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EL DIARIO DE TAFFY JONES
Steeplechase Park, Coney Island,
1 de diciembre de 1906
El mío es un trabajo raro, y algunos dirán que indigno de un hombre medianamente inteligente y ambicioso. Por este motivo, he sentido a menudo la tentación de dejarlo y dedicarme a otra cosa. Sin embargo, no me he decidido a hacerlo en ningún momento de los nueve años que llevo en el Steeplechase Park.
En parte, es porque este empleo ofrece seguridad para mí y mi familia; los ingresos son excelentes y las condiciones de alojamiento muy confortables. Además, me ha llegado a gustar. Disfruto con las risas de los niños y la satisfacción de sus padres. Me complazco en la felicidad de aquellos que me rodean durante los meses de verano, y en contraste de la estación invernal, tranquila y plácida.
En lo referente a mis condiciones de alojamiento, no podrían ser más confortables para un hombre de mi posición. Mi primera vivienda es una cómoda casita situada en la respetable comunidad de clase media de Brighton Beach, que dista menos de dos kilómetros de mi centro de trabajo. Por añadidura, poseo una pequeña cabaña en el corazón del parque de atracciones, a la cual puedo retirarme a descansar de vez en cuando, incluso en temporada alta. En cuanto a mi salario, es generoso. Desde que hace tres años negocié una remuneración basada en un ínfimo porcentaje del dinero que se paga al entrar, he podido llevar a casa más de cien dólares a la semana.
Como soy un hombre de gustos modestos y poco propenso a la bebida, he sido capaz de ahorrar una buena parte de mis ingresos, de modo que algún día, dentro de no muchos años, podré retirarme de todo esto, cuando ya mis cinco hijos campen a sus anchas por este mundo. Entonces, cogeré a mi Blodwyn y encontraremos una pequeña granja, tal vez junto a un río o un lago, o incluso a la orilla del mar, donde podré pescar o trabajar la tierra, según se me antoje, e iré a la capilla el sábado y seré un firme pilar de la sociedad local. Por eso me quedo y hago mi trabajo, que casi todo el mundo alaba.
Porque yo soy el maestro de ceremonias oficial de Steeplechase Park. Lo cual significa que, con mis zapatos extralargos, mis abombados pantalones a cuadros, mi chaleco con las barras y estrellas y mi alto sombrero de copa me sitúo a la entrada del parque y doy la bienvenida a todos los visitantes. No sólo eso, sino que por mor de pobladas patillas, mi gran mostacho y una sonrisa la mar de simpática en la cara, atraigo a muchos que, de lo contrario pasarían de largo.
Utilizo mi megáfono y grito sin cesar: «Pasen y vea entren a divertirse, a disfrutar de emociones sin cuento, de cosas extrañas y maravillosas, entren, amigos, y se lo pasarán en grande…», y así sucesivamente. Me paseo de un lado a otro de la puerta, saludo y recibo con alegría a las muchachas, vestidas con sus mejores galas veraniegas, y a los jóvenes que intentan impresionarlas con sus chaquetas a rayas y sus sombreros de paja, y a las familias y a sus hijos, ansiosos por visitar las numerosas y especiales diversiones que les aguardan, en cuanto hayan convencido a sus padres de que aflojen la pasta. Y la aflojan, dejan sus centavos y dólares en las taquillas, y de cada cincuenta centavos uno es mío.
Es un trabajo circunscrito a los veranos, por supuesto, desde abril a octubre, cuando llegan los primeros vientos procedentes del Atlántico y cerramos.
Entonces, cuelgo el atavío de maestro de ceremonias en el armario ropero y abandono el acento irlandés que tanto gusta a los visitantes, porque nací en Brooklyn y nunca he visto la tierra de mis padres y de mis abuelos. Entonces, voy trabajar vestido de persona normal y superviso el programa de invierno, cuando todas las atracciones y casetas están desmanteladas y almacenadas, cuando se supervisa y lubrica la maquinaria, se sustituyen las piezas averiadas, se lija, pinta o barniza la madera, se vuelven a dorar los caballos de los tiovivos y se cosen las lonas rotas. Cuando llega abril, todo está listo para que las puertas se abran con los primeros días soleados y calurosos.
