8. EL reportaje de Bernard Smith

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EL REPORTAJE DE BERNARD SMITH

Corresponsal marítimo del New York American

29 de noviembre de 1906

Más pruebas se nos han ofrecido, si es que eran necesarias, de que el gran puerto de Nueva York se ha convertido en el mayor imán del mundo para la recepción de los mejores y más lujosos transatlánticos que nuestro país ha Visto.

Hace tan sólo diez años, apenas tres transatlánticos de lujo cubrían la ruta del Atlántico Norte, desde Europa al Nuevo Mundo. El viaje era duro, y la mayoría de los viajeros preferían los meses de verano. Hoy, nuestros remolcadores y gabarreros tienen dónde elegir.

La compañía británica Inman tiene una línea regular con su City of París. Cunard se muestra a la altura de sus rivales con los nuevos Campania y Lucania, en tanto que la White Star responde con el Majestic y el Teutonic. Todas estas compañías británicas se pelean por el privilegio de facilitar a los ricos y famosos de Europa la experiencia que supone disfrutar de la hospitalidad de nuestra gran ciudad.

Ayer le llegó el turno a la Compagnie Générale Transatlantique de Le Havre (Francia) de enviar la joya de su corona, el Lorena, hermano gemelo del igualmente suntuoso Saboya, a ocupar su amarradero reservado en el río Hudson. Sus pasajeros no se ceñían tan sólo a la crema de la alta sociedad de Francia; el Lorena nos trajo un regalo extra y muy especial.

No debe extrañar que, desde la hora del desayuno, antes incluso de que el buque francés se viera libre de las radas y rodeara el extremo de Battery Point, una hueste de berlinas y cabriolés particulares empezaran a congestionar las calles North Canal y Morton, cuando curiosos de las mansiones situadas en la parte alta buscaban un sitio desde el que aplaudir a nuestra huésped, al estilo de Nueva York.

¿Y quién era ella? Nada menos que Christine, vizcondesa de Chagny, para muchos la mejor soprano del mundo…, ¡pero no se lo digan a Nellie Melba, que llegará dentro de diez días!

El muelle Cuarenta y dos de la línea francesa estaba abarrotado de banderas tricolores cuando el sol salió y la niebla se disipó. Apareció entonces el Lorena, rodeado de remolcadores, que avanzaba hacia su amarradero en el Hudson.

Apenas quedaba espacio para la multitud que se había reunido allí, cuando el Lorena nos saludó por tres veces haciendo sonar su sirena para niebla, y los barcos más pequeños de todas partes del río contestaron de la misma manera. En la parte delantera del muelle se encontraba el estrado, adornado con banderas francesas y la enseña nacional estadounidense, donde el alcalde George B. McClellan se disponía a ofrecer a la señora de Chagny la bienvenida oficial a Nueva York, cinco días antes de que interpretara la ópera inaugural en el nuevo teatro de la Ópera de Manhattan.

Alrededor de la base del estrado se había congregado un mar de sombreros de copa relucientes y ondulantes sombreros de mujer, pues la mitad de la alta sociedad de Nueva York esperaba ver, siquiera por un momento, a la estrella. Desde los muelles cercanos, estibadores y trabajadores que jamás habrían oído hablar del teatro lírico o de la soprano se habían subido a grúas y cabrias para satisfacer su curiosidad. Antes de que el Lorena hubiera arrojado su primera guindaleza al muelle, todos los edificios que bordeaban el embarcadero estaban negros de humanidad. Empleados de la compañía francesa extendieron una larga alfombra roja desde el estrado hasta la base de la pasarela, en cuanto ésta estuvo colocada.

Los funcionarios de aduanas subieron a toda prisa la pasarela para completar las formalidades necesarias de la diva y su séquito, en la intimidad de su camarote, al tiempo que el alcalde, con la debida pompa y circunstancia, llegaba al muelle acompañado de una patrulla de policías con sus chaquetones azules. El alcalde, así como los capitostes del Ayuntamiento y sociedades cívicas que habían venido con él, fueron escoltados por entre la multitud hasta el estrado, mientras la banda de la policía atacaba los acordes de Barras y estrellas. Todas las cabezas se descubrieron cuando el alcalde y los dignatarios de la ciudad ocuparon sus puestos, de cara al pie de la pasarela.

