9
LA OFERTA DE CHOLLY BLOOM
Louie’s Bar,
Quinta Avenida esquina con la Veintiocho,
Nueva York,
29 de noviembre de 1906
¿Alguna vez os he dicho, muchachos, que ser periodista en Nueva York es el mejor trabajo del mundo? ¿Si? Bueno, perdonadme, pero voy a repetirlo. De todos modos, tenéis que perdonarme, porque yo invito. Barney, otra ronda de cervezas.
Recordad, hay que demostrar aptitud, energía e ingenio casi rayanos en lo genial, y por eso digo que este trabajo lo tiene todo. Lo de ayer, por ejemplo. ¿Estuvo alguno de vosotros ayer por la mañana en el muelle Cuarenta y dos? Tendríais que haber estado. Menudo espectáculo, qué gran acontecimiento. ¿Habéis leído el articulo de esta mañana en el American? Bien por ti, Harry, al menos hay alguien aquí que lee un diario decente, aunque trabajes para el Post.
Debo decir que no fue obra mía. Nuestro corresponsal marítimo estaba allí para cubrir la noticia. Yo no tenía nada asignado para la mañana, de modo que decidí ir, y me tocó el gordo. Vosotros os habríais pasado la mañana en la cama.
Eso es lo que quiero decir cuando hablo de energía. Hay que estar despierto y de pie para recibir los golpes de suerte que da la vida. ¿Por dónde iba? Ah, sí.
Alguien me dijo que el transatlántico francés Lorena iba a amarrar en el muelle Cuarenta y dos, y en él viajaba esta cantante francesa de la que yo no había oído hablar, pero que es muy importante en el mundo de la lírica. La señora Christine de Chagny. No he ido a la Ópera en mi vida; sin embargo, pensé, ¿y qué? Es una gran estrella, no concede entrevistas, pero iré a echar un vistazo.
Además, la última vez que le eché una mano a un franchute estuve a punto de conseguir una primicia, y lo habría hecho si no hubiese sido porque nuestro redactor de noticias locales es un zoquete. ¿Os lo conté? El extraño incidente en la torre E. M. Bien, escuchad, esto es más extraño aún. ¿Mentiría yo? ¿Es musulmán el muftí?
Bajé al muelle poco después de las nueve. El Lorena se estaba acercando de popa. Con calma, estos amarres son más largos que un día sin pan. Enseño mi pase a la poli y entro en el recinto reservado a la prensa. He hecho bien en venir. Va a ser una recepción cívica por todo lo alto: el alcalde McClellan, los capitostes de la ciudad, no falta nadie. Sé que el corresponsal marítimo, al que veo al cabo de un rato asomado a una ventana, por encima de nosotros, cubrirá todo el festejo.
Bien, suenan los himnos y la dama francesa baja al muelle, saluda a la multitud y enamora a todo el mundo. Después, los discursos, primero el alcalde, después la diva, y por fin ésta baja del estrado y se dirige hacia su carruaje. Grave problema. Resulta que hay un gran charco de nieve y entre ella y la berlina, y la alfombra roja se ha terminado.
Tendríais que haberlo visto. El cochero tiene la portezuela abierta, tanto como el alcalde la boca. McClellan y el magnate Oscar Hammerstein, que flanquean a la cantante francesa, no saben qué hacer.
En este momento, sucede una cosa extraña. Siento un codazo y un empujón por detrás, y alguien tira algo sobre mi brazo, que tengo apoyado sobre la barrera. La persona desaparece en un abrir y cerrar de ojos. No llego a verla, pero lo que cuelga de mi brazo es una vieja capa mohosa y raída, y no es el tipo de prenda que se lleva a esas horas de la mañana. Entonces, recordé que de niño me habían regalado un libro titulado Héroes de todas las edades, con ilustraciones. Y había una de un tipo llamado Raleigh. Supongo que le llamaron así por la capital de Carolina del Norte. Como quiera que sea, en una ocasión se quitó la capa y la arrojó sobre un charco para que la reina Isabel de Inglaterra pudiera pasar, y nunca volvió la vista atrás.
Así que pienso, si fue bueno para el señor Raleigh, también puede serlo para el hijo de la señora Bloom, de modo que salto por encima de la cerca que rodea la zona de prensa y tiro la capa encima del charco, delante de la señora vizcondesa. Os aseguro que le encantó. Caminó por encima de ella y entró en el coche. Recogí la capa mojada y vi que ella me sonreía por la ventanilla abierta. Pensé, no hay nada que perder, y me acerqué a la ventanilla.