Es por eso por lo que recibí con cierto asombro, hace dos días, una carta del señor George Tilyou en persona, el caballero propietario del parque. Fue el hombre que tuvo la idea, junto con un socio de cuya existencia sólo se sabe por rumores y a quien nadie ha visto jamás, al menos por aquí. Fue gracias a la energía y la visión del señor Tilyou que todo esto nació hace nueve años, y desde entonces el parque le ha convertido en un hombre muy rico.
Un mensajero especial me entregó su carta, que era muy urgente. Explicaba que, al día siguiente, es decir, ayer, un grupo haría una visita privada y exclusiva al parque. Sabía que las atracciones y los tiovivos no podrían funcionar a tiempo, pero subrayaba que la juguetería debería estar abierta y atendida, así como la sala de los espejos. Esta carta me condujo hasta el día más extraño que he vivido en el Steeplechase Park.
Las instrucciones del señor Tilyou referentes a la juguetería y a la sala de los espejos me han puesto en un aprieto, porque todo el personal de esas secciones está de vacaciones y me ha sido imposible contactar con ellos.
Y tampoco es fácil sustituirles. Los juguetes mecánicos de la tienda, la especialidad del lugar, no sólo son los más sofisticados de Estados Unidos, sino que son muy complicados. Hace falta un verdadero experto para entenderlos y explicar su funcionamiento a los chavales que vienen a curiosear, investigar y comprar. Yo no soy ese experto, desde luego. Sólo podía confiar en que todo marchara sobre ruedas… O eso pensaba.
Hace un frío espantoso en invierno, pero llevé estufas de queroseno para calentar la tienda la noche anterior a la visita a fin de que por la mañana estuviera tan confortable como en un día de pleno verano. A continuación, quité las fundas de tela de los estantes, revelando así hileras de soldados, tamborileros, bailarines, acróbatas y animales que cantaban, bailaban y tocaban. Fue lo único que pude hacer. Ya eran las ocho de la mañana, y me puse a esperar al grupo. Entonces, ocurrió algo muy extraño.
Di media vuelta y descubrí que un joven me estaba mirando. No sé cómo entró, y cuando me disponía a decirle que la tienda estaba cerrada, se ofreció a asumir la responsabilidad de la juguetería. ¿Cómo sabía que llegaban visitantes? No lo dijo. Sólo explicó que había trabajado allí en una ocasión y que entendía la mecánica de todos los juguetes. Bien, como el responsable habitual no estaba a mano, no tuve otro remedio que aceptar. No se parecía en nada al encargado, siempre jovial y simpático con los niños. Tenía un rostro pálido como el hueso, pelo y ojos negros, y llevaba un abrigo negro. Le pregunté cómo se llamaba. Pensó un segundo y dijo: «Malta». Así le llamé hasta que se fue, o mejor dicho, desapareció. Pero eso fue más tarde.
La sala de los espejos era otra cuestión. Es un lugar asombroso, y si bien, fuera de horas de trabajo, he estado allí, jamás he sido capaz de comprender cómo funciona. Quien la diseñó debió de ser una especie de genio. Todos los visitantes, después del recorrido ritual por las salas de espejos que no cesan de cambiar, han salido convencidos de haber visto cosas que no podían ver y de no haber visto cosas que estaban allí. No es una sala sólo de espejos, sino también de ilusión. Por si alguien, dentro de algunos años, lee este diario y alberga cierto interés por saber cómo era Coney Island, voy a intentar explicar en qué consiste la sala de los espejos.
Desde fuera parece un sencillo edificio cuadrado de poca altura, con una sola puerta para entrar y salir. Una vez en su interior, el visitante ve un pasillo que corre a izquierda y derecha. Da igual qué camino elija. Ambas paredes del pasillo están forradas de espejos, y el pasillo mide exactamente ciento veinte centímetros de anchura. Este dato es importante, porque la pared interior no es ininterrumpida, sino que está compuesta de paneles verticales de espejo que miden doscientos cuarenta centímetros de anchura y doscientos diez de alto. Cada panel está montado sobre un eje vertical, de modo que cuando se acciona uno mediante un mando oculto, la mitad bloquea por completo el pasillo, pero deja al descubierto un nuevo pasillo que conduce al corazón del edificio.