Por mi parte, había evitado el recinto dedicado a la prensa a la altura del suelo, ocupando en su lugar una ventana de la segunda planta de un almacén situado al principio del muelle, y desde el cual dominaba todo el escenario, el mejor lugar para describir a los lectores del American lo sucedido.

A bordo del Lorena, los pasajeros de primera clase miraban desde sus cubiertas elevadas. Disfrutaban de una panorámica excelente, pero no podrían desembarcar hasta que la bienvenida ofrecida por las autoridades a los visitantes ilustres hubiera terminado. En las portillas inferiores vi los rostros de los pasajeros de tercera clase, que contemplaban los acontecimientos.

Pocos minutos antes de las diez, se produjo un tumulto a bordo del Lorena cuando el capitán y un grupo de oficiales escoltaron a una figura solitaria hacia la pasarela. Después de despedirse con cordialidad de sus compatriotas franceses, la señora de Chagny empezó a bajar la pasarela para pisar por primera vez suelo estadounidense. Aguardaba para recibirla el señor Oscar Hammerstein, el empresario propietario y director de la Ópera de Manhattan, cuya tenacidad ha logrado convencer tanto a la vizcondesa como a la Dama de que cruzaran el Atlántico en invierno y cantaran para nosotros.

Con un gesto del Viejo Mundo muy poco practicado en nuestra sociedad, el empresario se inclinó y besó la mano extendida de la diva, Se oyeron gritos y silbidos procedentes de los obreros subidos a las grúas, pero la reacción fue más risueña que burlona, y una salva de aplausos saludó el gesto. Procedía de las apretadas filas de sombreros de copa agrupados alrededor del estrado.

Cuando llegó a la alfombra roja, la señora de Chagny se volvió y, del brazo del señor Hammerstein, caminó hacia el estrado. Al mismo tiempo, y con un estilo que pondría en peligro la candidatura del alcalde McClellan si le disputara la reelección, saludó y dedicó una sonrisa radiante a los obreros subidos en las grúas y en las cajas de embalar. Los hombres respondieron con más silbidos, esta vez de agradecimiento. Como ninguno de ellos la oirá cantar, el gesto tuvo una gran acogida.

Mediante unos poderosos prismáticos enfoqué a la prima donna desde mí ventana. A los treinta y dos años se conserva muy bella, delgada y menuda. Es cosa sabida que los amantes de la ópera se asombran de que un cuerpo tan frágil pueda albergar una voz tan potente. Iba cubierta desde los hombros hasta los tobillos (pues la temperatura era inferior a cero grados, a pesar del sol) con un abrigo de terciopelo color burdeos ceñido a la cintura, con adornos de visón en la garganta, los puños y el dobladillo, y se tocaba con un sombrero circular estilo cosaco de la misma piel. Llevaba el cabello sujeto en un pulcro moño. Las reinas de la moda de Nueva York no podrán dormirse en sus laureles cuando esta dama pasee por Peacock Alley.

Detrás de ella vi un séquito muy poco numeroso y discreto que bajaba por la pasarela; estaba compuesto por su doncella personal y antigua colega, la señora Giry, dos secretarios que se encargan de su correspondencia y los trámites de los viajes, su hijo Pierre, un guapo muchacho de doce años, y su profesor particular, un joven y risueño sacerdote irlandés vestido con sotana negra y sombrero de ala ancha.

Cuando ayudaron a la diva a subir al estrado, el alcalde McClellan le estrechó la mano, al estilo norteamericano, y le dio la bienvenida oficial, algo que repetirá dentro de unos días con la australiana Nellie Melba. Si existía algún temor de que la señora de Chagny no entendiera sus palabras, pronto fue disipado. No necesitó intérprete, y cuando el alcalde terminó, avanzó hacia la parte delantera del estrado y nos dio las gracias a todos en un inglés fluido con un delicioso acento francés.

Lo que dijo fue sorprendente y halagador a la vez. Después de dar las gracias al alcalde y a la ciudad por una bienvenida tan conmovedora, confirmó que había venido a cantar durante una semana sólo en la ópera que se representaría en la inauguración del teatro de la Ópera de Manhattan, y que la obra en cuestión era nueva, inédita, de un compositor norteamericano desconocido.

