13
La oración de Joseph Kilfoyle
Catedral de San Patricio, Nueva York,
2 de diciembre de 1906
—Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Muchas veces te he invocado. Más de las que puedo recordar. Bajo el calor del sol y en la oscuridad de la noche. En la misa celebrada en Tu casa y en la intimidad de mi habitación. A veces, incluso he pensado que tal vez contestarías; me ha parecido oír Tu voz, me ha parecido sentir Tu guía. ¿Eran tonterías, me engañaba acaso? ¿Es cierto que mediante la oración nos comunicamos contigo? ¿O sólo nos escuchamos a nosotros mismos?
»Perdona mis dudas, Señor. Me esfuerzo por encontrar la verdadera fe. Escúchame ahora, te lo suplico. Porque estoy perplejo y aterrorizado. No es el erudito quien habla, sino el granjero irlandés que era al nacer. Te ruego que me escuches y me ayudes.
—Estoy aquí, Joseph. ¿Qué altera tu tranquilidad espiritual?
—Señor, creo que, por primera vez, estoy verdaderamente asustado. Tengo miedo, no sé por qué.
—¿Miedo? Yo sé bastante de eso.
—Tú ¿Señor? No lo creo.
—Al contrario. ¿Qué crees que sentí cuando ataron mis muñecas sobre mi cabeza a la anilla que colgaba de la pared del templo para flagelarme?
—Imaginaba que no podías sentir miedo.
—Entonces era un hombre, Joseph. Con todas las debilidades y los defectos de los hombres. Ésa es la cuestión. Y un hombre puede sentir mucho miedo. Cuando me enseñaron el látigo, con sus tirillas anudadas con fragmentos de hierro y plomo, y me contaron el efecto que causaría, grité de miedo.
—Nunca lo había pensado así, Señor. No consta en las Escrituras.
—Es un detalle sin importancia. ¿Por qué tienes miedo?
—Presiento que algo está sucediendo en torno a mí en esta aterradora ciudad que no alcanzo a comprender.
—Te compadezco. Temer a aquello que puedes comprender ya es bastante malo, pero aun así ese temor tiene sus límites. El otro miedo es peor. ¿Qué quieres de mí?
—Necesito Tu fortaleza, Tu energía.
—Ya las tienes, Joseph. Las heredaste cuando hiciste los votos y vestiste mi hábito.
—Pues no debo ser merecedor de ellas, Señor, porque ahora se me escapan. Temo que elegiste un mal recipiente cuando escogiste al chico de la granja de Mullingar.
—De hecho, tú me elegiste a mí, pero da igual. ¿Es que mi recipiente se ha agrietado, me ha decepcionado hasta el momento?
—He pecado, por supuesto.
—Por supuesto. ¿Quién no? Has deseado a Christine de Chagny.
—Es una mujer hermosa, Señor, y soy un hombre, no lo olvides.
—No lo olvido. También yo lo fui. Puede ser muy duro. ¿Te confesaste y recibiste la absolución?
—Sí.
—Bien, los pensamientos no son más que pensamientos.
¿No hiciste nada más?
—No, Señor. Sólo pensamientos.
—Bien, en ese caso tal vez pueda seguir confiando un tiempo más en mi muchacho de la granja. ¿Qué me dices de tus temores inexplicados?
—Hay un hombre en esta ciudad, un hombre extraño. El día que llegamos, cuando estábamos en el puerto, alcé la vista y vi una figura en el techo de un almacén. Nos miraba. Llevaba una máscara. Ayer, Christine, el pequeño Pierre, un reportero local y yo fuimos a Coney Island. Christine entró en una parte del parque de atracciones conocida como la sala de los espejos. Anoche pidió que la confesara y me dijo…
—Creo que tienes permiso para decírmelo, pues estoy dentro de tu cabeza. Adelante.
—Me dijo que se había encontrado con él allí. Le describió. Debía de ser el mismo hombre, el que conoció hace años en París, un hombre atrozmente desfigurado, que se ha vuelto rico y poderoso en Nueva York.
—Le conozco. Se llama Erik. Su vida no ha sido fácil. Ahora adora a otro dios.
—No hay otros dioses, Señor.
—Bonita idea, pero hay muchos. Se trata de dioses creados por el hombre.
—Ah. ¿Cuál es el de él?
—Es el sirviente de Mammón, el dios de la codicia y el oro.
—Me gustaría conseguir que volviese a Tu camino.
—Tu actitud es muy loable. ¿Por qué?
—Al parecer, posee enormes riquezas.
—Joseph, se supone que estás en el negocio de las almas, no del oro. ¿Codicias su fortuna?
—No para mí, Señor. Para otra cosa.
—¿Para qué?
—Mientras he estado aquí, he paseado de noche por el distrito del Lower East Side, que apenas dista un kilómetro de esta catedral. Es un lugar horroroso, un infierno en la tierra. Hay pobreza, mugre, inmundicia, hedor y desesperación. De allí surgen todos los vicios y todos los crímenes. Los niños, de uno y otro sexo, se prostituyen…
—¿Acaso percibo cierto tono de censura en tu voz, Joseph, por permitir esas cosas?
—Yo no podría censurarte, Señor.
—Oh, no seas tan modesto. Estoy acostumbrado.