El visitante no tiene otra alternativa que seguir este nuevo pasillo, el cual, cuando los paneles giran por medio de un mando secreto, se convierte en más y más pasillos, pequeñas salas de espejos que aparecen y desaparecen. Y la cosa empeora. Porque más cerca del centro, muchos de los paneles de doscientos cuarenta centímetros de anchura no sólo giran alrededor de un eje, sino que descansan sobre discos de doscientos cuarenta centímetros de diámetro que también giran. Un visitante que estuviera parado sobre un disco semicircular, aunque invisible, dando la espalda a un espejo, podría descubrir que había girado noventa, ciento ochenta o doscientos setenta grados. Cree que él está quieto y que sólo los espejos giran, pero otras personas aparecen y desaparecen ante sus ojos, pequeñas salas surgen y desaparecen. Se dirige a un desconocido que se materializa delante de él, antes de caer en la cuenta de que está hablando a la imagen de alguien que hay detrás de él o a su lado.
Maridos y mujeres, novios y novias quedan separados en segundos, avanzan a duras penas para reunirse…, pero con alguien diferente. Gritos de miedo y carcajadas resuenan en la sala cuando una docena de parejas jóvenes han entrado juntas.
Todo esto lo controla el Hombre de los Espejos, único que sabe cómo funciona. Se sienta en una cabina elevada sobre la puerta y, si alza la vista, ve un espejo en el techo, ladeado de forma que le permite dominar toda la planta, de manera que con la ayuda de una serie de palancas puede crear y destruir pasillos, salas e ilusiones. Mi problema consistía en que el señor Tilyou había insistido en que la ilustre visitante debía conocer, como fuera, la sala de los espejos, pero el Hombre de los Espejos estaba de vacaciones y no podía ponerme en contacto con él.
Tuve que procurar entender los controles para manipularlos y entretener a la dama, y con este propósito pasé la mitad de la noche dentro del edificio con una lámpara de parafina, probando y experimentando con las palancas hasta estar seguro de que era capaz de guiar a la buena señora durante una veloz visita, y mostrarle el camino de salida cuando pidiera a gritos que la sacasen de allí. Porque como todas las salas de espejos carecen de techo, las voces se oyen con mucha claridad.
Ayer, a las nueve de la mañana, después de tomar todas las medidas pertinentes, estaba esperando a los invitados del señor Tilyou. Llegaron poco antes de las diez. Apenas había tráfico en Surf Avenue, y cuando vi la elegante berlina que dejaba atrás las oficinas de Brooklyn Eagle, la entrada al Luna Park y al Dreamland, y avanzaba hacia mi por la avenida, supuse que debían de ser ellos, porque la berlina era el vehículo de colores a la moda que espera ante el hotel Manhattan Beach a los pasajeros que bajan del tren elevado del puente de Brooklyn, aunque en diciembre hay muy pocos.
Cuando se acercó y el cochero tiró de las riendas de los dos caballos, avancé megáfono en ristre.
—Bienvenidos, bienvenidos, damas y caballeros, al primer y mejor parque de atracciones de Coney Island, el Steeplechase —grité, y los caballos me miraron como si estuviera loco, vestido de aquella manera a finales de noviembre.