A continuación, reveló nuevos detalles. La historia se desarrolla durante la guerra de Secesión y se titula El ángel de Shiloh; gira en torno a la lucha entre el amor y el deber que desgarra a una dama del Sur, enamorada de un oficial de la Unión. Ella interpretará el papel de Eugenie Delarue. Añadió que había visto el libreto y la partitura en Paris, y fue la belleza asombrosa de la obra lo que la impulsó, contra su costumbre, a cruzar el Atlántico. Estaba dando a entender que el dinero no había influido en su decisión, una pulla destinada a Nellie Melba, la Dama. Una vez más, los obreros subidos a las grúas, que habían guardado silencio mientras ella hablaba, emitieron prolongados vítores y silbidos, que habrían sido groseros si no hubiesen expresado tanta admiración. La diva volvió a saludarles y se volvió para bajar por los peldaños del otro lado del estrado, con el fin de subir al coche que la aguardaba.

En aquel momento, ocurrieron dos cosas que no estaban previstas en el curso de aquella ceremonia impecable, planificada con tanto cuidado. La primera fue enigmática, y pocos la presenciaron. La segunda provocó una tormenta de carcajadas.

Por algún motivo, desvié la mirada del escenario mientras ella hablaba, y divisé una extraña figura, de pie sobre el tejado de un enorme almacén que se alzaba directamente frente al mío. Era un hombre, inmóvil, con la vista clavada en la cantante. Llevaba un sombrero de ala ancha e iba envuelto en una capa, que el viento agitaba. Había algo extraño y siniestro en aquella figura solitaria. ¿Cómo había subido hasta allí sin ser visto? ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué no se encontraba entre la multitud?

Enfoqué mis prismáticos. Debió de advertir el brillo del sol sobre las lentes, porque alzó la vista de repente y me miró. Entonces, vi que llevaba el rostro cubierto con una mascara, y tuve la impresión de que miraba con ferocidad durante un par de segundos. Oí gritos procedentes de los obreros subidos a las grúas, y vi dedos que señalaban, pero cuando otros ojos se volvieron a mirar, el extraño ya había desaparecido, con una velocidad que desafía toda explicación. Se había esfumado como si nunca se hubiera erguido sobre aquel tejado.

Segundos después, un estallido de aplausos y risas dio cuenta de la escasa inquietud creada por la aparición. La señora de Chagny estaba acercándose a la berlina que había dispuesto para ella el señor Hammerstein. El alcalde y demás personalidades de la ciudad la seguían a unos pasos de distancia. Todos vieron que entre su huésped y el carruaje, más allá de la alfombra roja, había un gran charco de nieve medio fundida, producto de la nevada del día anterior.

Las botas de un hombre lo habrían cruzado sin mayor problema, pero ¿qué decir de los elegantes zapatitos de la aristócrata francesa? Los prohombres de Nueva York contemplaron el obstáculo abatidos, pero impotentes. Entonces, advertí que un joven saltaba sobre la barrera que rodeaba el recinto de la prensa. Llevaba puesto su abrigo, pero cargaba al brazo otra prenda, que resultó ser una amplia capa de noche. La hizo girar en un arco y la prenda cayó sobre el charco que se interponía entre la cantante y la puerta abierta del carruaje. La diva le dedicó una brillante sonrisa, pisó la capa y, en dos segundos, estuvo acomodada en el interior de su berlina, mientras el cochero cerraba la portezuela.

El joven recogió su capa, mojada y manchada de barro, y cambió unas pocas palabras con el rostro enmarcado en la ventanilla antes de que el vehículo se alejara. El alcalde McClellan dio una palmada de agradecimiento en la espalda al joven, y cuando se volvió, descubrí que se trataba de un colega de este mismo periódico.

Bien está lo que bien acaba, como afirma el dicho popular, y la bienvenida de Nueva York a la dama parisiense terminó muy bien. Ahora, se encuentra alojada en la mejor suite del Waldorf-Astoria, y le aguardan cuatro días de ensayos y de proteger la voz antes de su debut, sin duda triunfal, en el teatro de la Ópera de Manhattan, el 3 de diciembre.

En el ínterin, sospecho que cierto joven colega mío estará explicando a todo el que quiera oírlo que el espíritu de, sir Walter Raleigh no ha muerto por completo.