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LA COLUMNA DE GAYLORD SPRIGGS
New York Times,
4 de diciembre de 1906
Bien, el tan cacareado teatro de la Ópera de Manhattan del señor Oscar Hammerstein fue inaugurado anoche con lo que sólo puede describirse como un triunfo sin paliativos. Si estallara otra guerra civil en nuestro querido país, sería para competir por los asientos, pues todo Nueva York quedó conmocionado por el espectáculo que se desarrolló ante sus ojos.
Hasta el momento sólo pueden hacerse conjeturas acerca de lo que pagaron los grandes clanes económicos y culturales de nuestra ciudad por sus palcos, e incluso asientos, pero los precios no habrán tenido nada que ver con las tarifas oficiales.
El Manhattan, como debemos llamarlo ahora para diferenciarlo del Metropolitan, en el otro extremo de la ciudad, es un edificio suntuoso, ricamente trabajado, con una zona de recepción interior que deja en ridículo al angosto espacio público previo al auditorio del Met. Aquí, media hora antes de que el telón se levantara vi a personas consideradas una leyenda a lo largo y ancho de Estados Unidos que gimoteaban como niños mientras los pocos privilegiados eran conducidos a sus palcos privados.
Estaban los Mellon, Vanderbilt, Rockefeller, Gould, Whitney y los mismísimos Pierpoint Morgan. Entre ellos, genial anfitrión de todos nosotros, destacaba el hombre que puso en juego una enorme fortuna, así como una energía y empuje ilimitados, para crear el Manhattan pese a los factores en contra, el zar del tabaco Oscar Hammerstein. Aún persisten rumores de que al señor Hammerstein le apoya otro magnate aún más rico, el financiero fantasma a quien nadie ha visto, pero si existe no dio señales de vida.
La opulencia del amplio pórtico y el lujo de la zona de recepción eran impresionantes, así como los adornos de color dorado, púrpura y ciruela del anfiteatro, sorprendentemente pequeño e íntimo. Pero ¿qué podemos decir de la calidad de la nueva ópera y de los cantantes que todos fuimos a escuchar? En ambos casos, no recuerdo que en treinta años se hayan alcanzado semejantes alturas artísticas y emotivas.
Los lectores de esta humilde columna sabrán que hace tan sólo siete semanas el señor Hammerstein tomó la extraordinaria decisión de renunciar a la obra maestra de Bellini, I puritani, para la velada inaugural, y corrió el enorme riesgo de presentar una ópera inédita de estilo moderno, obra de un compositor norteamericano desconocido (y todavía anónimo, aunque resulte asombroso). Una apuesta extraordinaria. ¿Hubo beneficios? Del mil por ciento.
En primer lugar, El ángel de Shiloh garantizó la presencia de la vizcondesa Christine de Chagny, una belleza cuya voz consiguió eclipsar anoche a otras archivadas en mi recuerdo, y creo que durante las últimas tres décadas he escuchado las mejores del mundo. En segundo lugar, la obra en sí es una obra maestra de sencillez y emoción, que no dejó ni un solo ojo seco en el teatro.
El argumento se desarrolla durante nuestra guerra civil de hace sólo cuarenta años, y por lo tanto posee un significado inmediato para cualquier norteamericano, ya sea del Norte o del Sur. En el primer acto, conocemos al dinámico y joven abogado de Connecticut Miles Regan, perdidamente enamorado de Eugenie Delarue, la hermosa hija del rico dueño de una plantación en Virginia. Interpretaba el papel del abogado el tenor norteamericano David Melrose, un nuevo valor en alza, hasta que algo muy extraño sucedió, pero ya me explicaré más adelante. La pareja se comprometía e intercambiaba alianzas de oro. En su papel de belleza sureña, la señora de Chagny estaba magnífica, y su placer infantil cuando el hombre a quien ama la pide en matrimonio, expresado en el aria «Con este anillo para siempre», comunicó ese júbilo a todo el público.
El propietario de la plantación vecina, Joshua Howard (magnífica interpretación de Alessandro Bonci), también la había cortejado, pero acepta el rechazo como el caballero que es. Sin embargo, se ciernen nubes de guerra, y al final del acto los primeros cañones disparan contra el fuerte Sumter y la Unión declara la guerra a la Confederación. Los jóvenes enamorados han de separarse. Regan explica que no tiene más elección que volver a Connecticut y luchar por el Norte. La señorita Delarue sabe que ha de quedarse con su familia, que abraza la causa del Sur. El acto termina con un dúo conmovedor, cuando los enamorados se separan sin saber si volverán a encontrarse.