La primera persona en bajar del carruaje fue un joven que resultó ser un reportero del New York American, uno de esos periodicuchos de Hearst. Muy ufano, parecía el guía de Nueva York de la visitante, A continuación salió una dama hermosísima, una verdadera aristócrata (oh, sí, eso siempre se sabe), a quien el reportero presentó como la vizcondesa de Chagny y una de las mejores cantantes de ópera del mundo. No hacía falta que me lo dijera, porque, al ser un hombre de cierta educación, incluso autodidacta, leo el New York Times. Sólo entonces comprendí por qué el señor Tilyou deseaba satisfacer los caprichos de aquella dama. Puso un pie en la acera, resbaladiza a causa de la lluvia, apoyada en el brazo del reportero. Bajé el megáfono (no hacía falta utilizarlo), hice una reverencia y le di la bienvenida a mis dominios. Reaccionó con una sonrisa que hubiera fundido el corazón de piedra de Cader Idris y contestó, con un delicioso acento francés, que lamentaba haber interrumpido mi hibernación.
—Su seguro servidor, señora —contesté, para demostrar que, detrás de mi atavío de maestro de ceremonias, sabía cómo debía hablar a la gente como ella.
A continuación, apareció un muchacho de doce o trece años, un crío guapo, francés como su madre, pero que hablaba un inglés excelente. Aferraba un mono de juguete, y vi enseguida que éste debía de proceder de nuestra tienda, la única de Nueva York que los vende. Por un instante experimenté cierta preocupación. ¿Se había roto? ¿Habían venido a quejarse?
El origen del buen inglés del chico emergió por fin, en forma de robusto sacerdote irlandés, vestido con sotana y sombrero de ala ancha.
—Buenos días, señor maestro de ceremonias —dijo—. Y frías, para haberle sacado de la cama.
—Pero no lo suficiente para enfriar un buen corazón irlandés —apostillé para no quedarme atrás, porque como hombre que iba al templo no me relacionaba con curas papistas. El hombre echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada estentórea, de lo cual deduje que, al fin y al cabo, debía de ser un buen tipo. Fue así, de buen humor, que guié al grupo de cuatro a través de las puertas y en dirección a la juguetería, porque estaba claro que eso era lo que querían ver.
Gracias a las estufas hacía un calor muy agradable dentro, y el señor Malta estaba esperando para recibirles. El muchacho, cuyo nombre era Pierre, se quedó fascinado al instante por los numerosos estantes llenos de bailarinas, soldados, músicos, payasos y animales mecánicos, que constituyen la gloria de la juguetería del Steeplechase, y no se encuentran en ningún otro lugar de la ciudad ni, tal vez, del país. Corría por los pasillos y pedía que se los enseñaran todos. Pero su madre sólo estaba interesada en los monos que tocaban música.
Los encontramos en un estante de la parte posterior, y al instante pidió al señor Malta que les diera cuerda.
—¿A todos? —preguntó él.
—Uno tras otro —respondió la mujer con firmeza.
Así se hizo. Se dio cuerda a los monos, uno tras otro, y éstos empezaron a tocar sus platillos y a desgranar su canción, Yankee Doodle Dandy; siempre era la misma. Yo estaba perplejo. ¿Acaso quería cambiarla por otro? ¿No sonaban todos igual? Entonces hizo una seña a su hijo, que sacó una navaja, provista además de un destornillador. Malta y yo miramos estupefactos, mientras el chico levantaba un trozo de tela de la espalda del primer mono, abría un pequeño panel y metía la mano dentro. Sacó un disco del tamaño de un dólar, le dio la vuelta y volvió a colocarlo dentro del muñeco. Yo enarqué las cejas, y Malta me imitó. El mono se puso a tocar, esta vez música dixie. Por supuesto, una canción para el Norte y otra para el Sur.
Puso nuevamente el disco en su posición original y dio cuerda al segundo mono. El resultado fue el mismo. Al cabo de diez muñecos, su madre le indicó que parara. Malta empezó a colocar los juguetes en su sitio. Estaba claro que ni siquiera él sabía que había dos canciones dentro de los monos. La vizcondesa estaba muy pálida.
—Él ha estado aquí —dijo a nadie en particular. Después, dirigiéndose a mí, preguntó—: ¿Quién ha diseñado y fabricado estos monos mecánicos?
Me encogí de hombros para expresar mi ignorancia.
Entonces Malta dijo:
—Todos son obra de una pequeña fábrica de Nueva Jersey, pero los hacen bajo licencia y diseños patentados.
