10. El júbilo de Erik Muhlheim

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El júbilo de Erik Muhlheim

Azotea de la torre E. M.,

Park Row, Manhattan,

29 de noviembre de 1906

La he visto. Al cabo de tantos años he vuelto a verla, y mi corazón ha estado a punto de estallar. Me subí a lo alto del almacén, cerca del muelle, y la vi en el puerto. Hasta que percibí el destello de la luz sobre la lente de un telescopio y tuve que huir.

Me mezclé entre la multitud que aguardaba y, por suerte, hacía tanto frío que nadie reparó en un hombre que llevaba la cara tapada con una bufanda de lana. Así logré acercarme a la berlina, ver su rostro adorado a escasos metros de distancia y deslizar mi vieja capa en las manos de un periodista imbécil que sólo pensaba en su entrevista.

Estaba tan hermosa como siempre. La cintura de avispa, la cascada de pelo contenida bajo su gorro cosaco, el rostro y la sonrisa capaces de derretir un bloque de hielo.

¿Obré bien? ¿Obré bien al volver a abrir las viejas heridas, al obligarme a sangrar otra vez, como en aquel sótano, hace doce largos años? ¿He sido imprudente al traerla aquí, cuando estos últimos años casi habían curado el dolor?

La amé entonces, en aquella espantosa época en París, más que a la vida misma. El primero, el último y el único amor que he conocido y conoceré jamás. Cuando ella me rechazó en aquel sótano por su joven vizconde, estuve a punto de matarlos a los dos. La rabia se apoderó de mí, aquella ira que siempre ha sido mi única compañía, el amigo verdadero que nunca me ha decepcionado, aquella furia contra Dios y todos los ángeles, por no haberme concedido un rostro humano como a los demás, como a Raoul de Chagny. Un rostro para sonreír y complacer. En cambio, me dio esta máscara horrorosa que me condena eternamente al aislamiento y el rechazo.

Y no obstante, pensé, pobre y estúpido desgraciado, que ella podría quererme un poco, después de lo sucedido entre nosotros en aquella hora de locura, mientras las turbas vengativas bajaban a lincharme.

Cuando conocí mi destino, les dejé vivir, y de buen grado. Pero ¿por qué he hecho esto ahora? Sólo puede depararme más dolor y rechazo, asco, desprecio y repugnancia.

Es la carta, por supuesto.

Oh, señora Giry, ¿qué debo pensar de ti ahora? Fuiste la única persona que me trató con bondad, la única que no escupió sobre mí o huyó aterrorizada ante la contemplación de mi cara. ¿Por qué esperaste tanto? ¿Debo agradecerte que en las horas postreras me hayas enviado la noticia que cambiará mi vida de nuevo, o culparte por ocultármelo durante los últimos doce años? Podría estar muerto, nunca me habría enterado. Pero no lo estoy, y ahora lo sé. Por eso asumo este riesgo demencial.

Para traerla aquí, para verla otra vez, para sufrir otra vez, para pedir otra vez, para suplicar otra vez… ¿y nuevamente rechazado? Lo más probable. Y sin embargo y sin embargo…

La tengo aquí, memorizada palabra por palabra. Leída y releída presa de la mayor incredulidad, hasta que el sudor de los dedos ha manchado las páginas y las manos temblorosas las han arrugado. Fechada en París, a finales de septiembre, Justo antes de que murieras…

Mi querido Erik:

Cuando recibas esta carta, si es que alguna vez llega a tus manos, ya me habré ido del mundo a otro lugar. Dudé mucho antes de decidirme a escribir estas líneas, y sólo lo hice porque pensé que tú, que has conocido tanta desdicha, deberías conocer la verdad al fin, y que no podría ir al encuentro de mi Creador sabiendo que, a la postre, te había engañado.

Ignoro si la noticia aquí contenida te aportará alegría o sólo desdicha; no obstante, ésta es la verdad de unos acontecimientos muy cercanos a ti, pero de los cuales no podías saber nada, ni entonces ni ahora. Sólo yo, Christine de Chagny y mi marido Raoul estamos al corriente de la verdad, y debo rogarte que la administres con bondad y prudencia…

Tres años después de que encontrara a un pobre desgraciado de dieciséis años encadenado en una jaula, en Neuilly, conocí al segundo de aquellos jóvenes a los que, más tarde, llegué a llamar mis hijos. Fue por accidente, un trágico y espantoso accidente.

Sucedió una noche de invierno de 1885. La representación ya había terminado, las chicas se habían retirado a sus casas, el enorme edificio había cerrado sus puertas y yo caminaba sola por las calles oscuras en dirección a mi apartamento. Me interné por un atajo, estrecho, adoquinado y negro. Sin que yo lo supiera, había otras personas en aquella callejuela. Más adelante, una criada, que había finalizado sus tareas a una hora avanzada en una casa cercana, trotaba atemorizada hacia el brillante boulevard que se abría unos metros más allá. En un portal, un joven de apenas dieciséis años, como averigüé más tarde, estaba despidiéndose de unos amigos con quienes había pasado la velada.

De las sombras surgió un rufián, un asaltante de los que suelen merodear por las callejas apartadas para robar la cartera a los viandantes desprevenidos. Jamás sabré por qué eligió a aquella criadita. No debía de llevar más de cinco sous encima. Vi que el rufián salía de las sombras y la agarraba con fuerza por el cuello para impedir que chillara, mientras intentaba arrebatarle el bolso. «Déjala en paz, bruto —grité—. Au secours».