—Mi señora —dije, porque así es como hay que hablar a esa gente—. Todo el mundo me asegura que es imposible conseguir una entrevista personal con usted. ¿Es eso cierto?
Lo que hace falta en este deporte, muchachos, es aptitud, encanto y, ¡oh!, buen aspecto, por supuesto. ¿Qué queréis decir, que para ser judío no estoy mal? Soy irresistible. Bien, esta señora, que es muy guapa, me mira con una media sonrisa, mientras Hammerstein gruñe a mis espaldas.
—Esta noche, en mi suite, a las siete —susurra ella entonces, y sube la ventanilla. Y así es como conseguí la primera entrevista en exclusiva de la diva en Nueva York.
¿Que si fui? Pues claro que fui. Pero esperad, aún hay más. El alcalde me indica que deje la limpieza de la capa a su cargo, que de ella se encargará la mujer que hace todo el trabajo en la mansión Gracie, y yo vuelvo al American muy contento. Allí me encuentro con Bernie Smith, nuestro reportero marítimo, ¿y a que no adivináis lo que me dice? Cuando la dama francesa estaba dando las gracias a McClellan por su bienvenida, Bernie miró hacia los almacenes que había al otro lado, ¿y qué vio? A un hombre de pie, solo, como una especie de ángel vengador. Antes de que pueda continuar, le digo a Bernie:
—Llevaba una capa oscura subida hasta la barbilla, un sombrero de ala ancha, y entre los dos, una especie de máscara que cubría casi toda su cara, ¿verdad?
Bernie se queda boquiabierto y pregunta:
—¿Cómo demonios lo has sabido?
Ahora ya sé que no estaba alucinando en la torre E. M. Hay una especie de fantasma en la ciudad que no deja ver su cara a nadie. Quiero saber quién es, qué hace y por que está tan interesado en una cantante de ópera francesa. Un día, voy a descubrir toda esa historia. Oh, gracias, Harry, muy agradecido, salud. ¿Por dónde iba? Ah, sí, mi entrevista con la diva de la Ópera de París.
A las siete menos diez entro con mi mejor traje en Waldorf-Astoria, como si fuera el dueño del hotel. Desde Peacock Alley hasta el mostrador de recepción principal, mientras las damas de la alta sociedad van y vienen para ver y ser vistas. Majestuoso. El hombre de la recepción me mira arriba abajo, como invitándome a volver a entrar por la puerta de servicio.
—¿Sí? —pregunta—. La suite de la vizcondesa de Chagny, por favor —contestó.
—La señora no recibe —dice el de uniforme.
—Avísele que el señor Charles Bloom, con una capa diferente, está aquí —digo.
Diez segundos al teléfono, y está haciendo reverencias e insiste en acompañarme personalmente. Resulta que hay un botones en el vestíbulo con un gran paquete atado con una cinta. Subimos juntos al piso diez. Evidentemente, nuestro destino es el mismo.
¿Habéis estado alguna vez en el Waldorf-Astoria, muchachos? Bien, es diferente. Abre la puerta otra francesa, la doncella personal. Simpática, bonita, aunque lisiada de una pierna, Me deja entrar, coge el paquete y me conduce al salón principal. Allí se podría jugar al béisbol, os lo aseguro. Enorme. Dorados, tapices, cortinajes, como un palacio.
—La señora se está vistiendo para la cena. Estará con usted enseguida —dice la criada—. Tenga la bondad de esperar aquí.
Me siento en una silla junto a la pared.
No hay nadie más en la sala, excepto un muchacho, que cabecea, sonríe y dice «Bonsoir», así que yo le sonrío a mi vez y digo «Hola». Sigue leyendo mientras la criada, cuyo nombre parece ser Meg, lee la tarjeta del regalo. Después, «Oh, es para ti, Pierre», y es entonces cuando reconozco al chaval. Es el hijo de la señora, le había visto antes el muelle, acompañado de un cura. Coge el regalo, empieza a desenvolverlo, y Meg pasa por la puerta abierta al dormitorio. Oigo a las dos reír dentro, y hablar en francés, así que paseo la vista por el salón.
Flores por todas partes. Ramos del alcalde, de Hammerstein, de la junta directiva del teatro de la Ópera y de montones de aficionados. El muchacho rompe la cinta y el papel, y deja al descubierto una caja. La abre y saca un juguete. No tengo nada mejor que hacer, de modo que miro. Es un regalo extraño para un chico de casi trece años. Si fuera un guante de béisbol, lo entendería, pero ¿un mono de juguete?