En cuanto a quién los diseñó, lo ignoro.
—¿Ha visto alguno de ustedes dos a un hombre extraño por aquí? —Inquirió la dama—. Me refiero a un hombre con sombrero de ala ancha, que lleva la cara cubierta con una máscara.
Advertí que, a mi lado, el señor Malta se ponía tieso como un hueso. Le miré, pero su rostro no expresaba la menor emoción. Negué con la cabeza y le expliqué que en los parques de atracciones había muchas máscaras: máscaras de payaso, máscaras de monstruo, máscaras de Halloween. Pero ¿un hombre que llevara siempre una máscara para cubrirse el rostro? No, nunca. Entonces la mujer suspiró, se encogió de hombros y paseó por los pasillos para echar un vistazo a los demás juguetes a la venta.
Malta llamó al muchacho y se lo llevó en dirección contraría, en teoría para enseñarle una vitrina de soldados mecánicos pero yo empezaba a albergar mis dudas sobre aquel joven tan frío, de modo que les seguí, aunque a una distancia prudencial. Para mi sorpresa e irritación, mi inesperado misterioso ayudante empezó a interrogar al niño, que contestó con toda inocencia.
—¿Para qué ha venido tu mamá a Nueva York? —pregunto Malta.
—Para cantar en el teatro de la Ópera, señor.
—Claro. ¿No existe ningún otro motivo? ¿No va a encontrarse con nadie en concreto?
—No, señor.
—¿Por qué está tan interesada en esos monos que tocan canciones?
—Sólo en un mono, señor, y en una canción. Es el que sostiene en las manos. Ningún otro mono toca la canción que ella busca.
—Qué lástima. ¿Tu papá no ha venido?
—No, señor. Papá tuvo que aplazar el viaje. Llegará por mar mañana.
—Excelente. ¿Es tu verdadero padre?
—Por supuesto. Está casado con mamá y yo soy su hijo.
En ese momento pensé que el descaro ya había llegado demasiado lejos, y me disponía a intervenir cuando algo extraño sucedió. La puerta se abrió, entró una ráfaga de aire frio procedente del mar, y en el umbral se dibujó la forma corpulenta del sacerdote, al que llamaban padre Kilfoyle. Al sentir el aire helado, Pierre y el señor Malta se asomaron por la esquina de una estantería. El sacerdote y el hombre pálido, separados por unos diez metros de distancia, se miraron. Al punto, el cura levantó la mano derecha e hizo la señal de la cruz sobre su frente y su pecho. Como buen protestante, no comulgo con estas cosas, pero sé que cuando los católicos hacen eso buscan la protección del Señor.
Entonces el cura dijo:
—Ven aquí, Pierre.
Extendió la mano sin apartar la mirada del señor Malta.
El claro enfrentamiento entre ambos hombres, que iba a ser el primero de los dos de aquel día, había enfriado tanto la atmósfera como el viento, así que intenté recuperar el buen humor de una hora antes.
—Eminencia —dije—, el orgullo y la alegría de este parque es la sala de los espejos, una maravilla del mundo, Permítame que se la enseñe, lo reanimará. Maese Pierre se divertirá con los demás juguetes, pues ya ve que está encantadísimo, como todos los jóvenes que visitan este lugar.
La mujer parecía indecisa, y recordé con cierta inquietud que en su carta el señor Tilyou había insistido en que debía ver los espejos, aunque yo no entendía por qué. Miró al irlandés, que asintió y dijo:
—Claro, vaya a ver la maravilla del mundo. Yo cuidaré de Pierre: tenemos tiempo suficiente. Los ensayos no empiezan hasta después de comer.
Ella asintió y vino conmigo.
Si el episodio de la juguetería fue extraño, con el chaval y su madre buscando una canción que ninguno de los monos tocaba, lo que siguió fue de lo más peculiar, y explica por qué me ha costado tanto describir con exactitud lo que vi y oí aquel día.