El ruido de botas masculinas pasó por mi lado, distinguí un uniforme y a un joven que se había arrojado sobre el asaltante. Ambos rodaron por el suelo. La midinette gritó y corrió hacia las luces del boulevard como alma que lleva el diablo. Nunca volví a verla. El carterista se soltó del joven oficial, se puso en pie y huyó. El oficial le persiguió. Entonces, vi que el rufián se volvía, sacaba algo del bolsillo y apuntaba con él a su perseguidor. Se produjo un estallido y un destello cuando disparó. Después, desapareció por una arcada en los patios que había detrás.

Corrí hacia el hombre caído y comprobé que era poco más que un niño, con el uniforme de cadete de la Éco e Militaire. Su rostro hermoso estaba blanco como el mármol, y sangraba profusamente de una herida de bala en el bajo vientre. Desgarré mi enagua para detener la hemorragia y grité, hasta que alguien miró desde arriba y preguntó qué pasaba. Le rogué que corriera al boulevard y parara un taxi con urgencia; así lo hizo, sin cambiarse el camisón siquiera.

El hospital general estaba muy lejos, pero no así el hospital Saint-Lazare, de modo que fuimos a éste. Había un médico joven de guardia, pero cuando vio la herida y conoció la identidad del cadete, hijo de una muy noble familia de Normandía, envió a un portero a toda prisa en busca de un eminente cirujano que vivía cerca. Ya no podía hacer más por el muchacho, de forma que volví a casa.

Pero recé para que viviera, y por la mañana, como era domingo y no iba a trabajar al teatro de la Ópera, me dejé caer por el hospital. Las autoridades ya habían dado aviso a la familia del muchacho, y cuando vio que me acercaba, el cirujano que estaba de guardia, debió de confundirme con la madre del cadete cuando pregunté por él mencionando su nombre. Con expresión grave, el médico me pidió que le acompañara a su despacho particular. Allí, me informó de la horrible noticia.

El paciente viviría, dijo, pero el daño causado por la bala y su extracción había sido terrible. Vasos sanguíneos fundamentales de la ingle y del bajo vientre habían quedado destrozados sin remedio. No había tenido más elección que suturarlos. Yo seguía sin comprender, pero después entendí a qué se refería, y le interrogué sin rodeos. El hombre asintió con solemnidad.

—Estoy desolado —dijo—. Una vida tan joven, un chico tan guapo, y ahora sólo es medio hombre. Temo que nunca podrá tener hijos.

—¿Se refiere a que la bala le ha castrado? —pregunté.

El médico negó con la cabeza.

—Hasta eso habría sido misericordioso, porque no habría experimentado deseos hacia ninguna mujer. No; sentirá toda la pasión, el amor, el deseo que siente cualquier hombre joven, pero la destrucción de esos vasos sanguíneos vitales significa que…

—Ya no soy una niña, monsieur le docteur —dije, con la esperanza de ahorrarle aquel sofoco, pero sabía muy bien lo que se avecinaba.

—Señora, debo decirle que jamás podrá consumar ninguna unión con una mujer, y así engendrar un hijo.

—¿Nunca podrá casarse? —pregunté.

El cirujano se encogió de hombros.

—La mujer que aceptara esa unión, sin la menor dimensión física, sería una santa o tendría poderosos motivos para hacerlo —dijo—. Lo siento muchísimo. Si no hubiese obrado del modo en que lo hice, la hemorragia habría acabado con su vida.

Yo apenas podía contener las lágrimas. Se me antojaba imposible que un monstruo tan repugnante pudiera infligir una herida tan atroz a un muchacho en la flor de la vida. De todos modos, fui a verle. Estaba pálido y débil, pero despierto. No le habían dicho nada. Me dio las gracias por ayudarle en el callejón, e insistió en que yo le había salvado la vida. Cuando me enteré de que su familia estaba a punto de llegar en tren procedente de Rouen, me marché.

Pensé que nunca más volvería a ver a mi joven aristócrata, pero me equivoqué. Ocho años después, hermoso como un dios griego, empezó a frecuentar el teatro de la Ópera noche tras noche, con la esperanza de intercambiar unas palabras y una sonrisa con cierta joven actriz suplente. Más tarde, cuando la encontró embarazada, como era un hombre bueno y decente, le dio su nombre, su título y una alianza. Y durante doce años ha dado al hijo todo el amor que un padre real podría brindarle.

Aquí tienes la verdad, mi pobre Erik. Trata de ser generoso y bondadoso.

Un beso postrero de alguien que intentó ayudarte en tu dolor,

ANTOINETTE GIRY

La veré mañana. Ahora ya ha de saberlo. El mensaje enviado al hotel era muy claro. El lugar de mi elección, por supuesto. La hora de mi elección. ¿Aún seguirá temiéndome? Supongo que sí. Sin embargo, ignora que ella también me produce miedo, pues tiene el poder de negarme una vez más la ínfima medida de felicidad que todos los hombres pueden esperar.

No obstante, aunque vaya a ser rechazado una vez más, todo ha cambiado. Puedo mirar desde este nido de águilas las cabezas de los miembros de la raza humana, a la que tanto detesto, pero ahora estoy en situación de decir: podéis escupirme, insultarme, escarnecerme, denostarme, pero nada de lo que hagáis me herirá. Pese a la suciedad y a la lluvia, pese a las lágrimas y el dolor, mi vida no ha sido en vano. TENGO UN HIJO.