Y un mono muy raro, por cierto. Está sentado en una silla, con los brazos extendidos, y en cada mano sostiene un platillo. Entonces, lo comprendo: es un muñeco mecánico, con una llave para dar cuerda detrás. Además, resulta que es una especie de caja de música, porque el chaval le da cuerda y el mono se pone a tocar. Los brazos se mueven atrás adelante, como si estuviera tocando los platillos, mientras su interior surge una melodía con sonidos de hojalata. La reconozco de inmediato; es Yankee Doodle Dandy.
Ahora el chico empieza a interesarse, levanta el mono lo mira desde todos los ángulos, tratando de comprender cómo funciona. Cuando la cuerda se acaba, vuelve a hacer girar la llave y la música empieza de nuevo. Al cabo del rato, comienza a explorar la espalda del muñeco, despega un trozo de tela y deja al descubierto una especie de panel. Después, se acerca a mi, muy educado, y me pregunta en inglés.
—¿Tiene una navaja, señor?
Claro que sí. En nuestra profesión hay que tener los lápices siempre afilados. Le presto mi navaja. En lugar de despanzurrar el juguete, utiliza la navaja como un destornillador, para quitar cuatro diminutos tornillos de la espalda. Ahora, examina el mecanismo interno. A mi me parece una forma excelente de romper el juguete, pero este chaval es muy listo y sólo quiere averiguar cómo funciona. Yo no sé ni cómo funciona un abrelatas…
—Muy interesante —comenta, y me muestra el interior, que parece un caos de ruedecillas, varillas, campanillas, muelles y cuadrantes—. Al hacer girar la llave se tensa un resorte espiral como el de un reloj, pero mucho más grane y fuerte.
—Vaya —digo, con el deseo de que cierre el mono y vuelva a tocar Yankee Doodle hasta que su mamá esté lista, Pero no.
—La potencia del resorte liberado se transmite mediante un sistema de engranajes de varillas a un soporte giratorio que hay en la base —añade—. Sobre el soporte hay un disco con varias protuberancias pequeñas sobre la superficie de arriba.
—Eso es fantástico —señalo—. ¿Por qué no lo montas otra vez?
Pero él sigue adelante, con el entrecejo fruncido, absorto en sus pensamientos, mientras va descifrando el funcionamiento del dichoso chisme. Este chaval debe de ser capaz de comprender cómo funciona el motor de un coche.
—Cuando el disco gira —me explica—, cada protuberancia da un empujoncito a una varilla vertical prensada, que entonces se libera, vuelve a su sitio y golpea una de esas campanillas. Todas las campanillas tienen un tono diferente, de modo que activadas en la secuencia correcta producen música. ¿Ha visto alguna vez campanas musicales, señor?
—Sí, las he visto —contesto—. Dos o tres tíos se ponen en fila detrás de un caballete que lleva varias campanas. Eligen una, la hacen sonar y la sujetan. Si consiguen la secuencia correcta, interpretan música.
—Es la misma teoría —observa Pierre.
—Bien, eso es estupendo —digo yo—. ¿Por qué no vuelves a montarlo?
Pero no, quiere investigar un poco más. Al cabo de uno o dos segundos ha extraído el disco y lo levanta. Es del tamaño de un dólar de plata, con la superficie cubierta de pequeñas protuberancias. Le da la vuelta. Más protuberancias.
—Debe de tocar dos melodías —dice—, una por cada lado del disco.
Ahora, ya estoy convencido de que el mono no volverá a tocar nunca más.
Sin embargo, el chaval pone el disco en su sitio, por la otra cara, hurga con la hoja de la navaja para comprobar que todas las piezas necesarias para que suene música esten en contacto, y cierra el juguete. Después, le da cuerda de nuevo, lo deja sobre la mesa y retrocede. El mono se pone a agitar los brazos y la música vuelve a sonar. Esta vez trata de una pieza que no conozco. Pero alguien si.
Se oye un grito procedente del dormitorio y, de pronto, la cantante aparece en la puerta, con una bata de encaje, el cabello suelto sobre la espalda, con un aspecto impresionante, salvo por la expresión de su cara, como si acabara de ver a un fantasma muy grande y aterrador. Clava la vista en el mono, que continúa tocando, cruza a toda prisa el salón, abraza al chico y lo apretuja contra ella como si estuvieran a punto de raptarlo.
—¿Qué es eso? —pregunta casi sin aliento, y salta a la vista que esta muy asustada.