Entramos en la sala juntos por la única puerta que hay, y la mujer vio el pasillo. Le pregunté en qué dirección quería ir. Se encogió de hombros, esbozó una sonrisa encantadora y giró a la derecha. Yo subí a la cabina de control y miré por el espejo suspendido sobre mi cabeza. Vi que había llegado a la mitad de una de las paredes laterales. Moví una palanca para hacer girar un espejo y dirigirla hacia el centro. No pasó nada. Probé de nuevo. Nada. Los controles no funcionaban. Vi que seguía avanzando entre las paredes de espejos del pasillo exterior. Entonces, un espejo giro por sí solo, bloqueó su camino y la obligó a caminar hacia el centro. Yo no había movido nada. Los controles no funcionaban, y por su propio bien debía dejar salir a la señora antes de que quedara atrapada. Accioné las palancas con la intención de crear un pasillo recto en dirección a la puerta. No ocurrió nada, pero los espejos del laberinto estaban moviéndose como si los controlase otra persona. Vi veinte imágenes de la mujer a medida que más y más espejos iban girando, pero ya no sabía diferenciar la persona real de su imagen.
De pronto, la mujer se detuvo, atrapada en una pequeña habitación central. Se produjo un movimiento en otra pared de la habitación, y distinguí el remolineo de una capa, reproducido veinte veces, justo antes de que se desvaneciera. Pero no se trataba de la capa de la señora, porque era negra, y la de ella era de terciopelo color ciruela. Vi que abría desmesuradamente los ojos y se llevaba la mano a la boca y miraba algo o a alguien que daba la espalda al panel de espejo, pero se encontraba en el único ángulo muerto que mi espejo no podía abarcar. Entonces ella dijo: «Ah, eres tú». Comprendí que, de alguna manera, otra persona no sólo había entrado en la sala, sino que había descubierto el camino que conducía al centro del laberinto sin que yo le observara. Era imposible, hasta que reparé en que el espejo inclinado sobre mi cabeza había sido manipulado por la noche para que sólo abarcara la mitad de la sala. La otra mitad estaba fuera de mi ángulo de visión. Podía verla a ella, pero no al fantasma, o lo que fuera, con quien hablaba. Y podía oírles, así que he intentado recordar y anotar con exactitud lo que dijeron.
Había algo más. Aquella francesa rica, famosa, dotada de talento y serena, estaba temblando. Intuí su miedo, pero era un miedo mezclado con una aterrada fascinación. Como demostró la conversación posterior, había topado con alguien de su pasado, alguien de quien creía haberse librado, alguien que en otro tiempo la había aprisionado en una red… ¿de qué? De miedo, sí, eso se palpaba en el ambiente. ¿De amor? Tal vez, pero mucho tiempo atras. Y de temor reverente. Fuera quien fuera, o quien hubiese sido, ella aún sentía un temor reverencial por su poder y personalidad. La vi estremecerse varias veces, pero él no la amenazó en ningún momento. Esto es lo que dijeron:
ÉL: Por supuesto. ¿Esperabas a otro?
ELLA: Después del mono, no. Oír Masquerade otra vez… Ha pasado mucho tiempo.
ÉL: Trece largos años. ¿Has pensado en mí?
ELLA: Por supuesto, mi maestro de música. Pero pensé…
ÉL: ¿Qué había muerto? No, Christine, amor mío, no.
ELLA: ¿Amor mío? ¿Todavía…?
ÉL: Siempre y para siempre, hasta que muera. En espíritu, aún eres mía, Christine. Creé a la estrella del canto, pero no supe conservarla.
ELLA: Cuando desapareciste, pensé que te habías ido para siempre. Me casé con Raoul…
ÉL: Lo sé. He seguido cada uno de tus pasos, cada movimiento, cada triunfo.
ELLA: ¿Ha sido duro para ti, Erik?
ÉL: Bastante. Mi camino siempre ha sido mucho más duro de lo que llegarás a sospechar jamás.
ELLA: ¿Tú me has traído aquí? ¿El teatro de la Ópera es tuyo?
ÉL: Sí. Todo mío, y más, mucho más. Soy lo bastante rico para comprar media Francia.