—Pero soy incapaz de comprenderlo.
—Intentaré explicártelo. Nunca concedí al hombre la garantía de la perfección, sólo la posibilidad. Eso fue todo. El hombre posee la elección y la posibilidad, pero no es esclavo de la coerción. He dejado que, en su libertad, escoja. Algunos intentan seguir el camino que señale. La mayoría prefiere obtener sus placeres ahora y aquí. Para muchos, eso significa infligir dolor a los demás con el fin de divertirse o enriquecerse. Se ha tomado nota, por supuesto, pero no va a cambiar.
—Pero ¿por qué, Señor, no puede ser el hombre una criatura mejor?
—Escucha, Joseph, si le tocara en la frente y le hiciera perfecto, ¿cómo sería la vida en la tierra? Desde luego, no habría tristeza ni alegría, lágrimas ni sonrisas, dolor ni alivio, esclavitud ni libertad, fracaso ni triunfo, grosería ni cortesía, intolerancia ni tolerancia, desesperación ni dicha, pecado ni redención. Crearía un paraíso de felicidad tediosa aquí en la tierra, lo cual convertiría mi paraíso celestial en algo más bien redundante. Y ésa no es la cuestión. Así que el hombre ha de poder elegir, hasta que le llame de vuelta a mi lado.
—Supongo que sí, Señor, pero me gustaría destinar a este Erik y sus riquezas a un servicio mejor.
—Tal vez lo consigas.
—Pero tiene que haber una llave.
—Siempre hay una llave.
—Yo no la veo, Señor.
—Has leído mis palabras. ¿Has asimilado algo?
—Muy poco, Señor. Ayúdame, te lo ruego.
—La llave es el amor, Joseph. La llave siempre es el amor.
—Pero él ama a Christine de Chagny.
—¿Y qué?
—¿Debo alentarla a romper sus votos matrimoniales?
—Yo no he dicho eso.
—Entonces no lo entiendo.
—Ya lo entenderás, Joseph, ya lo entenderás. A veces hace falta un poco de paciencia. ¿Así que ese Erik te asusta?
—Él no, Señor. Cuando le descubrí sobre el tejado, y más tarde vi su figura huir de la sala de los espejos, percibí una sensación de rabia en él, de desesperación, de dolor. Pero no de maldad. Fue el otro.
—Háblame de ese otro.
—Cuando llegamos al parque de atracciones de Coney Island, Christine y Pierre entraron en la juguetería con el maestro de ceremonias. Yo me quedé fuera para pasear un rato junto al mar. Cuando me reuní con ellos en la tienda, Pierre estaba con un joven que le enseñaba los juguetes mientras le susurraba algo al oído. Su cara era blanca como el hueso, sus ojos y su cabello negros, al igual que la levita que lucía. Creí que se trataba del encargado de la tienda, pero el maestro de ceremonias me dijo más tarde que nunca le había visto hasta aquella mañana.
—¿Y no te gustó, Joseph?
—Gustar no es la palabra, Señor. Había algo en él, un frío peor que el del mar. Tal vez sea mi imaginación de irlandés. Le rodeaba un aura de maldad que me impulsó a hacer Tu señal, Señor, guiado por el instinto. Me llevé al niño lejos de él, y me miró con un odio oscuro. Fue la primera vez que le vi ese día.
—¿Y la segunda?
—Estaba volviendo del carruaje donde había dejado al niño. Una media hora más tarde. Sabía que Christine había ido con el maestro de ceremonias a conocer una atracción llamada sala de los espejos. Se abrió una pequeña puerta situada en un lado del edificio, y el hombre salió corriendo. Pasó junto al reportero, que me precedía, y cuando pasó por mi lado para lanzarse dentro de un pequeño carruaje y desaparecer, se detuvo y me miró de nuevo. Fue igual que la primera vez. Sentí que la temperatura, ya de por sí fría, había bajado diez grados. Me estremecí. ¿Quién era? ¿Qué quiere?
—Creo que te refieres a Darius. ¿Deseas redimirle a él también?
—Creo que no podría.
—Tienes razón. Ha vendido su alma a Mammón, que es el dios del eterno sirviente del oro, hasta que venga a mí. Fue él quien guió a Erik hacia su propio dios. Darius, sin embargo, no alberga amor. Ésa es la diferencia.
—Pero ama el oro, Señor.
—No, adora el oro, lo que es muy distinto. Erik también adora el oro, pero en el fondo de su alma torturada conoció el amor una vez, y podría conocerlo de nuevo.
—Entonces ¿podría conquistarle?
—Joseph, ningún hombre que conozca el amor puro, a excepción del amor a sí mismo, está más allá de la redención.
—Pero al igual que Darius, este Erik sólo ama el oro, a él y a la mujer de otro. No lo entiendo, Señor.
—Te equivocas, Joseph. Aprecia el oro, se odia a sí mismo y ama a una mujer inaccesible. Ahora debo irme.
—Quédate un poquito más conmigo, Señor.
—No puedo. Ha estallado una guerra cruel en los Balcanes. Esta noche habrá que recibir a muchas almas.
—¿Dónde encontraré esta llave, la que hay más allá del oro, el egoísmo y la mujer inaccesible?
—Ya te lo he dicho, Joseph. Busca otro amor, más grande.