Ya en el acto segundo, han pasado dos años y Eugenie Delarue trabaja de enfermera en un hospital, justo después de la sangrienta batalla de Shiloh. Presenciamos su entrega y devoción hacia los jóvenes uniformados, espantosamente heridos, de ambos bandos cuando son ingresados. Esta antigua belleza aristócrata en contacto diario con toda la mugre y el dolor de un hospital situado en primera línea, pregunta en un aria conmovedora: «¿Por qué han de morir estos jóvenes?».
Su exvecino y pretendiente es ahora el coronel Howard, comandante del regimiento que ocupa el hospital. Reanuda su cortejo, intenta convencerla de que olvide a su novio perdido en el ejército de la Unión y le acepte a él. Ella está casi decidida, cuando traen a un nuevo paciente. Es un oficial nordista horriblemente desfigurado después de que un cartucho de pólvora estallase en su cara, que lleva cubierta con gasas, sin posibilidad de regeneración. Aunque él sigue inconsciente, la señorita Delarue reconoce el anillo de oro que lleva en un dedo; es el mismo que ella le regaló hace dos años. De hecho, el oficial es el capitán Regan, al que sigue encarnando David Melrose. Cuando despierta, reconoce al instante a su prometida, pero ignora que ella también le ha reconocido a él mientras dormía. Hay una escena de una ironía suprema cuando, desde su cama e impotente, Regan ve que el coronel Howard entra en el pabellón para acosar una vez más a la señorita Delarue e intentar convencerla de que su amante ya debe de estar muerto, aunque ella y nosotros sabemos que está tendido en su lecho de dolor a escasos metros de distancia. Este acto culmina cuando el capitán Regan comprende que ella sabe quién hay detrás de los vendajes y, al verse por primera vez en un espejo, asume que su rostro, en otro tiempo hermoso, es ahora horrible. Intenta robar un revólver al guardia a fin de terminar con su vida, pero el soldado confederado y dos prisioneros heridos de la Unión se lo impiden.
En el tercer acto llega el clímax de la obra. Es el más emocionante, porque el coronel Howard anuncia que, según informes que acaban de llegar, el exprometido de Eugenie no es otro que el líder de los temidos jinetes de Regan, que han llevado a cabo devastadores ataques detrás de las líneas confederadas. Una vez capturado, será sometido a consejo de guerra sumarísimo y fusilado.
Eugenie Delarue se encuentra ahora en un terrible dilema. ¿Debe callar lo que sabe, y, por tanto, traicionar a la Confederación, o denunciar al hombre que ama? En ese momento se anuncia un breve armisticio para intercambiar prisioneros de guerra que ya no pueden volver a combatir. El hombre del rostro desfigurado reúne las condiciones necesarias para ser incluido en el intercambio. Llegan carromatos con soldados sudistas heridos procedentes del Norte, con el fin de recoger a los soldados mutilados prisioneros del otro bando.
En este punto debo describir los asombrosos acontecimientos que sucedieron entre bambalinas durante el entreacto. Por lo visto (y mi fuente está muy segura al respecto), el señor Melrose se echó unas gotas de loción calmante en la garganta para suavizar la laringe. Debía de estar contaminada, porque al cabo de pocos segundos estaba croando como una rana. ¡Un desastre! El telón estaba a punto de alzarse. Entonces, como por milagro, justo a tiempo para solucionar el problema, apareció un suplente que se sabía el papel de memoria. Llevaba la cara envuelta en vendajes.
En circunstancias normales, esto habría significado una terrible decepción para el público, pero en este caso, todos los dioses de la Ópera debían de sonreír al señor Hammerstein. El suplente, que no constaba en el programa y sigue constituyendo un misterio para mí, se reveló como un tenor a la misma altura del señor Bonci.