ELLA: ¿Por qué, Erik? ¿No podías dejarme en paz? ¿Qué quieres de mí?
ÉL: Quédate conmigo.
ELLA: No puedo.
ÉL: Quédate conmigo, Christine. Los tiempos han cambiado. Puedo ofrecerte todos los teatros líricos del mundo. Todo lo que quieras pedir.
ELLA: No puedo. Amo a Raoul. Intenta aceptarlo. Recuerdo con gratitud todo cuanto has hecho por mí, pero mi corazón pertenece a otro hombre, y siempre será así. ¿No puedes comprenderlo? ¿No puedes aceptarlo?
En ese momento se produjo una larga pausa, como si el pretendiente rechazado estuviera intentando recuperarse de su dolor. Cuando volvió a hablar, le temblaba la voz.
ÉL: Muy bien. Debo aceptarlo. ¿Por qué no? Me han roto el corazón tantas veces… Pero hay una cosa más. Deja que mi hijo se quede conmigo.
ELLA: ¿Tu… hijo?
ÉL: Mi hijo, nuestro hijo, Pierre.
La mujer, a la que aún podía ver, reflejada una docena veces, se puso pálida como una sábana y se cubrió el rostro con las manos. Pareció perder el equilibrio, y temí fuera a desmayarse. Yo estaba a punto de gritar, pero la voz se negó a salir de mi garganta. Era testigo mudo e impotente de algo que no alcanzaba a comprender. Por fin, apartó las manos y susurró:
ELLA: ¿Quién te lo dijo?
ÉL: La señora Giry.
ELLA: ¿Por qué lo hizo, por qué?
ÉL: Estaba a punto de morir. Quería revelarme el secreto oculto durante tantos años.
ELLA: Te mintió.
ÉL: No. Atendió a Raoul después de que disparasen sobre él en el callejón.
ELLA: Es un hombre bueno y amable. Me ha querido y ha criado a Pierre como si fuera suyo. Pierre no lo sabe.
ÉL: Raoul lo sabe. Tú lo sabes. Yo lo sé. Quiero a mi hijo.
ELLA: No puedo, Erik. Pronto cumplirá trece años. Dentro de cinco, será mayor de edad. Entonces se lo diré. Te doy mi palabra, Erik. El día de su decimoctavo aniversario. Aún no está preparado. Todavía me necesita. Cuando se lo diga, él elegirá.
ÉL: ¿Me das tu palabra, Christine? Si espero cinco años…
ELLA: Tendrás a tu hijo. Dentro de cinco años. Si sabes ganártelo.
ÉL: Entonces esperaré. He esperado tanto tiempo por una diminuta fracción de la felicidad de que la mayoría de los hombres disfrutan sobre las rodillas de su padres… Cinco años más… Esperaré.
ELLA: Gracias, Erik. Dentro de tres días volveré a cantar para ti. ¿Estarás allí?
ÉL: Por supuesto. Más cerca de lo que crees.
ELLA: Entonces cantaré para ti como nunca lo he hecho.
En ese momento vi algo que casi me lanzó fuera de la cabina de control. De alguna forma, un segundo hombre había logrado introducirse en la sala. Nunca sabré cómo lo hizo, pero no fue por la única puerta que yo conocía estaba justo debajo de mí y no había sido usada. Debió de deslizarse por la entrada secreta cuya existencia sólo conocía el diseñador del edificio, y que nunca había sido revelada a nadie más. Al principio, pensé que estaba viendo un reflejo del que hablaba, pero recordé el remolineo de la capa y esta figura, aunque también vestida de negro, no llevaba capa, sino una ceñida levita negra. Se hallaba en uno de los pasillos interiores, y observé que estaba agachado, con el oído aplicado a la rendija que separaba los dos espejos que había junto a él. Al otro lado de la rendija estaba la sala de espejos interior donde la dama y su examante habían estado hablando.
