es verdad, Pierre. Mamá no ha mentido. He hecho por ti todo cuanto he podido, pero no soy tu verdadero padre. El anillo pertenece a quien es tu padre a los ojos de Dios. Devuélveselo. Él también la quería, de un modo diferente del mío.

»Voy a devolver a París a la única mujer que he amado en mi vida, para que descanse en el suelo de Francia. Hoy, aquí, en este momento, has dejado de ser un niño para convertirte en un hombre. Ahora, tú has de elegir.

Permaneció inmóvil, con el cadáver de su mujer en brazos, esperando una respuesta. Pierre se volvió y miró durante largo rato al hombre de quien decían que era su padre natural.

El hombre al que yo llamaba el fantasma de Manhattan seguía con la cabeza gacha, y los metros que le separaban de los demás parecían representar la distancia que le separaba de la raza humana. El ermitaño, el eterno extraño que en un momento de su vida había pensado que tenía alguna posibilidad de ser aceptado en los goces humanos, pero había sido rechazado. Ahora, todo en él decía que, en el pasado, había perdido cuanto quería, e iba a perderlo otra vez.

El silencio se prolongó unos segundos más, mientras el muchacho le miraba. Ante mis ojos tenía lo que los franceses llaman un tableaux vivant. Seis figuras, dos muertas y cuatro transidas de dolor.

El vizconde francés, con una rodilla en tierra, acunaba a su mujer. Había apoyado la mejilla sobre la cabeza de la difunta, que descansaba contra su pecho, y acariciaba su cabello oscuro como para consolarla.

El fantasma continuaba inmóvil, derrotado por completo. Darius yacía a escasos metros de mí, con los ojos abiertos clavados en un cielo invernal que ya no podía ver. Pierre estaba al lado de su padrastro, con el mundo en el que había creído a pies juntillas destrozado.

El cura continuaba de rodillas, con la cara alzada hacia el cielo y los ojos cerrados, pero observé que aferraba la cruz de metal entre sus manazas y movía los labios en una muda oración. Más tarde, todavía consumido por mi imposibilidad de explicar lo que había sucedido a continuación, le visité en su casa del Lower East Side. Aún no he comprendido del todo lo que me dijo, pero os lo voy a repetir.

Dijo que en aquel claro silencioso había oído chillidos mudos. Oyó el dolor lacerante del francés que se hallaba a escasos metros de distancia. Oyó el dolor perplejo del niño al que había dado clases durante siete años. Pero sobre todo, añadió, oyó algo más. En el claro había un alma en pena que gritaba desesperada, como el albatros errante de Coleridge, que surcaba un cielo de dolor sobre un océano de desesperación. Rezó para que aquella alma en pena encontrara la salvación en el amor de Dios. Rezó para que ocurriera un milagro. Veréis, yo era un judío impetuoso del Bronx, ¿qué sabía yo de almas en pena, de redención y de milagros? Sólo puedo contaros lo que vi.

Pierre cruzó el claro lentamente, en dirección al hombre misterioso. Éste levantó una mano y se quitó el sombrero de ala ancha; me dio la impresión de que dejaba escapar un sollozo. El cráneo era calvo, salvo por unos pocos mechones de pelo ralo, y la piel estaba surcada de cicatrices lívidas, como si fuese de cera fundida. El muchacho apartó la máscara sin decir palabra.

He visto cadáveres que llevaban muchos días en el río Hudson, he visto a hombres destrozados en los campos de batalla de Europa, pero nunca he visto un rostro como aquél. Por un lado, sólo una parte de la mandíbula y los ojos, de los que brotaban lágrimas, parecían humanos, en un rostro desfigurado, casi inhumano. Comprendí por fin el motivo por el cual aquel hombre iba siempre enmascarado y se escondía del resto de los humanos y de nuestra sociedad. No obstante, se erguía, desnudo y humillado, ante nosotros, delante del muchacho que era su hijo.

Pierre contempló el horrible rostro durante largo rato, sin dar muestras de repulsión o miedo. Después, dejó caer la máscara que sujetaba con la mano derecha. Cogió la mano izquierda de su padre y le puso el anillo de oro en el dedo medio.

A continuación, abrazó al hombre que lloraba y dijo con voz muy clara:

—Quiero quedarme contigo, padre.

Eso es todo, damas y caballeros. Al cabo de escasas horas, la noticia del asesinato de la diva recorrió Nueva York. Se culpó a un fanático enloquecido, que había sido abatido a tiros en el mismo lugar de los hechos. Era una versión que convenía al alcalde y a las autoridades municipales. En cuanto a mí, fue la única historia de toda mi carrera que nunca escribí, aunque si se hubieran enterado me habrían despedido. Ahora ya es demasiado tarde para escribirla.