La señorita Delarue había decidido que, como el capitán Regan nunca volvería a combatir, era innecesario revelar lo que sabía sobre el hombre de la máscara. Cuando las carretas estaban a punto de partir hacia el Norte, el coronel Howard averiguaba que el buscado líder de los jinetes de Regan había caído herido y debía de encontrarse detrás de las líneas confederadas. Se clavaron pasquines ofreciendo una recompensa por su captura. Todos los soldados de la Unión que partían de regreso al hogar eran comparados con un dibujo a lápiz de la cara de Regan. Sin el menor éxito. Porque a esas alturas, el capitán Regan ya no tenía cara.
Mientras los soldados nordistas destinados a ser canjeados esperan para partir al amanecer, se nos ofrece un interludio encantador. El coronel Howard (el gran Bonci en persona) ha contado con la colaboración, durante toda la acción, de un joven ayudante de campo, un muchacho de unos trece años. Hasta este momento, no ha emitido el menor sonido, pero cuando un soldado de la Unión intenta arrancar una melodía de su violín, el niño coge el instrumento e interpreta una hermosa melodía, como si el instrumento fuese un Stradivarius. Uno de los heridos pregunta si puede acompañarlo cantando. Como respuesta, el niño deja a un lado el violín y nos ofrece un aria con una voz de soprano de tal transparencia que puso un nudo en la garganta a casi todos los presentes, lo sé sin el menor asomo de duda. Y cuando examiné el programa para averiguar su nombre, resultó ser nada más y nada menos que el señor Pierre de Chagny, el hijo de la diva. De tal palo tal astilla.
En la escena de la despedida, de un dramatismo exquisito, la señorita Delarue y su prometido nordista se dicen adiós. La señora de Chagny ya había cantado durante toda la obra con una pureza de voz que suele atribuirse tan sólo a los ángeles, pero ahora se elevó hasta nuevas y, en teoría, inalcanzables cimas de belleza vocal, como quien esto escribe jamás había oído. Cuando empezó el aria, «¿Nunca volveremos a vernos?», daba la impresión de que cantaba con el corazón, y cuando el suplente desconocido le devolvía el anillo que ella le había regalado, con las palabras «Acepta de nuevo este anillo», vi mil pañuelos de batista elevarse hacia los ojos de las damas de Nueva York.
Fue una velada que perdurará en el corazón y en la mente de todos los que estuvimos allí. Juro que vi al maestro Campanini, por lo general un ejemplo de disciplina a punto de llorar cuando la señora de Chagny, sola en el escenario e iluminada únicamente por velas encendidas en el pabellón del hospital a oscuras, concluía la ópera con «Oh, guerra cruel».
El público se puso en pie treinta y siete veces para aplaudir, y otras tantas se alzó el telón, y eso antes de que me viera obligado a salir para averiguar qué había pasado con el señor Melrose y su loción. Se había marchado hecho un mar de lágrimas.
Aunque el resto de la compañía estuvo soberbio, y la orquesta dirigida por Campanini se mostró a la altura esperada, la joven de París se adueñó de la noche. Su belleza y encanto ya habían rendido a sus pies a todo el personal del Waldorf-Astoria, y ahora la magia en estado puro de aquella voz acababa de conquistar a todos los amantes de la ópera cuya buena fortuna les había permitido estar en la velada inaugural del Manhattan.
Es una tragedia que la señora de Chagny deba partir tan pronto. Cantará para nosotros otras cinco noches, y luego zarpará hacia Europa con el fin de cumplir compromisos asumidos previamente en el Covent Garden, antes de Navidad. Su puesto será ocupado a principios del mes que viene por Nellie Melba, el segundo triunfo de Oscar Hammerstein sobre sus adversarios del otro lado de la ciudad. Ella es otra leyenda viva, y también será éste su debut en Nueva York, pero no ha de dormirse en los laureles, porque ninguno de los presentes anoche olvidará jamás a la Divina.
¿Qué será del Metropolitan? Me pareció observar anoche que los grandes potentados cuyas fortunas respaldan al Met, aparte de expresar su satisfacción por una nueva obra maestra, intercambiaban miradas significativas, como preguntándose: «¿Y ahora qué?». Pese a su aforo menor, el Manhattan cuenta con más instalaciones destinadas a la comodidad del público, un escenario enorme, la tecnología más avanzada y unos decorados impresionantes. Si el señor Hammerstein puede seguir ofreciéndonos la calidad que vimos anoche, el Met tendrá que esforzarse mucho si pretende igualarlo.