—Un mono de juguete, señora —respondo, con intención de ser útil.
—Masquerade —susurra ella—. Hace trece años… Él debe de estar aquí.
—Sólo estoy yo, señora, y no he sido quien lo ha traído. El regalo llegó dentro de una caja, envuelta como regalo. El botones la subió.
Meg, la criada, asiente con vehemencia para confirmar mis palabras.
—¿De dónde viene? —pregunta la señora.
Cojo el mono, que ha enmudecido de nuevo, y lo examino. Nada. Pruebo con el papel de envolver. Nada. Examino la caja de cartón y, pegada en la parte de debajo, descubro una hoja de papel, en la que pone: «Juguetes S. C., C. I.». Entonces, un recuerdo se abre paso en mi mente. El verano del año anterior salía con una chica muy bonita, que trabajaba de camarera en el Lombardi’s de Spring Street. Un día la llevé a Coney Island para pasar todo el día. De entre los varios parques de atracciones escogimos el Steeplechase. Recuerdo que había una tienda de juguetes mecánicos de todas clases. Soldados que desfilaban, tamborileros que tocaban el tambor, bailarinas de ballet que giran sobre plataformas, lo que se os ocurra. Si podía fabricarse con mecanismos de relojería y muelles, ellos lo tenían.
Le expliqué a la señora mi teoría. «S. C». era por Steeplechase, y «C. I»., casi con seguridad, por Coney Island. Pareció reflexionar en mis palabras.
—Estas atracciones, como usted las llama, ¿incluyen ilusiones ópticas, trucos, trampillas, pasadizos secretos, cosas mecánicas que parecen funcionar por sí solas?
Asentí.
—De eso van las atracciones de Coney Island, señora. —Respondí. Entonces, se mostró muy agitada.
—Monsieur Bloom, debo ir allí —dijo—. He de ver esa juguetería en el Steeplechase Park.
Le explico que existe un gran problema. Coney Island es un centro de turismo veraniego, y nos encontramos a principios de diciembre, lo que significa que está cerrado a cal y canto. Sólo trabajan los empleados de mantenimiento, reparaciones, limpieza, pintura y barnizado. No permanece abierto al público. Pero a esas alturas la dama está punto de llorar, y detesto ver a una mujer apenada.
De modo que llamo a un colega de la sección comercial del American y le pillo justo antes de que se vaya a casa. ¿Quién es el propietario del Steeplechase? Un tipo llamado George Tilyou, junto con un socio comercial muy discreto y secreto. Sí, se está haciendo viejo y ya no vive en la isla, sino en una mansión de Brooklyn. Pero aún es el propietario del Steeplechase, y lo ha sido desde su inauguración, hace nueve años. ¿Tiene teléfono, por casualidad? Pues da la casualidad de que sí. Consigo el número y llamo. Tarda un rato, pero al final hablo con el señor Tilyou en persona. Le explico todo, insinúo lo importante que es para el alcalde McClellan que Nueva York ofreciera toda su hospitalidad a la señora de Chagny… Bien, ya sabéis, perorata al viejo estilo. De todos modos, dice que volverá a llamar.
Esperamos. Al cabo de una hora, llama. Su actitud es ahora diferente por completo, como si hubiera consultado con alguien. Sí, se encargará de que abran las puertas para una visita privada. Habrá dependientes en la juguetería y el maestro de ceremonias del parque estará disponible en todo momento. No será posible a la mañana siguiente, sino a la otra.
Bien, eso significa mañana, ¿verdad? De modo que voy a escoltar personalmente a la señora de Chagny hasta Coney Island. De hecho, yo diría que ahora soy su guía particular en Nueva York. Y no, amigos, es inútil que hagáis acto de presencia, porque sólo entraremos ella, yo y su grupo. Gracias a una capa sucia, consigo primicia tras primicia. ¿No os había dicho que éste es el mejor trabajo del mundo?
Sólo hubo un problema: mi entrevista en exclusiva, motivo por el que me había llegado hasta el hotel. ¿La conseguí? No. La cantante estaba tan angustiada que volvió corriendo a su dormitorio y se negó a salir de nuevo. Meg, la criada, me dio las gracias por arreglar el desplazamiento hasta Coney Island, pero añadió que la prima donna estaba demasiado cansada para continuar. Tuve que marcharme. Decepcionante pero da igual. Conseguiré mi exclusiva mañana. Y sí, puedes traerme otra pinta de ese brebaje rubio.