Fue como si sintiera mis ojos clavados en él, porque se volvió de repente, miró alrededor y alzó la vista. El espejo de observación ladeado nos reveló mutuamente. Su cabello era tan negro como la levita, y su cara tan blanca como la camisa que llevaba. Era el miserable que se hacía llamar Malta. Dos ojos penetrantes me taladraron por un segundo, y entonces huyó por los mismos pasillos que los demás encontraban tan desconcertantes. Bajé de la cabina al punto y, en un intento por detenerle, salí del edificio y lo rodeé a toda prisa. Me llevaba una buena ventaja, tras haber escapado por su salida secreta, y corría hacia la puerta. Mis botas de maestro de ceremonias me impedían correr.
Tuve que conformarme con mirar. Había un segundo carruaje cerca de la puerta, una calesa cubierta, y a ella se dirigió la figura negra. Subió de un salto, cerró la portezuela y el coche se puso en marcha. Era particular, sin la menor duda, porque ésos no se alquilan en Coney Island.
Pero antes de llegar, tuvo que pasar ante dos personas. La más cercana a la sala de los espejos era el joven reportero, y cuando la figura enfundada en la levita negra pasó por su lado, soltó un grito que no entendí, pues el viento se llevó el sonido. El reportero levantó la vista, sorprendido, pero no hizo nada por detener al hombre.
Justo delante de la entrada se erguía la figura del sacerdote, que había encerrado a Pierre en el interior del carruaje y volvía en busca de su patrona. Vi que el fugitivo se paraba en seco por un segundo y miraba al cura, que le sostuvo la mirada, y después continuó corriendo hacia su coche.
Yo ya tenía los nervios completamente destrozados. La extraña búsqueda entre los monos mecánicos, a la caza de una canción que ninguno tocaba, el aún más extraño comportamiento del hombre que se hacía llamar Malta al interrogar al niño, la confrontación preñada de odio entre Malta y el sacerdote católico, y después la catástrofe de la sala de los espejos, con todas las palancas fuera de mi control, las terribles confesiones que había oído de labios de la prima donna y del hombre que, en otro tiempo, había sido su amante y era padre de su hijo, y al final descubrir a Malta espiándoles…, todo era demasiado. En mi perplejidad, olvidé por completo que la pobre señora de Chagny seguía atrapada en el interior del laberinto de espejos.
Cuando lo recordé, corrí a liberarla. Como por milagro, todos los controles volvieron a funcionar, y no tardó en salir, pálida y serena, como debía ser. Me dio las gracias con mucha educación por las molestias que me había tomado, dejó una propina generosa y subió a la berlina con el reportero, el cura y su hijo. Yo la acompañé hasta la puerta del parque.
Cuando volví a la sala de los espejos por última vez, me llevé el susto de mi vida. Había un hombre de pie al amparo del edificio, mirando el carruaje que se llevaba a su hijo. Era el mismo, no cabía duda. La capa que se agitaba a sus espaldas le delató. Era el otro protagonista de los extraños acontecimientos que habían sucedido dentro del laberinto. Pero fue su cara lo que heló la sangre en mis venas. Era una cara destrozada, cubierta en sus tres cuartas partes por una mascara pálida, y detrás de la máscara unos ojos que ardían de ira. Se trataba, sin duda, de un hombre frustrado, poco acostumbrado a los fracasos, y que había llegado a ser peligroso. No pareció oírme, porque murmuró algo como si gruñera.
—Cinco años —le oí decir—. Cinco años. Ni hablar. Es mío y se quedará conmigo.
Se volvió y desapareció, abriéndose camino entre dos casetas y un tiovivo. Más tarde, encontré un punto de la valla que da a Surf Avenue del que habían quitado tres estacas. No le vi hacerlo, y nunca volví a saber del espía.
Más tarde medité acerca de qué hacer. ¿Debía avisar a la vizcondesa de que el extraño hombre no parecía dispuesto a esperar cinco años para recuperar a su hijo? ¿Se calmaría, quizá, cuando su cólera se apaciguara? Se trataba de un conflicto familiar, que sin duda acabaría por resolverse. Eso me dije, pero no en vano corre sangre celta por mis venas, mientras escribo las cosas que vi y oí ayer, pende sobre mí un horrible presentimiento.